Introducción
No creo equivocarme al afirmar que la última Guerra Carlista es un elemento complejo de tratar. A pesar de encontrarnos en un periodo no tan lejano en el tiempo, la amalgama de corrientes ideologías, las múltiples circunstancias que convergieron en aquel convulso momento, y especialmente, las notables connotaciones políticas y sociales derivadas del mismo, parecen haber convertido a este periodo, crucial de nuestra historia, en un elemento de difícil compresión. También es verdad que hemos sepultado bajo el lastre de la Guerra Civil de 1936 cualquier otro factor que nos haga reflexionar sobre nuestro turbulento pasado más allá de esa fatídica fecha; y son precisamente los elementos más anecdóticos, aquellos que confieren un carácter más “romántico” al último conflicto carlista, los que más profundamente han calado en nuestra conciencia.
"Caminante sobre mar de nubes" de Caspar David Friedrich |
Esta característica de “elemento romántico” inherente al movimiento carlista del XIX ha sido estudiada por historiadores como Francisco Caspistegui, estableciendo que fue durante la primera guerra carlista y en los años posteriores a la misma donde se asentaron las bases de una visión idealizada de la lucha reaccionaria. En aquel momento, el conflicto carlista se subió al carro de las corrientes “románticas”, generando unos estereotipos muy marcados, y en el caso del foco de insurrección en “el Norte”, se produjo una asociación directa entre “vasco-navarro” y “carlismo”. A decir de Caspistegui, los escritores extranjeros “convirtieron las guerras carlistas, desde el punto de vista europeo, en un pintoresco fenómeno español”.
En un mundo que se encontraba en plena era de industrialización, que se hacía pequeño a pasos agigantados, los autores extranjeros encontraban en un ámbito geográfico del Norte de España un universo de puro exotismo. Una guerra que mostraba a sus ojos notables paralelismos con los levantamientos jacobitas novelados por Walter Scott, no dudando en trasladar al carlismo gran parte de aquel imaginario e idealismo romántico de la lucha de un grupo que se resiste a cambiar, permaneciendo anclado a sus creencias ancestrales. Citando de nuevo a Caspistegui: “La diferencia es que en el resto del continente las alternativas (al sistema revolucionario) ya no eran más que propuestas inviables, nostálgicas evocaciones de un mundo en trance de desaparición. Sin embargo, España aún encarnaba como ningún otro país europeo todos los tópicos del exotismo y la particularidad, la diferencia respecto a la norma”.
En un mundo que se encontraba en plena era de industrialización, que se hacía pequeño a pasos agigantados, los autores extranjeros encontraban en un ámbito geográfico del Norte de España un universo de puro exotismo. Una guerra que mostraba a sus ojos notables paralelismos con los levantamientos jacobitas novelados por Walter Scott, no dudando en trasladar al carlismo gran parte de aquel imaginario e idealismo romántico de la lucha de un grupo que se resiste a cambiar, permaneciendo anclado a sus creencias ancestrales. Citando de nuevo a Caspistegui: “La diferencia es que en el resto del continente las alternativas (al sistema revolucionario) ya no eran más que propuestas inviables, nostálgicas evocaciones de un mundo en trance de desaparición. Sin embargo, España aún encarnaba como ningún otro país europeo todos los tópicos del exotismo y la particularidad, la diferencia respecto a la norma”.
Puerta en ruinas en Hondarribia. Álbum Siglo XIX |
Aun no siendo todos ellos de origen británico, como es el caso Nicolas Leon Thieblin, y mostrando estilos literarios notablemente diferentes (desde las escuetas y directas cartas personales de Kennett-Barrington pasamos a la complicada prosa novelística de Irving o a las precisas crónicas de Mac-Graham; junto a la estoica imparcialidad de Furley, encontramos las descripciones coloristas y subjetivas de Thieblin, así como la siempre declarada simpatía del irlandés O’Shea por sus compatriotas) estos escritores muestran un claro pensamiento anglosajón típico de la época victoriana, destilando en sus escritos, algunas veces sin ningún tipo de contención o mesura, muchos de los estereotipos y tópicos de la España del XIX. A lo largo de sus textos encontraremos referencias a un país atrasado, inculto, diverso en costumbres y gentes, fanáticamente religioso, en ocasiones cruel, aferrado a su ruralidad y a su decadente esplendor, de gentes indolentes a lo que sucede más allá de sus fronteras, de olor a ajo, de seductoras mujeres, de bandoleros y pícaros, y otros muchos y variopintos elementos quijotescos. Engarzado a todo ello, reflexiones sobre lo que vieron y vivieron en España a medio camino entre el desdén, la curiosidad y el paternalismo; terminando algunos de sus capítulos con la máxima de “son cosas de españoles”, para definir todo aquello que escapaba al razonamiento lógico del hombre culto europeo de habla inglesa, que evidentemente, se consideraba a sí mismo “un ser… más civilizado”.
En la Frontera “Norte”
Una constante de los relatos de estos escritores es la descripción de su llegada a la frontera en el Golfo de Bizkaia y la realidad cultural que allí se encuentran, en una mezcolanza entre los genuinamente español, lo netamente francés y por supuesto, un elemento que prácticamente ningún autor pasa por alto: los vascos.
A finales del XIX, en una sociedad donde la brecha entre las clases sociales imperaba, parte de la costa Cantábrica a ambos lados de la frontera se había convertido en un lugar de relax y retiro para las clases altas. Hoteles, balnearios, villas, casinos y todo tipo de divertimentos exclusivos estaban a disposición de las grandes fortunas, con la presencia de colonias estables de europeos de alcurnia. Uno de estos grupos lo componían los británicos, muchos de ellos con importantes intereses económicos relacionados con la extracción de mineral de hierro. No en vano para mantener, no sólo su salud física y mental, sino también cuidar de sus inmortales almas, contaban desde 1869 con la presencia del presbítero y vascófilo Wentworth Webster, que dirigirá hasta 1882 la iglesia anglicana de San Juan de Luz.
Biarritz. Tomado de Escuela de arquitectura de la Univerdidad de Navarra |
Este posteriormente estadounidense de adopción será unos de los autores que mayor peso dará al elemento “vasco” como un componente adicional a tomar en consideración dentro de los estereotipos carlistas, dedicándole un importante desarrollo: “[…] si bien todavía existen un gran número de pueblos vascos en Francia, no hay ciudad realmente vasca, excepto San Juan de Luz. Todo está aquí como en la antigüedad, la piedad, la virtud del pueblo, su agudeza pintoresca, su lengua, su vestido, la agilidad de sus movimientos, hasta sus boinas azules y sus alpargatas blancas y los insoportables gritos de las mujeres de los puestos ambulantes. […] Sus antepasados, siempre luchando, pero nunca conquistado, habían sido ennoblecidos por los príncipes a los que juraron lealtad, y el vasco ha conservado hasta nuestros días una especie de orgullo que da audacia a su mirada y le hace hablar con su interlocutor en términos de perfecta igualdad”. Al autor le llamaba la atención un interiorizado concepto de hidalguía universal que permitía a un campesino poder hablar de “tú a tú” con todo un gentleman.
Continuaba Thieblin perfilando al vasco de la frontera: “En la mayoría de los casos es perfectamente indiferente qué lengua se hable: euskera, español o francés, los conoce todos igualmente bien, aunque prefiere inmensamente su lenguaje nativo. A primera vista puede identificar al campesino vasco por su rápido y ágil caminar, su traje de algodón limpio, y su fuerte y áspera voz […]. Los rasgos morenos y duros de su rostro, con ojos muy abiertos bajo la boina, hablan de una vida pasada bajo los alegres rayos del sol; y la expresión luminosa, aunque algo soñadora, de sus ojos parece estar llena de alabanza hacia las bellezas del mar y el paisaje de montaña, que han contemplado desde siempre. No se puede intimidar a un hombre de este tipo, porque ni la majestuosidad de la naturaleza que lo rodea, ni la violencia del enemigo, lo ha hecho durante siglos y siglos pasados. Es todo sangre y pasión; y si lo ofendes, saltará sobre ti de inmediato, por muy poderoso que seas”. Pero no queda todo aquí, Thieblin encontraba una sutil diferencia en el carácter de los vascos a ambos lados de la frontera: “La única diferencia entre los vasco-franceses y los vasco-españoles es que los primeros se ven mucho más civilizados, mucho más “domesticados”, circunstancia que tal vez puede explicarse por el principio de ese proceso al que alude M. Michelet cuando dice que el pueblo de Francia es una nación de bárbaros civilizados por el reclutamiento forzoso. El vasco español, que nunca supo lo que eran las levas forzosas y que luchaba siempre por su privilegio de no verse obligado a pelear, permanece en un estado de salvajismo […]”.
Trajes Vascos y Españoles en Biarritz. Álbum Siglo XIX |
También Irving Montagu en su libro Among the Carlists (1876) realizaba una reseña al componente étnico al encontrase en la frontera de Behobia: “Continuando el camino se pasaba por la Behobia francesa, que sólo estaba separada de la ciudad española del mismo nombre por un puente coloreado que hacía de frontera, cuya mitad estaba pintada de rojo, mientras que la otra era blanca. El pueblo, que es vasco, es tanto español como francés a un lado del río como el otro, y es únicamente la ley de las naciones la que los ha hecho lo que actualmente son. Usted le pregunta a un nativo si es francés, y él le responderá lacónicamente, "No”. ¿Español entonces? Ciertamente no. "Je suis basque"”.
Puente internacional de Behobia. Álbum Siglo XIX |
Sin embargo, escritores como John Furley no se detendrán en estos prólogos que darán paso a la posterior asociación directa entre “carlismo” y “campesino vasco-navarro”, de la misma forma que la figura del highlander escoces estaba ya entonces adscrita a los levantamientos jacobitas. En su libro Among the Carlists (1876) tratará la mayoritaria adhesión al carlismo de los vascos de forma muy superficial, ahorrando detalles o explicaciones que se alejen de sus vivencias como cooperante humanitario: “Espero que no sea necesario volver a repetir que mientras que estuve en España fui estrictamente neutral. […] Puedo añadir que, aun cuando mi opinión era decididamente opuesta a las opiniones y esperanzas de aquellos con quienes conversaba, nunca dudé en expresarla, y siempre fue recibida de una manera digna de caballeros”. Furley describirá una frontera: “[…] llena de familias españolas, de las cuales la mayoría eran carlistas. En gran medida los franceses eran más españoles que los españoles mismos. Hubo discusiones animadas, […], y sin embargo no había una gran discordia aparente. La gente de los Bajos Pirineos estaba tan interesada en el éxito o la derrota de los carlistas como lo estaban los propios españoles, con la única diferencia de que la vida era, tal vez, un poco más segura en el lado francés del río Bidasoa que en lado de España. En San juan de Luz o Behobia, se podía hablar sin problemas sobre carlistas y los republicanos […]. Al otro lado del río, en Irún no habría sido seguro pronunciar sentimientos a favor de los carlistas, mientras que a quinientas yardas de esa ciudad, en cualquier dirección, salvo en Fuenterrabía, habría sido igualmente inseguro decir una palabra a favor del republicanismo”.
Centinelas carlistas. Diario The Graphic |
A ojos de este corresponsal la frontera nunca fue un lugar excesivamente pacífico. En varias ocasiones ilustró que incluso estando en suelo francés, fue objeto de disparos por parte de las avanzadillas carlistas: “Luego me contaron uno de los guardias fronterizos franceses que estas pequeñas atenciones (por parte de los carlistas) no eran infrecuentes cuando los corresponsales tomaban notas desde suelo francés”. Tampoco enarbolar una bandera blanca le ayudó demasiado: “Una vez, pero sólo una vez, suponiendo que al menos pudiera reclamar la protección de la bandera blanca, até mi pañuelo a un bastón y lo volé en alto en el aire. […] sólo atraía alegrías burlonas y más balas, así que incliné mi bandera y acepté la amable cubierta de la maleza más cercana, donde esperé, hasta que mis vecinos se cansaron de considerarme como una perdiz y dejaron de levantar sus armas hacia mi persona”.
En zona de Guerra
Pero estos hombres llegaban a la frontera con la clara intencionalidad de pasar a territorio carlista, ya fuera por objetivos humanitarios o periodísticos. En el caso de los corresponsales de guerra, parecía que los carlistas estaban deseosos de contar con su presencia. Tras unos comienzos no excesivamente alentadores con los piquetes carlistas, Irving comentaba: “[…] la única manera de ganar (la aceptación) de los carlistas era ir directamente a ellos y explicar tu pacífico propósito, con lo que te darán todas las facilidades en su poder, ya que estaban particularmente ansiosos de aparecer bien a los ojos de la prensa, especialmente la de Inglaterra”. Al cruzar la frontera, el panorama de intrigas que se respiraba en Francia con multitud de exiliados carlistas, de espionaje y contraespionaje cambiaba sutilmente, adentrándose finalmente en ese mundo “exótico” donde campaban a sus anchas los “bandoleros” carlistas.
Teatro de Operaciones del "Norte". Archivos de Navarra |
Una de las primeras paradas obligadas para todos estos hombres solía ser la ciudad de San Sebastián, donde Thieblin informa de la importante colonia británica que soportaba la ciudad, con notables intereses comerciales, aunque no siempre en origen “trigo limpio”: “Sirve como una residencia segura, y no totalmente desagradable, para los súbditos británicos que se meten en "problemas" y prefieren una vida tranquila en las costas del Golfo de Vizcaya a los procedimientos judiciales de Inglaterra. Todas estas circunstancias hacen de San Sebastián una colonia inglesa. Los rostros ingleses se ven y la lengua inglesa se escucha casi en cada paso. Pero los hábitos bien regulados de la raza anglosajona no parecen influir mucho en la naturaleza indolente y no comercial de la parte española de la población”. Por su parte O’Shea añadía una visión más canalla, haciendo hincapié en la existencia de algunos "infiernos clandestinos" o al efecto que la guerra estaba teniendo en la economía de la turística ciudad: “San Sebastián es la ciudad más moderna de la Península, habiendo sido reconstruida en 1816, tres años después de su destrucción por las tropas aliadas. Es una gran estación de verano de ricos ociosos españoles, una especie de Madrid “mejorado”. Posee los atractivos de la capital, con las ventajas adicionales del aire puro, paisajes de montaña y lujosos baños de mar en una playa de arena nivelada. Hay un casino público y una veintena de infiernos clandestinos en los que una fortuna puede perderse en una noche. […]. Hay una alameda, donde toca la banda, y una imitación pasable del Puerto del Sol, menos la fuente, en la amplia arcada de la Plaza de la Constitución. Allí hay un pequeño teatro, una amplia plaza de toros, y varias iglesias cómodas, […]. El balneario, una vez tan festivo, ha perdido completamente su ánimo, y todo a causa de esta guerra civil. Era verano, pero la ciudad estaba en estado de hibernación”.
San Sebastián. Álbum Siglo XIX |
Thieblin hacía la siguiente afirmación respecto a la condición carlista de esta zona de Gipuzkoa y la forma peculiar con los que los españoles tratan, por norma general, a los extranjeros: “La población de esa parte de la provincia que bordea el mar y en Francia vive principalmente mediante el comercio y el contrabando, y no le importa demasiado el lema “Dios, Patria, Rey”. […] Aquí hay poco de ese odio con el cual los españoles generalmente tratan a los extranjeros y como bajo el reinado de Amadeo el comercio era vivo y el contrabando se realizaba bastante libremente, los habitantes de la provincia no parecen dispuestos a sacrificar sus intereses a favor de Don Carlos”. Otros autores también harán referencias al desagrado que profesan los españoles a los extranjeros cuando éstos se inmiscuyen en temas que se consideran “problemas internos”. “Independientemente de otras fuentes de oposición, […], puedo mencionar una, que ni siquiera mis amigos españoles van a negar, y son las objeciones que los españoles ponen ante cualquier cosa que suene a injerencia extranjera”. Con estas palabras Furley daba respuesta a los problemas que sufría incluso para llevar a buen término su ayuda humanitaria. Este mismo escritor destilará una clara ironía cuando dicta la siguiente máxima para referirse a todo aquello que no es comprensible por parte de un extranjero respecto al carácter español: “Menciono estas minúsculas circunstancias porque ayudan a transmitir una idea de las anómalas circunstancias que se daban en la frontera en este momento; aunque, estrictamente hablando, para aquellos que saben algo de España y los españoles, ningún estado o circunstancia al que lleguen los españoles puede ser nunca considerado como algo anómalo (a sus ojos)”.
Labradores. Álbum Siglo XIX |
También O’Shea en compañía de irlandeses enrolados bajo la bandera del pretendiente encontraba un buen recibimiento en pueblos navarros como Bera de Bidasoa: “Un grito de "¿Quién va allí?" De la penumbra nos detuvo en la entrada de la ciudad. (John August) Leader contestó, "España". Otra vez llegó el grito del centinela: -¿Qué gente? Y alegremente respondió: "Voluntarios de Carlos Séptimo”. “Pase", fue la respuesta; y tomamos la calle al trote, y nos detuvimos en la puerta de la casa del párroco, donde los soldados irlandeses me prometieron un boleto de la fortuna para aquella noche. El amable pastor cumplió con las expectativas; tuvimos una cordial bienvenida, una buena cena, y camas con sábanas limpias”. Para cualquier extranjero en zona carlista constituía una parada obligada la casa del cura párroco.
Furley tampoco tuvo demasiados problemas para moverse por el territorio controlado por los carlistas: “Puedo decir aquí que, a pesar de la siniestra reputación de varias localidades por las que he viajado, y de las denuncias de crímenes cometidos recientemente, nunca he encontrado ningún incidente desagradable en el camino. Por el contrario, siempre he experimentado cortesía, hospitalidad y buena voluntad”.
Tropas liberales en Pamplona. Diario The Graphic |
Los Paisajes del Norte
“El mayor alivio y la recompensa por las fatigas y privaciones a las que estábamos expuestos era la grandeza y la belleza del paisaje que vivíamos en medio. Los paisajes escarpados, los encantos salvajes que varían a cada momento, son aquí la fuente de infinitos placeres. Al mediodía, por la noche, al amanecer, al atardecer... a cualquier hora del día, cada lugar de este magnífico país tiene alguna nueva brujería salvaje que desvelar. Tome las partes más salvajes del Tirol, de la Selva Negra, de las Tierras Altas Escocesas y de la Suiza Norte, júntelas, sacando cada gota de agua del paisaje, y tendrá una idea del paisaje que prevalece en las provincias de Vasco-Navarra”. Así registraba Thieblin la visión del paisaje que se mostraba ante él, porque independientemente de las motivaciones que movían a estos hombres a adentrase en zona de guerra, prácticamente la totalidad de ellos dejaron descripciones de los paisajes por los que se aventuraron. Todas ellas hablan de un marco paisajístico digno de ser admirado, sumergiéndonos en los clásicos cuadros románticos donde predominan las montañas y las puestas de sol, faltando únicamente el eco de los acordes de una gaita para cerrar el círculo.
Por su parte, Furley describía así el paso de la frontera para llegar a Elizondo: “Una escarpada barrera de montañas nos enfrentaba, y como consecuencia de esto, el paso durante tres horas fue muy lento, siguiendo los zigzags de la carretera. […] Fue un día brillante, y no había una nube en el cielo. Los robles, que bordeaban el borde de la carretera durante la mayor parte del camino y adornaban los valles y las laderas inferiores de las montañas con su follaje de color verde amarillo, daban un tono muy alegre al paisaje. Desde la cima de la cordillera la vista hacia el mar era exquisitamente hermosa. Biarritz, con su faro blanco, y San Juan de Luz, se veía en la orilla del Atlántico azul profundo; y cada campo, camino y arroyo eran tan claramente visibles como en un mapa elevado y coloreado. […] De allí descendimos rápidamente a un valle precioso, regado por pequeños arroyos y sombreado por un espeso follaje, sobre el cual se encontraban las cumbres púrpuras de los manantiales, con los restos de la nieve del invierno. Confieso que mi mente no se abandonó por completo de la contemplación pausada de toda esa belleza. El conductor, atrevido y descuidado, se permitía el quedarse dormido, y sus cuatro mulas aprovechaban la oportunidad de hacer sus trucos excéntricos. Por dos veces pareció que la diligencia estaba a punto de tomar un atajo por el precipicio, y los cuatro pasajeros se agarraban unos a otros, como si decidieran que, donde uno iba, todos le deberían seguir, […]”.
Tomado de http://www.annuairenotariat.fr |
El Alojamiento
Otro de los apartados donde los escritores cargaron la tinta del sus plumas hacía referencia a la descripción de sus alojamientos. Si bien la hospitalidad parecía estar en cierto modo asegurada, la mayoría de alojamientos parecía no reunir el estándar de calidad mínimo exigido por un europeo con clase, especialmente si el habitáculo se encontraba en una zona en litigio dentro de un casco urbano.
En estos términos rememoraba John Furley su hospedaje en la saturada villa marinera de Castro Urdiales (Cantabria), convertida en retaguardia del ejército liberal durante las batallas de Somorrostro de 1874: “En conjunto, la casa era curiosa; pero era un buen ejemplo de vivienda española. La escalera era ancha, pero oscura y sucia, y a sus pies, en el sótano, había una gran acumulación de viejas tinas y leña. Había dos o tres familias en cada piso, y las habitaciones y la cocina rodeaban un pozo cuadrado en el que se abrían las ventanas y de donde se obtenía una luz muy tenue. Las habitaciones por un lado miran hacia la calle, por el otro el mar, y la mía era la última. Yo digo la mía, porque Kennett era el verdadero inquilino, pero no el único. Llegando a esta habitación triangular, que no estaba separada por ninguna puerta, había un pequeño pasaje de unos siete pies de largo, y a ambos lados de éste, separados por una cortina, había una cama; en una dormía un oficial de infantería, mientras su sirviente ocupaba la otra. Era un arreglo muy parecido a Box-and-Cox (hacer turnos para ocupar las habitaciones): cuando yo no estaba usando mi habitación, el oficial estaba allí. […]. Pegado a mi ventana había un pequeño balcón, que sobresalía sobre una especie de pentagrama de cimientos que, evidentemente, se pretendía una vez convertirse en casas. Todos los desperdicios de la cocina y los desperdicios generales de este primer piso eran trasladados por encima de mi cama y arrojados por la ventana; y como esto es una costumbre común a las casas vecinas, los olores, con los cuales las brisas del mar tienen que luchar, pueden ser mejor imaginados que descritos. Nunca un lugar tan bonito como Castro ha sido tan completamente estropeado por sus habitantes. No creo que jamás se haya intentado ningún sistema de saneamiento”.
Pero tampoco la villa de Durango en Bizkaia, parada obligada de la Corte itinerante del pretendiente, mejoraba sus prestaciones; los núcleos urbanos parecían estar condenados al hacinamiento y a una falta de limpieza crónica a la que se sumaba un ambiente de cierta inseguridad. Furley no puede dejar caer una sucinta crítica: “Era evidente que todo el pueblo estaba en un estado de gran confusión, a pesar de que Don Carlos y su personal habían estado aquí durante algunos meses. En cualquier otro país que no fuera España, se hubiera hecho de Durango un agradable lugar de parada, pero aquí la ciudad entera estaba en el mismo estado que se esperaba que asumiera inmediatamente después de su captura por parte de un enemigo. Tan poco seguro me sentía en mi habitación, […], que con la ayuda de José bloqueé firmemente las dos puertas, dejando sólo la ventana sin defensa. Esta ventana se abría sobre un balcón sobre el río Durango, que en este punto es estimulado con la actividad rugiente de dos arroyos que convergen en él. Desde el punto de vista sanitario, esto es una circunstancia afortunada, ya que las aguas residuales de cada casa de la ciudad caen en este arroyo, y justo encima del hotel hay un matadero, en cuyo desagüe nunca pasé sin dejar de observar un gran número de ratas que se regalaban en la horrible cantidad de deshechos. La suciedad en mi habitación era algo espantoso. Traté de hacer una limpieza, vaciando parte de su contenido por la ventana. José prometió, al menos una sábana limpia, y con esto tuve que contentarme”. No era la primera vez que Furley hacía referencia a la posibilidad de encontrase inquilinos no deseados en la propia habitación del hotel, ya estando alojado en Santander en zona liberal comentaba: “En los hoteles españoles, cualquiera parece tener el derecho de circular libremente en los pasajes y, como una señora me dijo unos días antes, "cada español pobre considera la casa de otro como su propio castillo". Esta es una práctica manera de poseer un château en Espagne”.
Castro Urdiales 1875. Tomado de http://fotosantiguascastro.blogspot.com.es |
Durango. Álbum Siglo XIX |
Pero tampoco alejándose de los cascos urbanos encontraba este británico alojamientos que satisficieran completamente su concepción inglesa de comodidad. En el pueblo de Otañes (Cantabria): “Entrábamos en dos o tres casas cómodas y bastante bonitas, que, sin embargo, poseen el inconveniente, a ojos de un inglés, de tener caballos, vacas y cerdos alojados en el planta baja; pero esta es una costumbre española”. A decir de este autor y siguiendo las pautas del gusto anglosajón, la convivencia en el mismo techo de animales y personas, constituía un serio inconveniente.
La Gastronomía
La gastronomía del país también contaba con sus propias referencias. El siempre difícil de complacer John Furley describía así una opípara cena servida a una hora notablemente europea, como eran las 6 de la tarde en una fonda de Elizondo (Navarra): “[…] como la cena fue servida de una forma similar a la que he encontrado generalmente en otras posadas españolas, la describiré brevemente. La calidad era ciertamente inferior a la que se encontraría en la posada de cualquier pueblo inglés. El comedor estaba unido a la cocina y, animadas por la suciedad, una plaga de moscas nadaba sobre las paredes, techo, mesa y ventanas. A pesar de ello me las arreglé para hacer ingerir los platos que se sirvieron en el siguiente orden: sopa con mucho aceite y ajo […]; dos platos con garbanzos (una especie de frijol seco y sin sabor) y col; rodajas de pescado frito en aceite; chuletas de carne cuya naturaleza exacta era difícil de determinar; el ave más pequeña que he visto nunca, […]; patatas hechas en aceite; ensalada; queso holandés y tartas con textura de esponja; el vino tinto fuerte del país, y el café que era decididamente barro […]. A pesar de mi repugnancia, cené, y luego desterré los recuerdos de la comida con un puro mientras paseaba por la pequeña ciudad”. Con un destacado tono irónico también relató en Among the Carlists un desayuno en una fonda cerca de Pamplona, si bien está vez elogiaba algunos de los ingredientes: “La anciana que poseía el establecimiento no mostró mucha disposición a servirnos el desayuno, pero nos sentamos en la gran cocina sobre los establos, y gracias a esta determinada actitud logramos obligarla a ejercer alguna hospitalidad. Cada uno de nosotros recibió una taza de té con un fluido maravillosamente graso llamado sopa, seguido de huevos escalfados en aceite y queso blanco, que era realmente excelente. Con esto y el vino tinto del país, fue posible comer”.
Más suerte tuvo Nicolas Thieblin cuando acabó cenando en el Señorío de Bertiz en plena comarca del Baztan, acompañando al general carlista Joaquin Elio y Ezpeleta: “[…], encontrándose el ajo y el aceite desterrados, excepto en esa clase de sopa gruesa de pan, que es un plato nacional de la cena en España, y que era muy del gusto de viejo caballero (Elio). Para mí era muy fácil prescindir de ella, ya que la cena fue muy copiosa y las verduras tan deliciosas, que satisfacían el apetito más voraz. Nunca en mi vida olvidaré las alcachofas […]. Apenas se podía creer que fuera el mismo vegetal que da tantos problemas para cocinar y consumir en otros países”.
La Crueldad Animal
“Los españoles son muy crueles con los animales y estoy intentando enseñarles un poco humanidad. He cogido y escondido los brocales, todos los que he podido encontrar, porque siempre cabalgan con ellos, a grandes golpes, con el consiguiente sufrimiento de las pobres bestias”. Hay algunos aspectos que muestran un claro choque cultural que está más allá de lo puramente anecdótico y que causaba claras muestras de desagrado ante los visitantes extranjeros. Tanto Nicolas Thieblin como Kennett-Barrington dejaron constancia del maltrato animal del que hacían gala los españoles hacia sus monturas y animales de carga.
Arrieros carlistas. The Graphic |
Por su parte Thieblin utiliza un tono más paternalista para tratar el tema: “La brutalidad general de los hombres de Navarra está más allá de cualquier cosa que se pueda imaginar en países más civilizados, y la manera en que tratan a sus caballos será un eterno problema sobre cualquier intento de introducir el servicio de caballería entre ellos. Pero esta brutalidad no es de ninguna manera malvada, es puramente animal, y no les impide en ningún grado ser, en general, un pueblo muy bueno, honesto, y hasta exquisitamente educado,… siempre y cuando seas amable con ellos”.
Fiesta y Diversión
“Qué insensibles son estos españoles. Hoy es domingo y los soldados se han estado divirtiendo jugando a pelota, un juego similar a nuestro “five”. Mientras escribo esto, otros están bailando al son de una guitarra” (Kennett-Barrington tras una batalla). Serán cuantiosas las veces que los autores extranjeros den cuenta del ambiente festivo del que hacen gala soldados y población civil.
Baile en Estella. Álbum Siglo XIX |
Thieblin no dudaba en elogiar a los vascos, caracterizándolo como buenos danzantes, aunque no puede decir lo mismo del componente instrumental que les acompañaba: “[…] el “fandango” vasco puede ser contemplado los domingos ya sea en las plazas especiales dispuestas en cada aldea para la pelota, o en San Juan de Luz, frente al establecimiento de baños. La orquesta consiste, por regla general, en un mal violín y una flauta aún peor. Dos grandes barriles vacíos con dos tablas sobre ellos, dos sillas viejas en estos tablones, y dos malos músicos sobre las sillas, se consideran elementos suficientes para animar la danza. Los sonidos que salen de sus instrumentos son algo horrible; sin embargo, usted puede sentarse durante horas contemplando los gráciles movimientos de hombres y de mujeres”. Y conviviendo ya con los voluntarios carlistas se asombraba del carácter festivo del que hacían gala en todo momento los hombres: “[…] Pero ninguna fatiga ni privación parecía influir de ninguna manera en los voluntarios carlistas. Siempre que no había prohibición, el canto y la risa continuaban todo el día, y cuando había una hora de sobra después de la cena, o antes del anochecer, era seguro que un fandango fuera bailado en algún lugar de la plaza del pueblo […]”. Pero así como el baile parecía gustarle, la instrumentación de las bandas de los batallones y las jotas navarras de los voluntarios era particularmente “terribles” a sus oídos: “[…] hay varias bandas en el ejército carlista, y cada voluntario canta casi todo el día. Pero si la música de las bandas era muy justa, no se puede decir lo mismo de la parte vocal de los conciertos diarios. Las canciones vascas, y especialmente en Navarra y su canto, son algo terribles de escuchar. En la mayoría de los casos son de carácter lamentable, tanto en composición como en ejecución […], mientras que la garganta navarra a veces es capaz de producir sonidos roncos y horribles […] que sacuden todo el sistema nervioso […]".
"Pelotari". Álbum Siglo XIX |
A medida que estos extranjeros se iban empapando del carácter y costumbres de las gentes con la que convivían, no dudaban en sumarse a la fiesta. Kennett reflejó este hecho en una de sus cartas personales: “La noche pasada tuvimos baile “a lo español” con los demás, chasqueando mis dedos al más puro estilo castellano. Así estuvimos hasta la una de la mañana”. Porque trasnochar, era también una costumbre muy arraigada.
Los Ejércitos
“Parecía imposible, incluso con la ventaja del terreno, que estos últimos (los carlistas), dispersos como estaban, y casi sin artillería y caballería, pudieran sostenerse contra el ejército de Concha que los duplicaba en número, y que estaba poniendo en juego ochenta piezas de artillería”. Así relataba Furley el asombro que le producía el ejército carlista durante la batalla de Abarzuza en junio de 1874, desdibujando un estereotipo que parecía campar por Europa respecto a la mala fama que tenían los españoles como soldados.
Tropas Liberales. The Graphic |
Y aspecto de “bandidos” pudiera ser, aunque el calificativo de “cobardes” no se ajustaba a las descripciones que irían realizando los distintos autores. John Furley, a la vista de tropas carlistas en Estella (Navarra), comentaba: “Un sargento o un voluntario británico podría condenar a la mayoría de ellos por su aspecto de bandidos, pero cualquiera que tenga experiencia en ejércitos europeos y oficiales que haya visto la manera en la que pelean o han tenido oportunidad para apreciar su coraje y resistencia, desearía comandar estas tropas”.
Columna navarra carlista. The Graphic |
Tipos carlistas. Álbum Siglo XIX |
De Vascos-Navarros, “su Carlismo” y “sus Motivaciones”
“Como sabes, yo no tengo ningún interés personal en el éxito de ninguna de las dos partes, aparte de admirar inmensamente el coraje y los elevados principios de los soldados carlistas, que han dejado sus casas, sus mujeres, todo, para luchar por una causa que a ellos les parece sagrada. Me dan mucha pena estos valientes campesinos, y más aún cuando caen y no hay nadie para ayudarlos. Estos carlistas son gente decidida y creo que lucharan hasta el final. Es una lástima que sangre y coraje tan esplendidos los malgasten los españoles luchando los unos contra los otros” (Kennett Barrington en carta personal).
Cura predicando a favor de la causa carlista. Álbum Siglo XIX |
Caricatura de la tala del Árbol de Gernika. Revista "La Madeja" |
Irving, por su parte, también destacaba algunas peculiaridades de las motivaciones de estos hombres para entrar en batalla: “El desprecio que todos los vasco-navarros sienten hacia el servicio militar regular, del cual sus fueros siempre los mantuvieron alejados, esta tan arraigado que dudo que alguna vez lleguen a formar regimientos regulares. Cualquier cosa como la disciplina es perfectamente repugnante para ellos, y no serían capaces de obligarlos a dar un paso en nombre del deber militar; pero si logran estimular su orgullo, o hacerles creer que sus servicios son necesarios para la defensa de lo que ellos entienden como la gloria de su provincia, o para la seguridad de sus hogares o de sus privilegios locales, no habrá peligro que estos hombres no afronten”.
Joven carlista. Álbum Siglo XIX |
Otro factor lo constituía la propia tradición familiar, perpetuando la lucha comenzada por sus abuelos. Según Kennett: “No simpatizo realmente con ninguna de las partes, pero me dan pena los soldados cuyo destino es vivir en un país donde, o bien luchan, o son una deshonra para sus pueblos y sus familias. Cuando hieren a un hombre ya es demasiado tarde para preguntarle si estaba justificada la lucha”. Pero independientemente de la justificación, la presencia en los batallones carlistas de jóvenes de apenas 16 años parecía ser una realidad. John Furley relataba así la llegada a filas de dos muchachos: “De repente aparecieron dos niños pequeños, uno de catorce años, el otro diez. Su padre estaba en el ejército carlista, y se habían escapado de su madre en Pamplona, sin darle ninguna advertencia, con el propósito de ofrecer sus servicios a Don Carlos. Llevaban tres días en el camino. El más joven estaba muy cansado, y fue vencido por las preguntas que se le hicieron. Sus lágrimas y sollozos demostraron que, en aquel momento hubiera preferiría estar en casa. El mayor, un muchacho hermoso y guapo, estaba lleno de coraje; y uno o dos oficiales, incluido, por supuesto, Montrosey, prometieron que sería ser aceptado como corneta. Por su vestimenta y modales, era evidente que los pequeños compañeros pertenecían a una familia de buena posición. Un viejo cura me comentó: Mientras haya tales reclutas, la causa de don Carlos perdurará”.
Diferenciación Provincial del Ejército Carlista
“Todos tienen un fondo religioso, de a amor a las libertades y fidelidad a Don Carlos. Pero aparte de esas condiciones, existen unas peculiaridades, con referencia a la región de la que son nativos. Así por ejemplo los guipuzcoanos luchan por su odio a los liberales, que quemaron sus casas, pero no les interesa ir a defender Estella o sitiar Bilbao, son perfectos guerrilleros a los que les gusta luchar tras la rocas y en los desfiladeros, pero no en las batallas de grandes desarrollos y maniobras” (George Mac-Graham).
Uno de los jefes de la partida castellana de "los Hierro" |
Voluntario carlista y lancero navarro. www.euskomedia.org |
George Mac-Graham en sus crónicas también incluía a los batallones castellanos que al igual que cántabros, asturianos, aragoneses y riojanos, formaban parte del Real Ejército del Norte: “Los vizcaínos luchan bien en campo abierto, son muy apegados a su terruño, van con sacerdotes, pero quizá pecan de fanatismo y fieros en la lucha. Los alaveses son apacibles, fríos y serenos, luchan con coraje y en recuerdo a sus viejos fueros. Los castellanos sufridos, fieles y los primeros en la pelea con el arma blanca. Los navarros son la verdadera imagen de lo que eran los Highlands, en tierra de Escocia, en el siglo XVIII; en Navarra los habitantes de las montañas y de las ribera, se les ve que aman la lucha; sus mujeres y madres los empujan a ellos, y los reverendos sacerdotes bendicen la guerra santa contra los odiados “guiris”. Cuando los republicanos entran en los pueblos las jóvenes y las ancianas no ocultan su desprecio por ellos y su antipatía por los negros. Yo digo una cosa para el futuro, navarra seguirá siendo carlista aunque se pierda la guerra, o aunque desapareciera Don Carlos y toda su familia. Estos navarros son fuertes, cabezotas y obstinados, luchan como demonios cuando se enfadan y no siempre es fácil mantenerlos en sus trincheras, cuando las columnas enemigas avanzan al ataque; éstos son los mejores soldados de Don Carlos”.
Por su parte Kennett-Barrington parecía mostrar una sincera admiración por los batallones castellanos y en sus cartas relataba la presencia de heridos de estas fuerzas en el monasterio de Iratxe: “Debo decirte que algunos pertenecen a familias que viven al otro lado del Ebro, están completamente incomunicados de sus familias. Generalmente pertenecer a los Batallones de Castilla, que reciben escasa o ninguna paga, y debido a esto son muy pobres”. Siendo los batallones sostenidos económicamente por las diputaciones provinciales carlistas, aquellos territorios que se encontraban en su mayor parte en zona liberal, encontraban serias dificultades para hacer llegarles suministros, material y dinero a sus hombres. Por lo tanto, muchos de los escritores se fijaron en la abnegación de esos voluntarios que luchaban lejos de sus tierras de origen.
Envidias y Rivalidades
Pero la diferenciación entre provincias y regiones de la España del XIX iba más allá de la capacidad de lucha o adhesión a uno u otro bando. Muchos de los escritores expresaron un claro componente negativo respecto a la diversidad que encontraban y la falta de cohesión, incluso dentro del mismo bando, siendo Thieblin el que más extensión dedica a sus escritos al tema: “Con el giro que han tomado las cosas en el presente siglo: Andalucía, Cataluña, Navarra, las provincias vascas, etc., se han vuelto casi tan extrañas como Irlanda a Inglaterra, o las provincias italianas a Austria; y cuando los hombres tomados de estas diferentes provincias se juntan en un regimiento, la discordia interna en ese cuerpo es inevitable […]”.
Voluntarios Vizcaínos. Álbum Siglo XIX |
También la rivalidad hacía presencia dentro de los batallones. Al comienzo de la contienda escribía Thieblin que: “La provincia de Vizcaya tenía diez batallones, de los cuales ocho estaban compuestos de voluntarios Vizcaya y dos de castellanos; tenían también dos cañones y estaban bajo el mandato del general Velasco. Eran los mejor equipados y los más disciplinados pero los navarros y los guipuzcoanos decían que los vizcaínos no estaban en condiciones de luchar. No he podido comprobar la verdad en esta acusación, ya que nunca vi a los hombres de Vizcaya bajo el fuego, pero creo que la laxitud y apariencia descuidada de los hombres de Navarra y Guipúzcoa tenían mucho que ver con su aversión a los limpios y pulcros voluntarios de Vizcaya”.
La Oficialidad Carlista
Otro componente que llamaba la atención era la oficialidad carlista y de las notables complicaciones que encontraban en la regularización de la actividad de los voluntarios. La gran mayoría de jefes de batallón y oficiales superiores se correspondían con militares de carrera, muchos de ellos curtidos en anteriores conflictos; pero los voluntarios quedaban, por lo general, al mando de guerrilleros que habían levantado las partidas en 1872 y 1873, y que habían sido reconvertidos en oficiales de los propios muchachos con los que se habían “echado al monte”. Esto confería al ejercito carlista una “familiaridad” entre soldados y oficiales, que no terminaba de ser del agrado de todos los observadores. Según opinaba Agustus O’Shea: “Había demasiada familiaridad hacia los superiores; la base carecía de ese temor y respeto por los oficiales que son el cemento más fuerte del tejido militar. Esto se explicaba en parte porque los oficiales no estaban por encima de los hombres en posición social, y en parte, porque fue aceptado cualquier caballero emprendedor que compró trenzas de oro y borlas, llevaba una espada y se consideraba oficial así mismo”.
Oficial carlista. Àlbum Siglo |
Respecto a los grandes generales, parece que Thieblin, siempre tan crítico con todo lo español, hacía la siguiente descripción del general Joaquín Elío: “Ha vivido muchos años exiliado en Francia, Italia e Inglaterra, y ha adquirido un conocimiento profundo de las instituciones de esos países. Es imposible que alguien se parezca más a un viejo inglés que el general cuando viaja con su pasaporte inglés y con su paraguas, polainas, sombrero de fieltro y artículos similares, casi todos marcados con los nombres de los fabricantes londinenses”. Y continúa: “Tampoco el general parece un militar, y tan poco español es su aspecto y modales, que si no hubiéramos sido acompañados en nuestro viaje por los tres voluntarios, ciertamente habríamos sido detenidos varias veces por sus propias fuerzas”.
Pero algunos oficiales carlistas estaban llamados a ser por "juventud y elegancia" uno de los estereotipos románticos por excelencia. Según recoge el mismo Thieblin: “[…] un hombre alto, delgado, de aspecto caballeroso, de unos veinte cuatro años, con una espada a un lado, un revólver en el cinturón, una insignia de plata que colgaba de su hombro, y una borla de plata que dependía de una boina escarlata, la gorra del país, apareció en la puerta de la diligencia, se inclinó y pidió nuestros papeles. Los echó un vistazo, como un guardia de ferrocarril que se encargaba de los billetes, preguntó si llevábamos armas o contrabando, y al ser contestado negativamente, nos dio un gesto educado: "Vayan con Dios", e hizo un gesto a conductor que podía pasar. Mientras galopábamos, todos los ojos se dirigían hacia el desconocido; caminaba tranquilamente por un campo hacia una colina, dos campesinos equipados con rifles pegados a sus talones”. Ante un comentario despectivo de uno de los viajeros importunado por esta detención, las mujeres en el carruaje no dudaron en salir en defensa del “apuesto” oficial: “-Y ese oficial, estoy seguro, era muy amable y parecía un D'Artagnan tan caballeroso y guapo -añadió una de las damas-“.
Retazos de una Guerra Civil
“A menudo, al atravesar las aldeas del Norte, mi atención era atraída por algunas mujeres, o niños, cuya apariencia, llena de dolor y desesperación, era realmente impactante; y casi invariablemente resultó, en investigaciones, que el padre o el hermano de la tan desafortunada mujer estaba en las filas carlistas, mientras que su marido, y el padre de sus hijos, estaba en las filas republicanas, y ahora tenían que luchar entre sí en el mismo pueblo, tal vez cerca de la misma casa en la que habían vivido antes juntos” (Nicolas Leon Thieblin).
Noticias del frente. The Graphic |
Thieblin, alejado siempre de “lo políticamente correcto” y tomando claro partido por el ejército carlista: “[…] esperar que los montañeses semisalvajes (carlistas) sean más crueles que los ejércitos bien disciplinados es en teoría, razonable; pero por lo que he visto, debo confesar que me sorprendió la comparativamente pequeña cantidad de crueldad exhibida por ellos. De hecho, los soldados republicanos eran incomparablemente más brutales y violentos que los carlistas, y la explicación es bastante clara. Mientras los primeros estaban empeñados en la exterminación de su enemigo, los segundos tenían órdenes estrictas que les daban sus jefes de ejercer todo el esfuerzo en tratar al enemigo con la mayor amabilidad posible, con el fin de ganar su simpatía y hacerle desertar”. Pero la realidad de la guerra era tozuda y aun asumiendo que también los carlistas tomaban parte en actos de represalias, Thieblin amparaba dichas acciones, destacando muy negativamente las actuaciones de miqueletes, voluntarios por la libertad y otros cuerpos de milicias liberales: “Pero esas monstruosidades son, rara vez perpetradas por los carlistas, siendo más frecuentes en el lado republicano […]. Pero la justicia exige también añadir que las tropas regulares republicanas no son tan malas en este aspecto como los llamados Migueletes, Voluntarios de la Libertad y otros cuerpos de milicias similares”. De hecho, otro escritor como Furley comentaba alguno de los desmanes perpetrados por estas tropas a las afueras de Bilbao una vez levantado el Sitio de la ciudad en mayo de 1874: “En el camino, mi atención fue atraída por los numerosos fuegos en las afueras de la ciudad, y, mirando a través de mis prismáticos, vi claramente a una banda de los Voluntarios de la Libertad dedicados a quemar dos casas en la colina”. Por su parte el irlandés O’Shea explicaba las razones del odio de los carlistas hacia los miqueletes: “[…] Eran valientes y leales a la República, y objeto de profundo rencor por parte de los “Chicos” (carlistas), pues eran vascos de las ciudades. Muchos de estos milicianos provinciales habían venido de los pequeños pueblos, donde corrían el riesgo “de ser comidos por los muchachos (carlistas), […]”. Lo cierto es que los carlistas no sentían ningún aprecio, ni por los miqueletes, ni por sus familias. Elio comentaba a Thieblin: “-Por supuesto -continuó, volviendo a este tema una y otra vez-, no puedo responder por accidentes ocasionales que pueden ocurrir de vez en cuando. Un jefe de una partida puede capturar a unos milicianos (Miqueletes) contra los que los carlistas están particularmente enojados porque son voluntarios, no son soldados "a la fuerza". Estos hombres pueden ser asesinados a veces, sin o con la sanción del comandante de la banda […]”.
Oficiales revisando documentos. Álbum Siglo XIX |
Con la formalización del ejército carlista y el comienzo de las grandes campañas, aquellos que trabajaban en el ámbito de ayuda humanitaria dieron cuenta de los resultados de las batallas. Así describía Kennett-Barrington lo ocurrido tras la batalla de Lacar: “Uno se puede hacer una idea de la ferocidad del combate cuando puedo confirmar, que en los dos días siguientes se enterraron más de 950 soldados del Gobierno, la mayoría de ellos muertos a la bayoneta. Algunos de los pobres muchachos evacuados a Irache habían recibido más de 8 estocadas de bayoneta, y casi todos tenían más de una herida”. En otra carta dejará recogida la siguiente frase: “Es una pena pensar que tantos de estos jóvenes están destinados a ser carne de cañón, especialmente en una guerra civil”.
Traslado de heridos. The Graphic |
De hecho a Thieblin le llamó la atención el trato que recibían los fallecidos: “La manera en que son enterrados los cuerpos de los muertos es perfectamente repugnante para un hombre acostumbrado a ver éste deber realizado con cierta reverencia; pero es bien sabido que en España no hay nada que valga menos que un hombre muerto, por lo que la costumbre es que el cuerpo perfectamente desnudo, sin más ceremonias, se tiré a una zanja de ataúd que ha servido el mismo propósito en un buen número ocasiones, y probablemente lo hará en muchos más”. Y concluye: “debe considerarse más bien una costumbre nacional que cualquier otra cosa”.
Mujeres cuidando de un herido. Álbum Siglo XIX |
En ocasiones el odio dejaba paso a cortos periodos de confraternización. Kennett recogió la siguiente anécdota en una de sus cartas tras las batalla de Marzo de 1874 en la Campaña de Somorrostro: “[…] las líneas carlistas estaban en una ladera cercana y los voluntarios carlistas bajaron a hablar con los soldados del Gobierno donde estábamos y a buscar agua. Era curioso ver a los soldados como buenos amigos y hablando de acontecimientos pasados y futuros; discutiendo sobre sus respectivas raciones, el vino, etc., y cada uno intentando hacer desertar al contrario. Los oficiales son extremadamente educados y nos explicaban todo”.
Confraternización tras la batalla. Álbum Siglo XIX |
Pero las diferencias prácticamente dejaban de existir cuando de heridos se trataba. Según John Furley: “[…], los heridos son generalmente amistosos entre sí, sin importar cuál sea su partido. Los españoles siempre hablan de política, pero lo hacen de manera conciliadora y sin ofensa grave a sus respectivas sensibilidades”. También Kennett puso de manifiesto esta hermandad entre hombres convalecientes: “Pasé de nuevo a Logroño para recoger a nueve soldados republicanos heridos que habían estado en este hospital durante más de cuatro meses y que se habían restablecido lo suficiente para viajar. Fue un viaje interesante: los soldados carlistas de Los Arcos fueron muy amables con sus enemigos heridos. Les daban vino, cigarros,… y todos se dieron la mano afectuosamente al separarse. […]”.
Tampoco faltaron extraños pactos de “no agresión”, incluso en momentos de fuego real. Irving permanecía atónito cuando un artillero liberal le confesó lo siguiente respecto al intercambio de proyectiles que tenía lugar de forma asidua entre el fuerte de San Marcial y una posición carlista cercana: “Vacilando un instante, me aseguró en un susurro -Que, como todos eran hermanos y no políticos, y no estaba muy claro qué condición podía ser, patrióticamente hablando, la mejor para el país, había un entendimiento mutuo de forma que los proyectiles debieran, en cada caso, no alcanzar una marca o en su defecto excederla de forma considerable-”.
Mantillas "negras y Blancas". Lámina de Irving Montagu |
Pequeña Conclusión
“Sin duda tendré mucho que aprender en el nuevo y maravilloso mundo creado por los esfuerzos del genio anglosajón. Pero en medio de todos los esplendores y milagros de la industria, las reminiscencias de la España semi-salvaje volverán con frecuencia a mi mente como otros tantos y maravillosos sueños del pasado”. Debemos a la pluma del corresponsal Nicolas Leon Thieblin, hijo de legitimistas franceses que pasó una parte de su vida en la Rusia zarista para finalmente afincarse en Estados Unidos, el párrafo con el que cerramos esta entrada al blog.
Calle de Estella. The Graphic |
Lo más curioso, es que trascurrido más de un siglo, hay determinados elementos reflejados en estos libros, cartas y crónicas que parecen pertenecer a nuestra propia idiosincrasia; como si de algún modo u otro, nuestra sociedad siguiera bebiendo, una y otra vez, de las mismas fuentes. Porque…. “Spain is different”.
A Modo de (Auto)Crítica
Spain and the Spaniards (1874) de Nicolas Leon Thieblin; Aventuras de una Gentelman en la tercera Carlista (2007), donde Francisco Javier Caspistegui recoge las cartas que Vicent Hunter Kennett Barrington escribió en las tres expediciones que realizó a España entre abril de 1874 y mayo de 1876. Romantic Spain: A Record of Personal Experiences (1887) de John Agustus O’Shea; Wanderings of a war-artist (1889) de Irving Montagu, Among the Carlists (1876) de John Furley y Un corresponsal en España (2009) de Enrique Roldan que recopila las crónicas del George Mac-Graham entre 1873 y 1874, representan tan solo un ejemplo de la mucha y diversa literatura extranjera que puso su foco en la última Guerra Carlista.
Ésta bibliografía que se ha tomado como referencia en el presente trabajo es una pequeña selección de elementos, en origen redactados en inglés y/o de material fácilmente accesible digitalmente, y que a buen seguro adolece de un componente subjetivo a la hora de seleccionar los distintos fragmentos que estructuran esta entrada al blog, así como posibles deficiencias en la traducción.
Han quedado fuera una infinidad de autores y documentos escritos en inglés, francés, alemán o incluso polaco, donde a buen seguro se reflejan otras, o tal vez, parecidas visiones del conflicto carlista, su imaginario y ámbito geográfico; siendo obligatorio recordar que la Guerra Carlista tuvo más focos de insurrección que el denominado "Norte", cada uno con sus particularidades.
Ésta bibliografía que se ha tomado como referencia en el presente trabajo es una pequeña selección de elementos, en origen redactados en inglés y/o de material fácilmente accesible digitalmente, y que a buen seguro adolece de un componente subjetivo a la hora de seleccionar los distintos fragmentos que estructuran esta entrada al blog, así como posibles deficiencias en la traducción.
Han quedado fuera una infinidad de autores y documentos escritos en inglés, francés, alemán o incluso polaco, donde a buen seguro se reflejan otras, o tal vez, parecidas visiones del conflicto carlista, su imaginario y ámbito geográfico; siendo obligatorio recordar que la Guerra Carlista tuvo más focos de insurrección que el denominado "Norte", cada uno con sus particularidades.
Agradecimientos: Agradezco a Andrew sus recomendaciones que han servido para mejorar el fondo de esta entrada.