domingo, 29 de septiembre de 2019

El Real Fuerte de Peña Plata: Prólogo y Epitafio de una Guerra

Entrada Actualizada: 29/12/2019

Entrando por Peña Plata,
por allí ha de venir,
el Rey por el que los carlistas,
debemos combatir...
(Vieja canción carlista)

Real Fuerte de Peña Plata (Archivo General de Navarra)
Tomado de Euskalherriko Forteak
Entre las navarras comarcas de Bortziriak y Baztan, y la labortana comuna de Sara, se alzan los 756 mestros de la accidentada y rocosa cima del Arxuria, también conocida como Peña Plata. Este “mugarri” de la frontera internacional se encuentra enclavado en un paisaje de referencia pintoresca del medio rural vasco-navarro de montaña, constituyendo un paraje idílico donde la paleta de “verdes” se antoja infinita.

Aquí, donde el Viejo Reyno se plaga de bordas y milenarios pastizales, donde las brumas y nieblas parecen pegadas al suelo y los bosques muestran vetustas hayas desmochadas y centenarios robles, se alzó el que fuera denominado Real Fuerte de Peña de la Plata (El Cuartel Real, 21-04-1874).

Como zona de frontera internacional, aquellos que hicieron del contrabando su medio de vida, siempre encontraron en estos singulares parajes un lugar perfecto para el desarrollo de sus clandestinas actividades. Tampoco faltaron ejércitos, especialmente en aquellos lejanos conflictos de finales del XVIII y principios del XIX, que hollaron sus piedras y praderas; pero no será hasta el comienzo de la última guerra carlista cuando Arxuria se convierta, por méritos propios, en un elemento de referencia.

En sus comienzos no pasó de ser un refugio para los carlistas; una guarida donde pasar el largo invierno que supuso la derrota de Oroquieta. Sin embargo, a medida que trascurrió el año 1873, el esfuerzo de picos y palas mejoraron las duras condiciones de vida de los habían tomado aquellos altos como su morada. Con unos fosos perimetrales se delimitó una exigua fortificación de campaña que basaba su salvaguarda, más que en la potencia de sus defensas, en la certeza de encontrarse en territorio simpatizante con su causa y, con sus flancos protegidos por la frontera internacional. En su punto más alto, se desplegará una gran bandera cuyo mensaje será claro: “en estos parajes no gobierna república, ni manda rey que no sea D. Carlos”.

La fortificación, bautizada con el pomposo nombre de “Real Fuerte de Peña Plata”, sirvió al carlismo como refugio, germen de un ejército, almacén, fábrica, asentamiento de diputaciones forales “a guerra”, cárcel e incluso imprenta de su máximo órgano propagandístico. Pero su principal objetivo fue el de mantener abierta una puerta de entrada de suministros, materiales y armas. Hasta su caída, ya en el final de la guerra, el fuerte de Peña Plata se mantuvo en la retaguardia del Estado Carlista, pudiendo ser considerado como un gran baluarte del contrabando.

Refugio

Según Anton Arrieta describe en su libro “Euskalherriko forteak”, Arxuria ya había sido ocupado transitoriamente durante la Guerra de la Convención y en la Guerra de la Independencia, especialmente durante esta última cuando sirvió de base para tropas británicas en lucha con unas huestes napoleónicas ya es desbandada. Sin embargo, no será hasta la última guerra carlista cuando se construya el fuerte cuyos restos son aún en día visibles.

Arxuria y sus aledaños era ya un territorio bien conocido por los contrabandistas y conjurados carlistas a principios de 1872. Sobre la frontera internacional, al resguardo de ojos indiscretos, fue utilizado como punto de concentración de las fuerzas sublevadas que habían respondido a la orden de alzamiento del 14 de abril de 1872.

Eustaquio Diaz de Rada.
Modificado de Biblioteca Foral de Bizkaia
En la noche del 21 al 22 de abril, Eustaquio Diaz de Rada, proclamado por Carlos VII “Comandante de las Fronteras y Capitán General de Navarra y Provincias Vascongadas”, había atravesado la frontera navarra junto a 15 oficiales para coordinar y armar a los distintos grupúsculos de voluntarios que se habían echado al monte. Algunas de esas armas eran transportadas por esforzados contrabandistas y voluntarios que las acarreaban consigo en pesados fardos en aquella noche de conjuras, mientras que una sustanciosa parte yacían escondidas “en el monte llamado de la Plata”. Rada escribirá que “tenía prevenido al coronel Azpiazu y comandante Balda que con los navarros, alaveses y guardias civiles emigrados que bajo sus órdenes debían concurrir a recibir el armamento depositado por el Señor Zabalza en el monte llamado de la Plata, entre Sara y las Palomeras”.

Como primer paso para dominar el “País del Bidasoa”, aquella minúscula fuerza debería de ser suficiente para converger en el pueblo de Vera y desalojar a la escasa guarnición liberal allí destinada. Sin embargo, la descoordinación inherente a los primeros momentos sumió a Rada en una deriva de incertidumbres: aquella noche fue imposible complementarse con los carlistas guipuzcoanos que encabezaba el diputado foral Miguel Dorronsoro Ceberio, mientras que otras partidas nunca llegaron al punto convenido por diversos motivos. Sabiendo que el tiempo corría en su contra y, sin completar las fuerzas que consideraba necesarias para atacar con éxito Vera, Rada dejó atrás el pintoresco pueblo, refugiándose en los altos que servirán posteriormente de baluarte a los chicos del cura Santa Cruz.

Desde los caseríos de Aritxulegi, Rada escribirá misivas dando cuenta de sus actividades al alto mando situado al otro lado de la frontera y a su expectante Rey, ávido de noticias y datos de la marcha del levantamiento. En sus frases trascenderán diferentes justificaciones para dar cuenta del desbaratamiento de los meticulosos planes, mientras le llegaban noticias del aparentemente escaso eco del alzamiento en las provincias forales.

Abrumado por las circunstancias, Rada retornará a Francia, dejando huérfano de comandante general a las partidas que debían converger bajo su estandarte. Pero Carlos VII no estaba dispuesto a volver a repetir los sonoros fracasos de 1869 y 1870. En un intento de dar un impulso al levantamiento y enardecer los ánimos de sus voluntarios, cruzará la frontera sin escuchar recomendación alguna,  dispuesto a asumir el control de sus todavía inexistentes ejércitos.

No le faltaba razón a Rada en algunos aspectos, ya que las provincias forales se habían sumado al levantamiento con desigual fortuna. Álava había aglutinado sus hombres en torno a la figura de Francisco Sáenz de Ugarte, con una fuerza de unos 2500 hombres, pero con una exigua cantidad de armas, que ascendía a 200 fusiles y 200 escopetas. Guipúzcoa había perdido a su hombre fuerte, con un Dorronsoro que incapaz de reunir a sus partidas, había vuelto a Francia quedando los voluntarios de la provincia sin mando, ni dirección, desmovilizándose muchos de ellos. En la Navarra que esperaba impaciente la entrada de su rey, los voluntarios se agrupaban en el intento de protegerle, pero faltaban fusiles. Únicamente el Señorío de Vizcaya parecía mantener una fuerza organizada en batallones a cargo de una “diputación foral a guerra”. Aun así, “faltaban armas; las municiones escaseaban ya notablemente, no había ropa de abrigo para los voluntarios, ni calzado, ni prendas de uniforme; el espionaje se pagaba del bolsillo de los Diputados, y no se podía dar a la gente el plus ofrecido, ni socorro alguno por carecer en absoluto de fondos”.

A pesar de todo el Pretendiente cruzará la frontera llegando a Vera el 2 de mayo. El diario madrileño El Combate había señalado que había sido precisamente en Peña Plata donde “se distribuyeron carabinas a los mozos del Baztán que debían proteger la entrada del pretendiente”. Sin embargo, dos días después, sus mal armadas tropas navarras son completamente dispersadas en el pueblecito de Oroquieta: “La facción mandada por el titulado Carlos VII completamente derrotada. Tenemos cientos de prisioneros, que no se pueden contar pueden contar porque el combate ha terminado de noche. Nuestros bravos soldados han tomado a la bayoneta el pueblo y por asalto las casas”.
Acción de Oroquieta. Modificado de Biblioteca Foral de Bizkaia

D. Carlos consiguió esquivar el cerco, volviendo a Francia al galope. Sin rey, sin jefatura, sin dinero, sin armamento, el oficial cántabro Fulgencio Carasa se hizo cargo de los restos de las partidas navarras que habían quedado abandonadas a su suerte, marchando a la vecina Guipúzcoa a solicitar ayuda. Pero tras una postrera acción combinada con las fuerzas vizcaínas en Oñate, los pocos sublevados guipuzcoanos que se mantenían en armas, literalmente se volatilizaron. Tras una desalentadora reunión en el barrio de Araoz, el comandante Carasa retornó a tierras navarras sin los recursos necesarios y tras alguna escaramuza disuelve su mermado grupo para seguir el mismo camino que Rada, Dorronsoro y otros tantos. Mientras, los vizcaínos, desmoralizados por el cariz de los acontecimientos, volvieron a su tierra en una penosa jornada que lleno sus filas de deserciones y prefirieron pactar su rendición en Amorebieta el 24 de mayo 1872.

El fracaso de la “primavera carlista” de 1872 fue relativo. La desaparición de los grandes contingentes de hombres permitió que se mantuviera la llama del alzamiento bajo el paraguas del sistema de guerrillas. La compleja situación política-militar del momento permitió que las pretensiones de Carlos VII se vieran defendidas por un elenco de carismáticos jefes de partidas. El ejército liberal, enquistado en un inefectivo sistema de lentas columnas y pequeños destacamentos encerrados en pueblos y ciudades, se verá incapaz de frenar a los grupos que califican, despectivamente, de “latro-facciosos”.

“Santuario”

En torno al “País de Bidasoa” se crearán dos “santuarios” carlistas. Francisco Hernando escribirá años después: “En aquellos tiempos en que no teníamos dominado el país, ni fortificado ningún pueblo y en que las columnas enemigas todo lo recorrían, teníamos, sin embargo, dos puntos fuertes por naturaleza, que aprovechábamos en grande para la guerra; estos puntos eran Arechulegui y Peña-Plata. Más importante que Arechulegui era la otra fortaleza, Peña-Plata, por la circunstancia de estar en la misma raya de Francia situada y ser de más difícil acceso”. Será a partir de ese momento, cuando el topónimo de “Peña Plata” comience a ser un referente de los columnistas de época como un elemento de importancia crucial para el sostenimiento del levantamiento carlista.
Localización de Peña Plata y Aritxulegi. Modificado del Google Earth

Nicolas Leon Thieblin, por aquel entonces corresponsal del New York Herald, hará mención del valor estratégico de Peña Plata, ligándolo a la actividad de contrabando de armas y pertrechos que se realizaba en la cercana población navarra de Urdax: “Desde el punto de vista militar, Urdax es un lugar imposible de defender, dado que ninguna fuerza puede sostenerse allí con el ataque de un enemigo que ocupe las alturas de los alrededores. Pero los carlistas, siempre confiando en sus buenas piernas y sus penetrantes ojos, seleccionaron el pequeño pueblo como uno de sus complejos favoritos. Estaba al alcance de los contrabandistas que pasaban armas y municiones por la frontera, y esto era suficientemente para hacer del indefendible pueblo uno de los puntos de partida más importantes de las operaciones carlistas. Cada vez que se acercaba el enemigo, los voluntarios de Carlos VII destacados en la aldea subían a las colinas para enfrentarse a ellos si se sentían lo suficientemente fuertes; de lo contrario, marchaban a lo largo de la frontera francesa a Peña Plata y a otros refugios de montaña inaccesibles”.

Fuerte

No tardará demasiado tiempo en establecerse una guarnición permanente en Arxuria, dotándola de unas condiciones mínimas para su habitabilidad. A decir de partes oficiales liberales, en marzo 1873 comenzaban las obras de fortificación en Peña Plata sin grandes interferencias por parte de las columnas liberales que parecían no desear entrar en confrontación en una situación desventajosa: “La columna de Maldonado llegó una vez a Zugarramurdi con ánimo de atacar a Peña-Plata, guarnecida solo por la partida navarra que mandaba el comandante Martinez y la escolta de la diputación de Guipúzcoa que mandaba don Manuel Velez, pero después de pasar cuatro días, no se atrevió a lanzarse al ataque por no exponerse a una derrota segura”.

Algunos diarios de Madrid, como "La Iberia", se mostrarán notablemente críticos con la aparente inoperancia de las tropas gubernamentales frente a los trabajos de fortificación en Peña Plata, cargando sus tintas en contra del general Ramón Nouvilas Rafols como General en Jefe del Ejército del Norte. En su número del 29 de mayo de 1873 se pregunta el columnista: “El general Nouvilas […] dice en una carta que ha escrito a Madrid con fecha 24 que hace tres meses que los carlistas se están fortificado en Peña de la Plata. Pues ¿qué ha hecho el general en jefe en tanto tiempo como lleva de jefatura?”.

Tropas liberales. Modificado de Biblioteca Foral de Bizkaia
Pero el alto mando del ejército liberal parecía haber desdeñado desde un inicio la utilidad de la posición carlista en Peña Plata, no estando dispuesto a perder hombres ni material, en el asalto a una fortificación que a decir de Saturnino Gimenezcarecía de importancia estratégica, […] ya que dicha posición solo puede servir de algo como punto de refugio sobre la frontera”.

Sin injerencias por parte del ejército enemigo, los carlistas habían encontrado un lugar perfecto de salvaguarda, además de un punto clave para facilitar el contrabando, como contará Francisco Hernando: “El gran servicio que hacía Peña-Plata a los carlistas, era favorecer el contrabando de guerra. […]; de ella salían todas las noches diez a doce hombres ágiles, resueltos y conocedores del país, que bajando por los peñascos se internaban en Francia, recogían fusiles y se volvían con ellos sin que nadie los viera. Así entraban cada noche de diez a doce armas, y así, aunque el gobierno francés se empeñase y multiplicase sus agentes, no conseguía evitar el contrabando”.

La acumulación de tropas y materiales pronto precisó el aumentar los sistemas de defensa y habitabilidad del lugar. Según publicará el diario "El Pensamiento Español", en junio de 1873 las obras de fortificación no fueron improvisadas, sino que respondieron a una comisión de prohombres que incluían a los máximos representantes de las Diputaciones “a guerra” de Guipúzcoa y Navarra: “El general D. Joaquín Elio, ministro de !a Guerra, fue el que pensó en las fortificaciones do Peña Plata, reuniendo para ello en una comisión a los señores D. Miguel Dorronsoro, como representante de Guipúzcoa, D. Joaquín Marichalar, representante de Navarra, y el valeroso y distinguido comandante del ejército carlista, D. Angel Martínez. Este levantó el plano de todos los trabajos, auxiliado por el ingeniero D. Gervasio Unsain, y por los señores diputados, que además proporcionaron los recursos.

Hoy Peña Plata es una posición inexpugnable, con caminos cubiertos y bien defendidos, con un cuartel en que se albergan cómodamente 400 hombres, con una gran cárcel, varios fortines y un polvorín, con magníficos manantiales de agua potable, almacenes de víveres, etc., todo perfectamente combinado. Los soldados han trabajado sin cesar, muy convencidos de la importancia da esos trabajos. Los jefes y los oficiales se han convertido en sobrestantes, soportando todas las fatigas, y distinguiéndose entre todos Dorronsoro, por su enérgica resolución y por la fortaleza con que ha resistido la intemperie por semanas y semanas”. Por último, en su zona más alta se levantó “un torreón en el que siempre estaba enarbolada la bandera real”, que hizo las delicias de legitimistas.

Artillería. Modificado de Biblioteca Foral de
Bizkaia. 
Como todo buen fuerte que se preciara, el sistema de defensa se completó artillando el complejo con dos cañones. El primero de ellos llegó de la mano del llamado a ser máximo responsable de la entrada de armas del ejército carlista, D. Tirso Olazabal. Como él mismo relata en sus memorias: “Durante la estancia de la Diputación de Guipúzcoa en la Peña de Plata, un amigo mío que habitaba en Bonncase, Monsieur Laborde, puso a mi disposición un pedrero procedente de un buque que naufragó en la desembocadura del Adour. Acepté su ofrecimiento con entusiasmo, pensando en el efecto que haría la noticia de que teníamos una pieza de artillería en el fuerte de la Peña de Plata. El transporte del cañón desde el Boucau a la frontera de España se hizo con gran facilidad y economía. Ocultamos el terrible pedrero que tanto ruido había de meter (sobre todo en los periódicos) bajo un cargamento de heno, y caminando sin excitar la menor sospecha, llegó el carro a la frontera y el cañón a tan elevada posición a la que iba destinado”. El propio Tirso se tornará notablemente irónico respecto a las pretensiones defensivas de este vetusto cañón marinero de avancarga.

Del otro cañón no hay muchas noticias, y al igual que el que aportó Tirso, parecía también más encaminado a "adornar" que a defender. El oficial Antonio Brea hablará sobre la presencia de artillería de "calibre irregular" en el ejército carlista comentando: "Sólo existió uno de calibre irregular, de hierro, forjado por un antiguo maestro de la Fábrica de Trubia, y que apenas tuvo ocasión de probarse por hallarse mal centrado. Otro había también en Peñaplata, y otro en Vera, para calibrar proyectiles".

Inauguración

Para finales de mayo de 1873 la primera gran fortificación carlista de la última confrontación, el Real Fuerte de Peña Plata, estaba finalizada. Ante el estupor liberal en Madrid, no contentos los carlistas con fortificarse en un risco de la frontera internacional, artillarlo y hacer ondear una bandera que desafiaba al estado nacional imperante, tuvieron que hacerse eco de los festejos que el 1 de junio se realizaron para celebrar la finalización de las obras. Nicolas Thieblin relatará: “Era natural que un bastión de estas características tuviera una importante repercusión y que algún tipo de festejo tuviera lugar al finalizar las obras. Y así ocurrió. La ceremonia de consagración del fuerte, y de izar la bandera en su primera fortaleza, fue todo un acontecimiento entre los carlistas en Urdax, Zugarramurdi y alrededores. Se celebró una gran misa, se pronunciaron discursos, se dispararon cañones durante todo el día y se ofreció un banquete para el cual se trajeron vino y provisiones de Bayona y San Juan de Luz, y tan libremente los oficiales disfrutaron de estos lujos, que los rastros de la fiesta se notarían incluso al día siguiente, en el aspecto de algunos de ellos”.

Más detallista se expresará el tradicionalista diario "El Pensamiento Español" en su tirada del 13 de junio, a la hora de relatar lo ocurrido: “A las ocho de la mañana de la fiesta de Pentecostés, 500 hombres, arma al brazo, esperaban la Misa que iba a celebrarse en lo alto del monte. Momentos después acudía un brillante estado mayor, formado por los marqueses de Valdespina, Hormazas, Caeng (Caning), Gantes, los condes de Alcántara, Sevini, Hurcosurt, varios otros títulos, el general Gamundi y un gran número de oficiales. La misa empezó a las siete en punto, anunciada por salvas de artillería. Después de la misa, que se oyó con un recogimiento que prueba la fe de estos cántabros altivos y valerosos, se bendijo una magnifica bandera, que el comandante Martínez recibió arrodillado de manos del sacerdote. Entonces el marqués de Valdespina pronunció una elocuentísima alocución, preguntándoles a los voluntarios si estaban dispuestos a jurar que verterían en defensa del rey hasta la última gota de su sangre, y 500 poderosos pulmones, clamaron: ¡Lo juramos! voz repetida de montaña en montaña por los ecos. Al llegar al pie de la columna en que iba a enarbolarse la bandera, los generales Valdespina y Gamundi cruzaron sus espadas; y el primero, dirigiéndose a Martínez, le dijo: «Comandante, nuestro rey Carlos VII me ha encargado que le confíe a Vd. esta bandera y el fuerte de Peña-PIata: ¿jura Vd. defenderlos hasta la muerte?» El comandante puso la mano sobre la cruz de las espadas, exclamando con voz firme: «Lo juro» Cuatro cañonazos y una descarga general respondieron a esta voz, mientras los voluntarios clamaban; ¡Viva la religión! ¡Viva Carlos VII! ¡Vivan nuestros fueros venerados! En seguida el pequeño ejército se dirigió a Zugarramurdi. A la una de la tarde todos los oficiales que componían el estado mayor se reunían en un brillante banquete”.

Entre los invitados obligados a los fastos se encontraban numerosos soldados liberales presos, que habían quedado en poder de los carlistas tras la victoria de Eraul en mayo, y a los que se sumarían los encarcelados tras la de Udave a finales del mes de junio: “El general Elio se ha coronado de gloria y lo mismo los demás jefes y tropa. Republicanos muertos bastantes. Heridos muchos más. Dos cañones cogidos y 200 prisioneros que pasaron por Ororbia en dirección a Peña Plata" (La Esperanza, 26-6-1873).

Desde Madrid se clamaba poner fin a la ocupación carlista de Peña Plata, enfrascándose los columnistas de los diarios en disquisiciones estratégicas sobre la mejor forma de obrar o aportando opiniones personales de militares que expresaban su convencimiento del éxito de la empresa. Así, el diario "La Regeneración" escribirá el 11 de julio de 1873: “El Sr. González Tablas […] cree firmemente que el día en que el general en jefe del ejército del Norte se decida a atacar aquella posición, caería en su poder los tres (sic) cañones con que ha artillado la Peña de la Plata, el ministerio de la guerra que allí tienen establecido y la inmensa bandera que ondea en la misma frontera, y que hace dudar a los franceses si hay o no República en España”. O como la opinión recogida en el diario "La Esperanza" del 12 de julio donde: “Un antiguo jefe del ejército que conoce prácticamente las condiciones especiales de la guerra de Navarra, nos escribe para manifestarnos su extrañeza de que el Gobierno no distribuya las numerosísimas fuerzas del ejército del Norte de una manera más conveniente, enviando una columna de cinco batallones a las cinco villas de Echalar, Lesaca, Yanci, Arancha y Vera, cuya ocupación, verificada ya la de Baztan, traería necesariamente el abandono de la posición carlista de Peña Plata, que tanto ánimo da a las facciones españolas, a los legitimistas franceses y a los contrabandistas de ambas naciones”.

Ramón Nouvilas. Modificado de
Biblioteca Virtual del Patrimonio
Algún otro diario de la capital incluirá prometedoras noticias respecto a un posible asalto al bastión carlista a primeros de julio de 1873: “algunas fuerzas de infantería con cuatro piezas de artillería de grueso calibre, al mando del general Nouvilas” han salido de Pamplona “a atacar el fuerte de Peña Plata(La Esperanza, 5-7-1873). Pero Ramón Nouvilas Rafols, general al mando del ejército liberal de Norte, era muy consciente que la situación comenzaba a escapar a su control. El ejército carlista estaba todavía en estado primario, pero era notablemente móvil en comparación con las escasas, poco motivadas y ocasionalmente indisciplinadas, columnas liberales que les perseguían infructuosamente. Los enfrentamientos eran constantes con partidas rebeldes que golpeaban las pequeñas guarniciones para seguidamente desaparecer, dejando a su paso una sensación de ausencia de control gubernamental.

Nouvilas solicitaba a Madrid más tropas y material, obligado a configurar sus columnas con retazos de todos los cuerpos oficiales de los que disponía: tropas regulares, carabineros, miqueletes, guardia civil,… . En su afán por pacificar la frontera vasco-navarra con Francia comenzó a tomar decisiones notablemente ineficaces y cuestionadas. Así, en Navarra se ordenó la voladura de puentes que entorpecieron más a los liberales que a los propios carlistas y se dejaron en manos rebeldes buenas fortificaciones al recibir sus guarniciones orden de abandonarlas. A decir de Antonio Brea, Nouvilas fue “el ingeniero que más hizo por los carlistas”.

Consolidación

Mientras un embrionario ejército carlista se iba haciendo dueño de las provincias forales ante la impotencia del ejército y fuerzas de seguridad liberales, Peña Plata, citada ya como “auténtica fortaleza”, se mostraba como una de las claves para la consolidación de las opciones carlistas. Así, "el Pensamiento Español", reflejaba en su edición del 10-6-1873: “Las facciones de las provincias navarrovascongadas toman cada ver mayor incremento. […]. Grupos de carlistas sin armas se dirigían ayer a Peña de Plata a recibir fusiles y municiones”. Por su parte, en "La Iberia" en su número del 12 de junio de 1873 indicaba que “los carlistas tienen ocupadas las fronteras francesas, y con admirable libertad introducen armas, reclutas y municiones de boca y guerra; han mejorado las fortificaciones hechas por ellos en Peña de Plata, entre Zugarramundi y Echalar. En Zugarramundi fabrican cartuchos y en Vera funden proyectiles”.

A finales de ese mes los diarios se hacían eco de del bloqueo al que ya someten los carlistas a la población de Elizondo, capital de Baztan, y de presentar una férrea disciplina militar, en las antípodas de las tropas liberales, que muestran una frecuente y visible insubordinación: “He oído hablar grandes elogios de la bravura con que se baten los soldados de la República, y si saliese un hombro de genio que pudiera sujetarlos a la más severa disciplina, pondrían, acaso, en grave aprieto a los carlistas. Estos, por el contrario, tienen la ordenanza militar en todo su vigor, y ayer he visto entrar, en la prevención con la mayor humildad a diez o doce voluntarios a quienes sorprendió un oficial jugando a la carleta” (El Pensamiento Español, 4-7-1873).

Por otro lado, Peña Plata se había convertido en un polo de atracción de simpatizantes deportados y legitimistas: “Llegan aquí (Peña Plata) diariamente muchos escapados de Canarias y también hoy se ha presentado un oficial francés de caballería que marcha a unirse a las fuerzas de Elío” (El Pensamiento Español 4-7-1873).

También entre los propios voluntarios de las provincias limítrofes, el llegar a Peña Plata era el primer paso para entrar a formar parte del ejército de D. Carlos, tal y como afirmaba el veterano Francisco Garmendia al Padre Apalategui: “Soy natural de Lazcano. Salimos de casa y nos fuimos a Peña Plata. Dorronsoro tenía allí tres compañías, y yo en la segunda, con Pío Zatarain, anduvimos para arriba y para abajo”, apostillando que en “Peña Platan polbora zaku gañean lo egiten genun (En Peña Plata dormíamos sobre sacos de pólvora)". Y en el mismo sentido, el Diputado carlista Miguel Dorronosoro hará referencia a este hecho en sus cartas, apostillando la dificultad para dotarles de fusiles: "Aquí (a Peña Plata) llega mucha gente desarmada, no se cuando podremos armarla".

El 16 de julio de ese año, Carlos VII, volverá a pisar el suelo sobre el que aspiraba gobernar, siendo saludado por el estampido de los cañones Peña Plata mientras era aclamado por su ejército y una población entregada en el pueblo de Zugarramurdi. No pudo faltar en la apretada agenda del monarca ascender por los incómodos caminos hasta el baluarte que había posibilitado, al menos en parte, su retorno: “El rey empleó la tarde en visitar la fortaleza de Peña Plata, con su fábrica de pólvora, cuarteles y fortificaciones, construido todo en pocos días. Allí había multitud de prisioneros republicanos; S.M. departió con ellos, subyugando con la dulzura de su palabra a todos. Muchos pidieron que les admitiera a su servicio; los demás fueron puestos en libertad, sin condiciones […]” (El Pensamiento Español, 22-7-1873).

Entrada de D. Carlos en la iglesia de Zugarramurdi.
Modificado de Álbum Siglo XIX
Fisonomía

El fuerte de Peña Plata será una constante en todas las crónicas de aquellos meses. Un elemento de cita frecuente del que se escribirá y fabulará, hasta desdibujar por completo su fisonomía real. No será hasta el 24 de julio de 1873 cuando el tradicionalista Pensamiento Español, publique una extensa crónica periodística sobre la realidad de “esa tan manoseada «Peña de Plata,» que cada cual pinta a su manera”.

Comenzaba el periodista su relato haciendo hincapié en las distintas y diferentes versiones que circulaban sobre el renombrado fuerte: “Está llamando mucho la atención de cuantos se ocupan de la lucha fratricida de que es teatro principal el país vasco-navarro el fuerte carlista que, con el poético y legendario nombre de Peña de Plata, constituye, a juicio de la generalidad, baluarte inexpugnable del que sacan los carlistas sus principales recursos de armas, merced a su inmediación a la frontera francesa, al propio tiempo que seguro asilo para sus heridos, taller de fábrica y recomposición para sus armas y municiones, depósito de víveres y asiento de la diputación a guerra de la provincia de Guipúzcoa, de la cual, por cierto no forma parte integrante. Lugar tan principal, centro de tantas y tan trascendentales operaciones, fácil es concebir a qué esfuerzos de imaginación ha de prestarse para cuantos lo han visitado, o suponen, cuando menos, haberse hallado en sus cercanías”.

El cronista, hospedado en Sara, expresaba “un cierto temor de no salir del recinto fortificado una vez en él, no porque yo creyese de los carlistas tan dados a atropellos, como suponen sus enemigos, uno porque un español que penetraba allí por para curiosidad, podía muy bien parecer sospechoso. Mas cuando me vi en Sara y trabé conversación de sobremesa de cena, asaz mediana, con dos personajes, que como verán mis lectores, me fueron al día siguiente de gran utilidad, y para uno de los cuales traía recomendación, mis temores y propósitos desaparecieron. Supe que los carlistas permitían visitar su fuerte sin obstáculo alguno, y que con nadie se metían”. La buena aceptación de observadores y cronistas por parte de los carlistas fue una constante a lo largo de toda la guerra, en el objetivo de mostrar una imagen más amable que la que describían sus detractores. Tras hacerle “desechar todo temor”, y "ante su promesa de acompañarme decidimos salir al día siguiente a las seis para llegar a las diez al alto, que no son menos de cuatro horas de penosa subida a pie las que se necesitan desde Sara a la cima de la hermosa roca”. Con un guía de 72 años "ex-cabo de aduaneros" y "el francés a quién yo estaba recomendado y tanto me animó la víspera", el periodista se enfrentó al ascenso a Peña Plata,  A decir del mismo, "era el francés un excelente cicerone y agradabilísimo sujeto; avecindado en Sara desde que llegó de Méjico, donde formó un pequeño peculio”.

En relación con la identificación de este guía "francés y excelente cicerone", el historiador Alberto Santana nos comunica que pudo tratarse de "Antonio de Palacio Montehermoso, padre de Alberto de Palacio Elissague, el arquitecto del Puente Colgante" de Portugalete. "[...] Había vuelto de México con dinero de una mina de plata de Jalisco, para casarse con Stephanie Elissague Lahetjuran, hija del boticario de Sara. En los 70 había abierto una mina en las faldas de Peña Plata y conocía perfectamente todos los senderos de la zona". Resulta llamativo que el periodista le citase como "francés" cuando Alberto era oriundo en las Encartaciones de Bizkaia. Es plausible el pensar que el encartado no desease verse involucrado directamente en el conflicto, que a bien pudiera traer nefastas consecuencias para su familia o negocios; por lo que para evitar cualquier sospecha de colaboración se añadió a su anonimato un origen "francés".

El ascenso al monte en un caluroso día, “cubierto de robles y castaños y tapizado de gigantescos helechos, con alguna que otra casería mal sembrada”, le llevó a rodear un pequeño pico llamado Acoca (sic), “a cuyo pie hallamos un destacamento francés del 34 de linea, más ocupado en dormir sobre la paja de un establo, que en vigilar la frontera. […] Entretanto íbamos avanzando, eran las diez y nos hallábamos en la vertiente Sur, medio achicharrados, llegando a un caserío tristemente célebre por un crimen cometido en él hace menos de un año; es el último del monte, y a los pocos pasos encontramos los mojones de la frontera, […]”.

Fue en ese momento cuando se toparon con las avanzadas carlistas: “Sobre la misma frontera, a pocos pasos de los mojones, se encuentran seis avanzadas carlistas, amparadas en casetillas de madera y compuestas de cuatro ó seis hombres y con centinela. En general se reducía su uniforme a una boina con placa y en algunos se ven levitones azules; la mayor parte eran muy jóvenes. Penetrando ya en España, seguimos subiendo con rapidez y no siempre con facilidad por una pendiente empinada en que se dibujaba, por entre las hierbas y piedras de aquel desnudo monte, una mal trazada senda, que seguimos hasta una meseta situada en dirección del Este, sobre él eje mismo de la división, al pié de la masa de rocas de unos 60 metros de elevación que constituye la casi inexpugnable cumbre ocupada por los carlistas”.

Comienza entonces la descripción de las estructuras allí construidas y que constituyen parte del baluarte defensivo: “En dicha meseta, donde han hecho unas fortificaciones que como todas las demás son sencillísimas y no consisten más que en un pequeño foso con un vallado de tierra de un metro de altura, aspillerado en algunos trozos y sustituido a veces por paredes bajas de piedras sin cemento, está una gran barraca que pudiéramos llamar el principal en el que a nuestra llegada almorzaban unos 20 hombres sentados en derredor de una sabrosa olla salpicada do trozos de carne y judías; tenían también botas de vino en abundancia. Con ellos estaba su capitán, M. Dufour, de San Juan de Luz, hombre de unos 35 años, alto y con barba, mellado y desgarbado como buen vascongado. Mandaba aquel día el puesto por ausencia del jefe Martínez, y se prestó amablemente a enseñarnos toda la ciudadela, dándonos cigarros y haciéndonos beber agua con aguardiente anisado”.

Con el oficial al mando del fuerte como cicerone, el periodista pudo recorrer todo el perímetro: “Con él emprendimos la difícil subida del mogote o cumbre donde se halla el fuerte; tuvimos que subir a gatas casi siempre, llegando a su fin a las doce en punto, es decir, a las cuatro horas escasas de nuestra salida de Sara. La cima no es llana, pues viene bajando desde el punto culminante, que como ya he dicho está en Francia y en su extremo occidental; desciende suavemente unos 150 a 160 metros para caer luego con rapidez; la línea de demarcación está a unos cuatro metros de la cima; la anchura de la meseta seré unos ocho metros, de modo que todo el campo carlista se reduce a una superficie de 150 metros a lo mas de largo por ocho de ancho. Fácilmente se deja entender cuán hábilmente elegida está dicho posición. Colocada Peña de Plata (tomaremos el todo por la parte) como un verdadero nido de águilas apoyado en la misma frontera, siendo una clara violación de neutralidad, pues no es posible atacarla sin que las balas caigan en Francia, viéndose, por lo tanto, este fuerte al amparo de la bandera francesa; de acceso casi imposible por todos los lados de la montaña, no solo garantiza a su guarnición de toda molestia, la asegura un refugio en Francia, así como mantiene libre la comunicación con Zugarramundi, Sara y su comarca, sino que domina todo paso de la parte española, al valle español también que se extiende a seis pies y del que está en pacífica posesión.

Describamos ahora el mismo fuerte. Junto a la frontera está la bandera española con una cruz latina roja en el lugar del escudo de armas, flotando sobre una asta constituida por el elevado tronco de un árbol, a cuyo pie hay una garita de madera y un centinela. Al lado, un poco más abajo y apoyándose en la roca, está la primera barraca, de madera como todas, cubierto el techo de tela embreada cuyo olor característico le hace a uno creer que se halla embarcado cuando está en su interior; el suelo es paja. Este casetón es la despensa no escasa, en verdad, a juzgar por las muchas barricas con sus grifos dispuestos sobre bancos, como en las tiendas de vinos, los sacos de provisión y los jamones y salazones que cuelgan del techo.

Después se encuentra la barraca principal, asiento de la diputación, que es más pequeña y circular. En su interior, que vimos gracias a la amabilidad de Mr. Dufour, que hizo traer las llaves, hay un entarimado que corre a lo largo sobro el cual se veían siete u ocho camas (es decir, mantas y jergones), y en la parte baja sacos de municiones y cartuchería. Alrededor del palo que forma el centro de la tienda y sostiene la techumbre, y en el cual se ve clavado un pequeño crucifijo de metal y un cartelón que prohíbe fumar en aquel recinto, hay una mesa redonda de madera tosca, un banquillo igual que corre rodeándola; en esta mesa, mesa verdaderamente revuelta de papeles, gemelos de campaña, chismes de cartuchería, etc., es donde trabaja Dorronsoro, a quien vimos luego paseándose con boina azul, chalina blanca y un gran gaban.

Hay todavía dos grandes barracas más, que sirven de cuadras para los soldados, y una mayor donde está la cantina establecida por una graciosa navarra. No vimos por allá arriba do 70 a 80 hombres, más nos dijeron hallarse el resto en las Ventas y Zugarramurdi, donde, con efecto, hallamos algunos a la vuelta. Habrá, pues, según cálculo aproximado, unos 200 hombres. A continuación de la cantina, y en la misma barraca, está el almacén de maderas, barriles, utensilios, herramienta, etc., de los trabajos de fortificación. Vimos asimismo los famosos cañones, o sea dos pedreros desmontados al lado de sus cureñas de madera. Nos dijo Mr. Dufour tenían cañones de campaña en el llano, que también tenían médico y boticario, y algunos enfermos de pulmonía, cosa nada extraña en aquella altura cubierta casi siempre por las nieblas.

Modificado de "Blocaos, vida y muerte en Marruecos".
Cortesía Jose Angel Brena
Estas barracas, algunas garitas, todo ello rodeado de un foso pequeño, y los puntos avanzados de que antes hablé, hé aquí lo que constituye la famosa «Peña de Plata,» que muchos van a ver, a que pocos suben por lo fatigoso del camino, y de que todos hablan. […] Ahí tienen mis lectores la verdadera descripción de esa tan manoseada «Peña de Plata,» que cada cual pinta a su minera, y que nunca hubiera conocido a no haberla visitado personalmente. ¡Tanto dista de lo cierto lo que acerca de ella he oído decir a carlistas y liberales! La verdad es lo que acabo de contar, sin exageración en ningún sentido. Cada uno deducirá de ello lo que le parezca acerca de la importancia de dicha posición, de si es o no interesante para los carlistas el sostenerla, dada su mayor o menor utilidad; y también si sería en algún caso importante para el Gobierno el atacarla, caso que pudiera hacerse sin grandes pérdidas o lo que es imposible en mi concepto, sin violación de frontera”.

El anónimo cronista terminará su relato con un reflexivo pensamiento: “Por mi parte no hago comentario, siendo mi único objeto fijar una relación exacta mi gratísimo paseo a aquella escarpada y pintoresca roca, en que no sentí más impresión desagradable que la muy amarga que producía en mi ánimo el considerar que aquellos preparativos de guerra y aquellos robustos mozos no estaban en aquel peñasco para defender las fronteras de su patria contra una invasión extranjera, no; era por desgracia gente que luchaba dentro de su propio país. ¡Palpitante y triste testimonio de la guerra que arruina a nuestra desolada patria, y a que, si no hemos todos directamente contribuido, todos sufrimos cual justo castigo de la Divina Providencia, que hace solidarias las naciones de las faltas de sus individuos!”.

Para el periodista, el "Real Fuerte" no pasaba de ser un modesto elemento de campaña donde predominaba la tierra, la madera y la lona. Ni planta poligonal, ni casamatas, ni caponeras, ni blindajes,... . Aspilleras: las justas, parapetos y foso; artillado con dos antiguallas de escasa utilidad bélica, más encaminadas a producir ruido que bajas entre las tropas enemigas. La detallada descripción se aleja notablemente de la imagen idealizada de la única ilustración conocida que tenemos de Peña Plata, donde se muestra un reducto completamente conformado de piedra, aspillerado y techado con teja.

Diputaciones "a guerra"

Sin olvidar la importancia del trabajo administrativo para el sostenimiento de las acciones armadas, en Peña Plata se había estableció de forma oficial y, en espera de ser trasladada a lugares más idóneos para realizar sus labores burocráticas, las Diputaciones guipuzcoana y navarra “a guerra”.

Miguel Dorronsoro y Ceberio.
Modificado de FPEV Fondo Daniel Insausti.
Cortesía Victor Sierra-Sesúmaga
La Diputación General de Guipúzcoa “a guerra”, con Miguel Dorronsoro y Ceberio a la cabeza, fue un huésped obligado de las incomodas dependencias de Peña Plata. No hay que olvidar, que dentro del incipiente Estado Carlista que se estaba consolidando, eran precisamente estas instituciones las que soportaban y gestionaban todos servicios necesarios para el sostenimiento de sus propios batallones y de la población civil en su territorio. De la ingente actividad que desarrollo D. Miguel en su etapa de “destierro” en Peña Plata, tenemos muestras en el gran número de cartas firmadas por su persona consultables en el Archivo Histórico de Euskadi.

Tras cruzar la frontera a principios de 1873, Dorronsoro había comenzado una ardua tarea de coordinación con el que iba a ser Comándate General de su provincia, Antonio Lizarraga Esquiroz.  D. Miguel, sin poder todavía pasar a su provincia natal, se vio condenado a un periplo administrativo que le llevó por distintas poblaciones navarras, haciendo que localizaciones como Zugarramurdi, Etxalar, los Altos de Etxalar o Bordas de Echalar, fueran encabezamientos  de muchas de sus cartas, antes de trasladarse a Peña Plata.

A partir del 10 mayo de 1873, Dorronsoro realizará sus labores administrativas desde los riscos del Arxuria. Sin embargo, y a pesar del gran trabajo que realizó en la tienda circular que hacía las veces de asiento de Diputación, D. Miguel no estaba “cómodo” en aquellas alturas, que, a fin de cuentas, eran navarras. En sus escritos se evidencia que deseaba fervientemente trasladarse con todos sus efectos y materiales a tierras guipuzcoanas, específicamente a los altos de Aritxulegi: “[…] Yo deseo también salir de aquí a la provincia y por muchas razones. He enviado a Arichulegui un inteligente para estudiar aquel punto y fijarse en los que se pueda establecer la fábrica de pólvora y los talleres de armería con los de cartuchería pues es indispensable hacer algo para trasladar lo que hay aquí […]”.

Sin embargo, existía un notable escollo para ese tránsito, ya que Aritxulegi estaba controlado por el cura Santa Cruz y sus muchachos. La lucha intestina que se estaba produciendo entre el estamento militar oficial carlista de Guipúzcoa, encabezado por Antonio Lizarraga y el carismático Santa Cruz, se estaba enquistando a medida que el jefe de partida decidía hacer la guerra bajo los parámetros de su más que discutible “ética militar”.  Ante el cariz que tomaba el asunto, Dorronsoro manifestará desde Peña Plata un 4 de julio, la necesidad que el Rey se manifestara sobre el tema: “[…] Su voz bastaría, no lo dudo, para concluir este conflicto, inutilizando completamente a Santa Cruz, […]”, dado que “el rompimiento entre las fuerzas de Guipúzcoa y las que obedecen a Santa Cruz es inminente”.

No siempre las relaciones entre el famoso cura de Hernialde y el diputado foral habían sido tirantes. Antes de caer en desgracia a ojos de sus correligionarios, Santa Cruz había realizado un espléndido trabajo ayudando a Dorronsoro en la delicada tarea de esconder alijos de armas “en puntos convenientes para que los voluntarios las hallaran a mano, al sonar la hora crítica del alzamiento”. A decir de Tirso Olazabal: “Ignoro si el diputado General conocía, anteriormente a estos sucesos, al humilde párroco de Hernialde, cuyo nombre alcanzó, poco después gran notoriedad, o si Santa Cruz se presentó espontáneamente a ofrecerle sus servicios; en todo caso, fue utilísima su cooperación en aquellas circunstancias”.

Cura Santa Cruz. Modificado de Museo de Zumalakarregi
Lamentablemente, los excesos del cura acabaron por dilapidar cualquier atisbo de relación que pudiera existir entre ambos, llegando a escribir Dorronsoro respecto a su antiguo colaborador en julio de 1873 tras los sucesos de Endarlaza: “Santa Cruz es hoy el peor enemigo de la causa, […] un miembro podrido de la comunión católico-monárquica” y tachando al cura de “hombre vulgar y oscuro”. La caída en desgracia de Santa Cruz tendrá un efecto negativo para la salida de Dororonsoro de Peña Plata, ya que conociendo el carácter del cura y, a sabiendas del "fácil gatillo" de algunos de los hombres que le acompañan, acabará temiendo por su integridad física. Además, no era ningún secreto que Santa Cruz anhelaba tomar posesión del fuerte de Peña Plata y de lo que allí se almacenaba. Todo ello llevará a D. Miquel a permanecer entre la aparente seguridad de los fosos de Peña Plata, protegido de forma permanente por la Escolta de la Diputación. En una carta fechada en 19 de julio comentará a Lizarraga: “[…] sentí me pidiera Usted en el tono dicho mi Escolta, sabiendo que no puedo abandonar en el momento esta Peña por las cosas que tengo, ni quedarme solo en ella andando tan cerca la gente que Usted sabe […]”.

A pesar de todos los escollos Dorronsoro trabajará de forma incansable para nutrir a Lizarraga de todo lo necesario. En su correspondencia, prácticamente diaria con el general, se tratarán numerosos temas, desde la provisión y almacenamiento de fusiles Chassepots, carabinas giratorias del 16 y 24, Hallen (sic) y Remingtons, pasando por la solicitud del siempre escaso dinero, así como municiones, pantalones, camisas caballos, etc. Tampoco faltarán palabras relativas a la necesidad de rodearse de confidentes de confianza o a la eterna suspicacia interterritorial que afectaba al ejército carlista, como así se demuestra en una carta fechada de 8 de junio: “[…] ruego a Usted encarecidamente que tenga la bondad de no hacer, al menos hasta que nos veamos, novedad en el mando del Batallón. […] Por Dios no se rodee Usted demasiado de castellanos.”

Además, con una notable visión militar y previsión logística, el Diputado convirtió parte de las estancia de Peña Plata en fábrica de pólvora y taller de armas para la recarga de los costosos cartuchos metálicos. Y todo ello, sin descuidar sus deberes forales, escribiendo y firmando varias e importantes circulares para ser distribuidas por Guipúzcoa, con el objetivo de proceder a la recaudación de fondos, mediar en el alistamiento de mozos y se sus posibles exenciones o a ajustar cuentas con las corporaciones municipales no comprometidas con la causa.

Imprenta

El verano carlista de 1873, constituyó un punto de inflexión para el devenir de las pretensiones carlistas. De un estado de latencia defensiva, donde el organizarse y armarse fueron objetivos fundamentales, se pasó al ataque haciéndose con el control de prácticamente la totalidad de los territorios forales. Comenzaba el estrangulamiento de las grandes ciudades, como únicos vestigios del sostenimiento del estado liberal en el territorio vasco-navarro: "El país, [...] se declara afecto a la bandera que ondea triunfante desde Peña Plata á la Ribera del Ebro, desde los altos Pirineos a las orillas del Turia" (El Cuartel Real, 21-11-1873).

Si bien su aspecto exterior no parecía corresponderse con la importancia que las crónicas carlistas y liberales le dispensaban, el Real Fuerte de Peña Plata siguió creciendo en esa etapa como centro logístico, burocrático y propagandístico. Según la prensa liberal, además de los diputaciones navarra y guipuzcoana, entre sus lonas y muros de piedra se asentó “el Ministerio de Guerra Carlista” (La Discusión, 17-8-1873).

En aquel verano llegaría también el primer número del Cuartel Real. Fechado el 23 de agosto, abría su edición insertando el manifiesto de D. Carlos escribió a Alfonso de Borbon: “Aunque conocido el notable documento que a continuación insertamos, creemos de nuestro deber reproducirlo en el primer número del Cuartel Real, para que los españoles todos sepan que es lo que quiere y propone el joven y esclarecido Príncipe que en estos momentos, al frente de su leal y aguerrido ejército, pelea denodada y heroicamente por conquistar la corona que ciñeron legítimamente sus antepasados […]”. Todo el material de imprenta había sido subido al fuerte para comenzar a editar el periódico que a decir de los cronistas militares liberales, “llenaba las funciones de diario oficial, pero la historia no debe acoger como ciertos sus datos y noticias sin previo análisis serio, especialmente en el último semestre de su existencia, ni aun sus partes oficiales, porque generalmente no merecen crédito”.

Tras la impresión de los 5 primeros números, la imprenta salió en dirección a un territorio menos agreste, pasando un tiempo en el corazón de la Corte Carlista en Estella, para cerrar su objetivo propagandístico en la villa de Tolosa un 19 de febrero de 1876. El Conde de Melgar, redactor del diario durante su estancia en esta última villa, escribirá en sus memorias: “El diario oficial carlista siguió publicándose hasta el último día en que entraron las tropas alfonsinas en Tolosa, de donde saqué yo todo el material en una carreta de bueyes, yendo a enterrarlo en un caserío de Leiza”.

Al igual que el diario, con el final del verano, Peña Plata también perdió parte de sus funciones administrativas. Con libertad para establecerse en sus correspondientes provincias, las Diputaciones a guerra que, hasta hacia bien poco únicamente se habían sentido seguras en las escarpaduras de Arxuria, decidieron trasladar la gestión de sus asuntos a edificios y zonas más acordes a la importancia de sus actividades. Miguel Dorronsoro, con Santa Cruz fuera de juego y las fuerzas guipuzcoanas unidas bajo un único mando militar, traslado primeramente la Diputación a Oñate (El Pensamiento español, 8-9-1873), que seguiría su propio periplo dentro de la provincia foral pasando “luego a Azpeitia y por fin a Villafranca”. La última carta de Dorronsoro en Peña Plata quedará fechada un 6 de agosto de 1873, 

Tras el “abandono” de la imprenta y de las Diputaciones, Peña Plata mantuvo su condición de centro logístico por el que seguían entrando y almacenando importantes volúmenes de armas y pertrechos, ante la aparente inoperancia de los gendarmes franceses y el consiguiente disgusto por parte del gobierno de Madrid, tal y como expresa el diario "El Imparcial" el 22 de septiembre de 1874: “Siendo ya un hecho que la Francia va a adoptar el cartucho metálico en lugar del do seda que hoy usa para el Chassepot, sería bueno saber si la Francia considerará de aquí en adelante como contrabando de guerra la plancha metálica de latón que en carros llevan diariamente de esta república a la fábrica de cartuchos que tienen los carlistas en Urdax. Si, como debemos esperar, la Francia declara contrabando de guerra dichas planchas metálicas, seria cosa de exigir que cumpliera con un acto de justicia impidiendo que se exportarán dichas planchas a España por la frontera de Dancharinea y la de Peña de Plata, ocupadas hoy por los carlistas. Veremos si a fuerza de machacar conseguimos que ésta república cumpla con los deberes de la neutralidad que reclama su vecindad y que se ha impuesto al reconocer oficialmente al Gobierno español”.

Presidio

Peña Plata había cumplido con creces su papel como sustento de un estado y ejercito carlistas embrionarios y, al perímetro de sus fosos seguían convergiendo armas, materiales y hombres, actuando como un punto seguro en la retaguardia, así como residencia semipermanente de prisioneros.

Llegado un momento, el acumulo de estos últimos huéspedes fue tan numeroso que los carlistas se vieron en la obligación de ampliar sus estancias, tal y como divulgará "El Cuartel Real" a finales de septiembre de 1873: “Está ya casi terminado en Peña Plata un edificio destinado a depósito de prisioneros y cuartel de infantería. La obra se ha hecho con toda solidez con paredes de dos pies y medio espesor. Ocupa un espacio de 100 pies de largo por 72 de ancho, dividido el edificio en dos departamentos de iguales dimensiones. El destinado para prisioneros tiene tres ventanas al interior con sus correspondientes rejas, lo que además de facilitar la buena ventilación, sirve para la mejor vigilancia de los centinelas. Además, se ha hecho una buena habitación para el oficial de guardia con todas las comodidades posibles. Han llegado al depósito de Peña Plata tres prisioneros, conducidos por fuerzas alavesas; uno de ellos pertenece a los peseteros que manda el famoso Hereje, cuyas fechorías y sanguinaria conducta conoce toda España” .

Incluso esta ampliación de dependencias de confinamiento parece que no fue suficiente. Un año después, los columnistas liberales escribirán: “En el depósito de prisioneros que tienen los carlistas en Peña-Plata se han declarado algunas enfermedades contagiosas a consecuencia del gran número de aquellos que allí residen en malísimas condiciones” (La Igualdad, 4-8-1874).

Pero no fueron únicamente soldados y oficiales liberales los que “disfrutaron” de la acogida de los edificios carcelarios y de las vistas privilegiadas de Peña Plata. No faltaron tampoco reclusos carlistas caídos en desgracia o descubiertos en flagrante acto de espionaje. Entre ellos, destacará “Carlos María de Cardona, hijo del médico de cámara de Carlos V, quien, siendo capitán agregado a la Secretaría de campaña del Rey, le fue probado haber facilitado documentos secretos a la prensa enemiga y a agentes extranjeros, por lo que fue condenado a muerte, e indultado por Carlos VII en atención a sus antecedentes familiares, y condenado a prisión perpetua”.

El acto de degradación del joven capitán que contaba con 23 años y “de aspecto no vulgar”, sucedido en un frío día de mediados de enero en la villa de Tolosa, convirtiéndose en un ejemplarizante episodio que el Cuartel Real se encargó de narrar con todo lujo de detalles: “[…] formaron las tropas el cuadro en la plaza Nueva de esta villa de Tolosa, y salió de la cárcel, de uniforme y sin espada, con la correspondiente escolta, el todavía capitán Cardona. Conducido por la calle de Arosteguieta, entró en el cuadro, donde ya se hallaba S.E., así como el fiscal, coronel D. Francisco Sánchez. Puesto de rodillas Cardona un paso delante de la magnífica bandera del batallón de Marquina, el secretario de la causa, capitán D. Hipólito Noarbe, procedió a la lectura de la sentencia, aprobación del indulto de S.M., y seguidamente el mayor de plaza, dando principio a la ceremonias de la degradación, dijo en alta voz: <La piedad generosa del Rey os concedió que delante de sus Reales banderas pudieseis cubrir vuestra cabeza con la boina, en el concepto de que vuestro honor podría hacerla digna de esta distinción; pero ahora su justicia manda que así se os quite>. En cuyo momento, el cabo de la escolta arrancó al acusado la boina, arrojándola con desprecio a la nieve y lodo sobre que continuaba de rodillas Cardona. <Esta espada, -continuó el mayor de plaza, teniendo en la mano la de Cardona- que ceñisteis para satisfacer, conservando vuestro honor, al que el Rey os hizo concediéndoos que contra sus enemigos la esgrimieseis en defensa de su Autoridad y Justicia, servirá, rota por la fealdad de vuestro delito, para ejemplo de todos y tormento vuestro>; y entregó la espada al cabo, que, rompiéndola contra su rodilla, arrojó al suelo sus pedazos. <Despójesele (continuó el mayor) de este uniforme que sirvió para equivocarle exteriormente con los que dignamente le visten para contribuir a la mayor exaltación de la gloria del Rey> y el cabo también desabrochó y despojó a Cardona del elegante dolmán que vestía, y como la boina y espada, lo arrojó al lodo. <Y pues la justicia de S. M. -dijo el mayor- no permite que el delito tan grave de este hombre quede sin castigo, llévesele a que le padezca su cuerpo>; la escolta entregó a otra que le esperaba al hasta entonces capitán y desde este momento ya presidiario Cardona, que inmediatamente, atado por los brazos a la espalda, emprendió, a la vista del público y de las tropas, su marcha por la carretera de Andoain para Peña de Plata, volviendo antes su espalda al sentenciado al toque destemplado de fajina”.

Pero a decir de la prensa liberal, no sólo de cárcel sirvieron las barracas de Peña Plata, sino que la rumorología establecía que eran utilizadas como depósito de oficiales liberales que se habían pasado al campo carlista, argumentando que, dada la desconfianza que existía hacia sus personas por parte de los carlistas, los preferían mantener a buen recaudo y bajo vigilancia. No tardó el Cuartel Real en desmentir semejante rumor, convertido en noticia: "[…]. Todos, absolutamente todos los jefes y oficiales que procedentes del otro ejército han venido a nuestro campo, se hallan en servicio activo, […], porque mal se puede desconfiar de quien abandona ventajas materiales que aquí no pueden ofrecérsele, por venir a luchar a la sombra de una bandera que, si da mucha honra, exige en cambio grandes sacrificios y más abnegación”.

Poco tiempo duraría la estancia del joven Cardona en los altos de Peña Plata, porque para entonces algunos diarios ya vaticinaban que el signo de la guerra había cambiado: “El capitán carlista don Carlos Cardona, […] condenado a sufrir en Peña Plata la pena la cadena perpetua, como si Peña Plata hubiera de estar perpetuamente en poder de los carlistas” (Crónica de Cataluña, 27/01/1876).

Nido del Águila

A finales de 1875, Peña Plata volverá a ser citada como fortaleza inexpugnable, un postrero y perfecto refugio para la regia figura de Carlos VII, al que la prensa liberal ya consideraba en retirada: “Según noticias dignas de toda fe recibidas del campo carlista, el día 23, don Carlos, no creyéndose seguro ni aun, en Irurita, ha dormido dos noches en Peña de Plata, por temor a que movimiento de avance de nuestras tropas por el puerto de Velate y a lo largo de la frontera. En cuanto a doña Margarita, no parará mucho tiempo en España, pues ya las mismas cartas que desde Elizondo escriben a el Cuartel Real empiezan a preparar el terreno para que no sorprenda el día menos pensado a los insurrectos la fuga y retroceso a Francia de su tersa majestad” (La Iberia, 28-9-1875). Ni que decir tiene que el Cuartel Real desmintió la noticia en muy pocas palabra: “Es imposible imaginar estupideces de mayor calibre”. Puede que Carlos VII no volviera a visitar su “Nido de Águila”, pero bien es verdad que a la guerra le quedaba poco tiempo.

Final

En la entrada del año de 1876, derrotadas las tropas carlistas del Centro y Cataluña, un inmenso ejército que cuadruplica el número de efectivos carlistas que aún se mantenían en armas, convergerá en una estrategia de tenaza hacia los territorios forales.  Álava será la primera víctima. Le seguirá el Señorío de Vizcaya, donde sus batallones en retroceso, plantarán cara por última vez en su territorio en la batalla de Elgueta, antes de pasar a Guipúzcoa para seguir huyendo o desaparecer. Tampoco en Navarra fueron bien las cosas, pronto se perderá la zona media, quedando los valles del Norte, como últimas posesiones carlistas.

Con un ejército carlista en retirada o en vías de desaparición, las tropas liberales concentrarán sus fuerzas para converger sobre los últimos reductos de resistencia carlista. Sin interés en desalojar a los hombres que permanecían rodeados en el castillo de Lapoblación, el fuerte de Peña Plata, con su gran carga de simbolismo, se convertirá en la batalla que pondrá fin a las pretensiones carlistas en un frío día del 18 de febrero de 1876.

Su asalto será narrado con la épica obligada de aquellos que describieron una postrera defensa, aun siendo plenamente conscientes de su futilidad, pero con el orgullo de haberse mantenido firmes en sus ideales: "[...] el enemigo, ocupó Las Tres Mugas y el alto del Centinela para estrellarse en Peña Plata cuya posición atacó desesperadamente durante doce horas sin conseguir romper la linea, pues en cuantas ocasiones llegaron los soldados liberales cerca de los carlistas con la esperanza de coronar en breve nuestros puestos, otras tantas veces eran denodadamente rechazados por nuestros infatigables voluntarios, [...]" Tampoco se quedarán atrás, aquellos que describieron la acción bajo el prisma de valerosas tropas que se atrevieron a encarar las pendientes que llevaban a los fosos y muros de la hasta entonces inexpugnable fortificación.

Pieza musical recogida en 1944. Tomado del Fondo de 
Música Tradicional
Peña Plata se convertirá en título nobiliario para aquel que alcanzó la victoria, en protagonista de coplillas de guerra, en pieza musical para orquesta y, con el devenir de los años, en historia novelada por escritores de la talla de Pio Baroja. En cualquier caso, el conocimiento y detalle de los hechos militares y principales protagonistas de semejante acción puede que se convierta en una futura entrada específica de este blog.

Con la pérdida del aquel símbolo de inexpugnabilidad, en aquella remota cima que haciendo las veces de frontera internacional avivó durante meses la llama del carlismo, se puso prácticamente fin a la presencia de Carlos VII en el suelo sobre el que aspiraba reinar y, con ello, finalizó nuestra última Guerra Civil del siglo XIX.

No llores,
que me voy a Peña Plata niña,
no llores,
que llevamos los prisioneros de la partida
("De la guerra de 1870")

Actualidad

El estudio arqueológico de los fuertes de las guerras carlistas de Navarra ha sufrido un notable impulso gracias a los trabajos que ha encabezado en los últimos años el arqueólogo Iban Roldan Vergarachea; si bien, estas labores de conocimiento y puesta en valor no han llegado todavía  a los valles y los altos que delimitan la frontera internacional y que se muestran notablemente prolíficos en este tipo de estructuras.

Del fuerte de Peña Plata únicamente contamos con descripciones como las realizadas en por Anton Arrieta en su libro “Euskalherriko forteak”, donde se identifican distintos restos de construcciones, trincheras y parapetos. En cualquier caso, es preciso destacar que la fisonomía del fuerte carlista se aleja notablemente de la única imagen de época que hemos podido localizar. Gracias a la detallada descripción que una anónimo cronista, sabemos que el Real Fuerte de Peña Plata estaba formado en 1873 por un conjunto de 4 barracas, una de ellas circular, donde predominaba la madera y las lonas embreadas para protegerse de la lluviosa meteorología de la zona. Estas barracas, algunas de ellas construidas "apoyándose en la propia roca", hacían las veces de despensa, cantina, almacén, fabrica de armas y pólvora asiento de Diputación, cuartel para oficiales y soldados, así como prisión militar. A juzgar por los restos visibles, las bases de los muros de carga de las barracas se utilizara una técnica constructiva de piedra seca, carente de argamasa, para rematar el resto de la construcción utilizando madera y lona.  En cualquier caso, un sistema que muestra un carácter de fortificación de campaña.

Por terminar: algunos autores han definido a Montejurra como la "montaña sagrada del carlismo", dado su eminente simbolismo. Sin embargo, no es menos cierto que el desconocido Real Fuerte de Peña Plata, enrocado en la cima Axuria, constituyó un elemento de referencia, prólogo y epitafio, de las pretensiones de Carlos VII.

Restos de una estructura circular en la cima del Arxuria. Foto del Autor. 
Agradecimientos: A Victor Sierra-Sesúmaga y Jose Angel Brena.

Actualización 29/12/2019: Gracias a una comunicación personal del historiador Alberto Santana, se incorpora información sobre la posible identificación del "francés" que acompañó al periodista del diario "Pensamiento Español" en su visita a Peña Plata.

jueves, 25 de abril de 2019

Abbadia: Una Historia de Caballeros y Contrabandistas

Castillo - Observatorio de Abbadia (Siglo XIX) levantado sobre los
acantilados de Hendaya. Tomado del GoogleEarth
Abbadia es un espectacular castillo de construcción neogótica que, desde finales del siglo XIX, se alza en una colina en el extremo Norte de la playa de Hendaya. Esta privilegiada atalaya fue elegida por el prohombre de ciencia y enorme fortuna, Antoine Thomson d'Abbadie d'Arrast, para construir una morada que respondiera a sus multifacéticos intereses científicos y antropológicos, todo ello enmarcado en un gran terreno que llegaba hasta los acantilados y pequeñas calas que bate el mar Cantábrico. Fue precisamente en uno de estos pequeños resguardos, escondido a ojos de carabineros y fuerzas del orden, cuando a finales de 1869 se produjo el que sería el primer gran desembarco de armas con destino al ejército carlista. 

El carlismo del siglo XIX siempre presentó dos vías de acción para alcanzar sus fines: la política, que fue abrazada con entusiasmo por sectores instruidos de fervientes tradicionalistas; y la belicista, impregnada en el más profundo acervo de resistencia al cambio de su base social, que además, ligaba perfectamente con el sistema de pronunciamientos instaurado en nuestro turbulento siglo decimonónico.

Tras el triunfo de la revolución que derrocó a Isabel II en 1868, fueron varios los chispazos legitimistas que fueron sofocados rápidamente. En la base de su fracaso se encontraba la obligatoria supeditación de obtener el indispensable armamento a la toma de una importante ciudadela militar. Premisa nunca cumplida, independientemente de los oscuros planes que se hubieran tejido alrededor de las guarniciones, y llegado el momento, el desbaratamiento del asalto a estos grandes depósitos, condenaba al resto de los insurrectos. 

Ciudadela de Pamplona. Tomado del Diario de Navarra
Este fue el caso del prematuro alzamiento de julio de 1869, donde la imposibilidad de hacerse con las armas almacenadas en la ciudadela de Pamplona dejó sin opciones el levantamiento: “La toma de la ciudadela de Pamplona nos hubiera proporcionado elementos con que armar varios batallones, careciendo de esos fusiles, juzgamos imposible emprender la campaña y todos unánimes aconsejamos al Rey que se alejara de la frontera (Tirso Olazabal)”. En unas pocas horas se consumieron los preparativos de meses. 

Es por ello que desde esa fecha se incrementaran los esfuerzos por conseguir fondos con los que adquirir armas y munición en el extranjero para paliar estas carencias y dependencias, siendo varios los comisionados que fueron enviados al extranjero. Entre estos agentes carlistas destacará, por méritos propios, D. Tirso Olazabal Lardizabal.

D. Tirso Olazabal, Avezado Carlista

Tirso Julián Francisco José Ramón María Olazabal Lardizabal, así bautizado el 28 de enero de 1842 en la parroquia de Nuestra Señora del Juncal en Irún (Gipuzkoa), era por aquel entonces un joven noble de nacimiento, cuyo linaje figuraba entre unos de los más destacados de la provincia de Gipuzkoa, hundiendo sus raíces hasta los albores de la Edad Media. Además, su acomodada familia se entroncaba con lazos de sangre con otras estirpes, no menos insignes y singulares, que plagaban de nombres propios las distintas facetas sociales, políticas y económicas a ambos lados de la frontera.

Su educación fue notablemente selecta, como él mismo relató: “En el mes de mayo de 1855”, cuando contaba con tan solo 13 años, “me llevaron al hermoso colegio que los Padres Jesuitas tenían en la Sauve, cerca de Burdeos y allí estuve hasta que deseando dedicarme especialmente a las matemáticas, fui a París. Ingresé entonces en la célebre escuela de Santa Genoveva, comúnmente conocida con el nombre de Escuela de la Rue des Postes, […]”. Su estancia en la capital francesa coincidió con la guerra con Marruecos 1859 –1860 y finalizados sus estudios retornó a su natal villa de Irún, pasando a vivir en el sobrio palacio de Arbelaiz.

D. Tirso Olazabal Lardizabal en 1870. Modificado de
"La sociedad vasca del siglo XIX en la correspondencia
del Archivo 
de la Casa Zavala"
Con 23 años fue elegido primer diputado de partido en la Juntas Generales que se celebraron en Ordizia en 1865. Según cuenta en sus memorias “eso sirvió, quizás de escalón, a pesar de mis protestas (pues no me creía maduro para el cargo) se me nombrara representante en Cortes en año 1867. Fui el Diputado más joven de aquellas Cámaras”. 

Con la revolución progresista de 1868, que puso un abrupto fin a la época de moderantismo monárquico que había caracterizado el reinado de Isabel II, Tirso fue llamado a participar de las nuevas Cortes, pero “¿Que acogida podía tener un puñado de Diputados carlistas en una asamblea compuesta de los elementos más revolucionarios y anárquicos de España?”. Tanto fue así, que temiendo por su integridad física comentaba: “Íbamos siempre armados al Congreso y recuerdo que, pocos días antes de la elección de Don Amadeo, uno de mis compañeros le dijo al general Prim enseñándole la empuñadora del revolver que llevaba en el bolsillo, "con estos argumentos venimos al Congreso los Diputados carlistas"”. A lo que el general contesto: “Estos mismos argumentos traigo yo”. La dialéctica de las armas y la pólvora estaba sustituyendo a pasos agigantados a la política.

Durante la elección de Amadeo de Saboya como regente de España, Tirso se negó a acudir al pleno, aunque fue requerido expresamente para ello: “Tan apurados se vieron los gobernantes, que aún conservo la carta que me escribió Prim para que acudiera al parlamento el día de la votación, contestándole que yo era carlista”. El siempre existente belicismo carlista tomaba impulso a medida que su actividad política comenzaba a quedar retraída ante la vorágine de acontecimientos.

Para entonces Tirso ya formaba parte de los conjurados carlistas más activos y convencidos, cuya militancia quedaría resumida años después en el siguiente párrafo: “Si he servido al Rey con la más acrisolada lealtad, obre así, principalmente, porque su Augusta persona, a más del representante de la legitimidad, veía al defensor designado por la Providencia para amparar los derechos de la Iglesia de Cristo, para devolver a la Patria el ejercicio de sus gloriosas tradiciones genuinamente católicas y forales”. Una aceptación sin fisuras de los principios del axioma carlista de: “Dios, Patria, Rey y Fueros”.  

Las biografías actuales cuentan que era un gran aficionado a la música pero, como él mismo expresará, también fue un empedernido cazador que gustaba de deambular por los montes y campos en busca de piezas: “Era yo cazador infatigable en aquella época, y con la escopeta al hombro, ni en el llano, ni el monte, llamaba la atención mi presencia”. Esta afición le permitió actuar como enlace entre ambos lados de la frontera, moverse por el territorio libremente para acudir a reuniones clandestinas sin levantar sospechas o conversar de forma anodina para salir de algún apuro: “[…] había oído cantar muchas codornices por la mañana, y empecé a hablar de caza, es conversación de grandes recursos, cuando no se sabe de qué hablar”.

El polo de atracción que marcaba la pintoresca costa vasca para la aristocracia europea, ávida de balnearios, casinos y playas, puesta de moda por la presencia reinas y emperatrices, permitió a Tirso codearse y contar entre sus amistades con la crema y nata de la sociedad del XIX. Con 26 años, Tirso constituía el estereotipo de caballero legitimista de clase alta, poliglota, de refinados modales, don de gentes y con contactos que alcanzaban todos los espectros sociales del momento. A todo ello, sumaba varias características personales de gran valía para las empresas que iba a acometer, entre ellas, y como buen irunés, estaba empapado del carácter fronterizo que le permitía encontrándose a ambos lados de aquella permeable “muga”, como en casa. 

“Memorias de un Contrabandista”

Constituido en un adalid de la causa carlista, Tirso estuvo dispuesto a empeñar su prestigio, economía, y en algunos momentos su propia vida, en una empresa que él se encargaría de narrar años después como si de una novela de aventuras se tratase: “Desde el principio de la guerra hasta su terminación, mi constante afán fue reunir fondos para comprar fusiles, cañones y municiones y llevarlos a España, para armar a nuestros heroicos voluntarios. Ahora bien, siendo eso así, ¿no os parece oportuno bautizar este libro, en el que he de ocuparme principalmente de la compra de ese armamento y de los alijos que realicé en nuestros puertos, con el nombre de "Memorias de un contrabandista"? Sea pues ese título con que le bauticemos”.

Imagen de un apresamiento de un buque contrabandista carlista.
Tomado de Álbum Siglo XIX
En las páginas que conforman este volumen se desgranan un sinfín de anécdotas referentes a la adquisición y compra de armas, salpicando el relato de nombres propios y datos que nos obligarán a reescribir algunos capítulos de la historia de la última guerra carlista. Baste tener en cuenta el siguiente párrafo para comprender la trascendencia del documento redactado por Tirso: “Cuando Pirala escribió la historia de la última guerra civil fue a San Juan de Luz y me pidió que le suministrara datos sobre la compra de armas para el ejército carlista y su introducción en España. Le contesté que no podía complacerle, porque vivían aún muchos de los agentes que me prestaron su concurso, tanto para la compra del armamento como para su traslado a nuestros puertos y no me era lícito comprometerlos citando sus nombres. […] El silencio que, por ese motivo forzosamente me impuso, dio lugar a que, Pirala primero, y más tarde otros historiadores (carlistas algunos de ellos) hayan publicado, como verídicos, los cuentos tártaros que, con ayuda de Monsieur Henry Poydenot (celosísimo secretario del comité legitimista de la frontera), publicamos en los periódicos Le Semaine de Bayona, Le Courrier, etc. Cuantos hayan leído las historias de la guerra escritas en la época a que me refiero y aún a la publicada recientemente por mi amigo el general norteamericano Kirkpatric, recordaran la odisea del vapor “London”, cuyo capitán Jefferson, desembarcó en nuestras costas abundante material de guerra, según cuentan esos historiadores. Pues bien, todo ello es pura invención: Jamás existieron ni el London, ni Jefferson. Los desembarcos hechos por el London, son uno de tantos infundios que publicamos para dar pasto a la curiosidad publica y desorientar las investigaciones del Gobierno de Madrid”.

Y no sólo desorientó a los historiadores de época, sino a todos aquellos que han querido acercarse al conocimiento del desembarco de armas para el ejército carlista, entre los que se encuentran historiadores de merecido lustre como Jose Fernandez de Gaytan o Juan Pardo San Gil, así como aquellos interesados de la historia contemporánea que hemos bebido de las mismas fuentes.

El propio Tirso se encargó posteriormente de enmendar sus elaboradas “mentiras" a petición directa de su Rey: “Ahora bien, siendo esto cierto, ¿no os parece que era indispensable señalar y corregir tamaños errores? Así lo creyó nuestro Rey; por eso me indicó la conveniencia de que escribiera este libro”. Es por tanto, "Memorias de un contrabandista" un texto de singular importancia, que permaneció en poder de sus herederos durante años, salvándose milagrosamente de la quema de Irún de 1936. Gracias a las gestiones de Javier Orbe, José Joaquín de Olazabal, actual  Conde de Arbelaiz, permitió a la "Fundación Popular de Estudios Vascos - Euskal Ikasketetarako Fundazio Popularra" su digitalización, otorgando, además, la facultad de disponer de él para su estudio.

A lo largo de varias entradas nos acercaremos a algunas de los pasajes de este todavía ignoto volumen, esperando que en un futuro vean la luz los hechos vividos en primera persona por Tirso Olazabal, cuyas actuaciones cimentaron la posibilidad de triunfo del ejército carlista en la última guerra carlista.
Antoine d'Abbadie d'Arrast en su juventud.
Tomado de Euskal Kultur Erakundea

Antoine d´Abbadie, Virginie Vincent y su Conexión Carlista

Si realizar un resumen de la vida de Tirso Olazabal resulta una tarea complicada, no lo es menos el poder sintetizar quienes fueron Antoine Thomson d'Abbadie d'Arrast y su mujer Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet, licitadores y habitantes del fastuoso castillo que da título a este capítulo.

Antonie había nacido el 3 de enero de 1810 siendo el primogénito de una acaudalada y notable familia que mezclaba sangre vasco-francesa por parte de padre e irlandesa por parte de madre. Citando al también polifacético Ricardo Becerro de Bengoa, Antonie d’Abbadie era “heredero de un nombre glorioso en las ciencias, de un talento de primer orden y de cuantiosa fortuna, que se dedicó al estudio desde joven con la vocación de un hombre extraordinario, y terminada su carrera, se decidió a emprender grandes y difíciles trabajos. D'Abbadie tenía desde escolar, la fé de un misionero y el entusiasmo viajero de un barón de Humboldt”. 

Tras pasar su niñez a caballo entre Dublín y Londres, la familia d'Abbadie retornó a Francia, estableciéndose en Toulouse. Allí obtuvo el grado de filosofía, pero fascinado por las ciencias exactas y los grandes descubrimientos, se trasladó a París para continuar sus estudios. Con tan solo 22 años, la muerte de su padre le convirtió en cabeza de familia pasando a administrar su hacienda y capital. Fue en ese tiempo, concretamente en 1834, cuando adquirió de una notable extensión de terreno, llamado “Bordaberri” en las cercanías de Hendaya, que fue ampliando paulatinamente con el paso de los años. Con ello, continuaba su relación con el mundo vasco, heredando de su padre una especial sensibilidad por su cultura paterna, acrecentada por sus frecuentes visitas a la costa vasco-francesa durante su vida en Toulouse.

Mapa esquemático del periplo africano de Antoine D'Abbadie
entre 1837 y 1848. Tomado de http://ethiopiko.org
En 1836 comenzará una serie de viajes de carácter científico que culminaron con su partida, a fines de 1837, al oriente de África en un intento de localizar las fuentes del Nilo. Obligado a regresar a Europa en 1839 ante la falta de equipo para completar su expedición, volvería a África a los pocos meses para finalizar su arriesgada empresa. Tras pasar más de 10 años explorando, cartografiando y dedicado al estudio etnográfico de las culturas con las que convivió, especialmente la etíope, retornará a Europa bajo la creencia de haber colocado la bandera francesa en las fuentes del Nilo; si bien, realmente lo hicieron en el nacimiento del río Omo. Ya en el Viejo Continente, tanto él como su hermano Arnauld, compañero de fatigas, fueron agasajados con honores que incluyeron la Medalla de Oro de la Sociedad Geográfica Francesa y la Cruz de Caballeros de la Legión de Honor que les fueron impuestas en 1850.

Tras casi 11 años viviendo en los confines del mundo conocido, sin duda el retorno a la vieja Europa supuso un notable choque emocional que palio, en gran medida, desposándose en 1859 con Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet, una joven noble de Lyon. Si bien Virgine tenía 11 años menos que Antonie, parece que ambos encontraron el alma gemela que les permitió salir de una “soltería” prolongada, nunca bien contemplada a los ojos de la encorsetada sociedad del XIX. De Virgine, la bibliografía comenta que presentaba un “espíritu vivo y alma sensible, siendo uno de los rasgos de su personalidad su pasión por la música y especialmente por el piano”. 

Junto a su esposa, Antoine llevó una existencia de erudito acomodado, y mientras mantenía sus viajes y trabajos transversales que tocaban distintos ámbitos científicos, decidió convertir la hacienda que había comprado en las cercanías de Hendaya varios años antes, en su refugio familiar. Así retomó el contacto con la cultura vasca tras el paréntesis de sus largos viajes. El compromiso con la cultura de esa parte de sus ancestros se acrecentó desde aquel momento, instituyendo concursos de pelota y poesía, que tendrían gran trascendencia.

Virginie d'Abbdie en la escalinata de acceso al castillo.
Modificada de http://www.archives-abbadia.fr
Mientras las tierras vascas peninsulares se debatían política y militarmente entre carlismo y liberalismo, al otro lado de la frontera, hombres como Antonie contribuían al renacimiento identitario vasco, mientras procedía a construir una casa que reflejara la complejidad multifacética de un hombre consagrado a la ciencia que bebía de la cultura vasco-irlandesa y que conocía, mejor que nadie, la cultura etíope. 

Su “castillo”, bautizado como “Abbadia”, fue una construcción compleja cuyos planos pasaron por tres notables arquitectos de época, hasta que finalmente fueron Eugène Viollet-le-Duc y Edmond Duthoit los que, en junio de 1864, se hicieran cargo de la faraónica obra, construyendo un espléndido ejemplo del neogótico al servicio de la ciencia y de las excentricidades de un dueño que era definido como geógrafo, topógrafo, antropólogo, lingüista, numismático, astrónomo y astrólogo.

Pero sin lugar a dudas, fue su mujer Virginie, la que asumiendo un papel principal en proceso de construcción y decoración del castillo y, tomando las riendas de las relaciones sociales del matrimonio, la que imprimió el carácter de hospitalidad que siempre caracterizó a la hacienda. Convertida en un polo de atracción de notables eruditos, aventureros, aristócratas o vascófilos, no faltaron en sus dependencias hombres de la talla de Rochefort Pierre Loti o carlistas convencidos como D. Tirso Olazabal. Y es que Tirso no fue ningún desconocido en los salones de los d’Abbadie, como él mismo escribió: “Uníame a estos Señores grande y antigua amistad […]”.

Abbadia “Puerto Carlista” 

Tras el descalabro de junio de 1869, Tirso, convertido ya en agente carlista, comenzó su labor para posibilitar el armar tropas, sin necesidad de recurrir a la toma de ciudadelas o depósitos que se habían demostrado estar fuertemente defendidos. Su eficiente trabajo comenzará con la compra y traslado de 20.000 fusiles belgas a las costas de País Vasco francés en octubre de 1869. 

Todavía neófito en el arte del contrabando, tuvo que hacer frente a numerosos problemas que comenzaron con la elección de un intermediario, un armero de Burdeos de nombre Baradat y del que Tirso siempre receló: “No (me) lo hubieran recomendado, ciertamente, si lo hubieran conocido más afondo”. Las negociaciones con este hombre fueron complicadas desde el principio, consiguiendo Tirso que el armero “se comprometiera a entregar 20.000 fusiles en los puertos del litoral que se le designaran”, siendo obligatorio la compra de un vapor destinado a su transporte. 

Acantilados cercanos a Abbadia. Imagen tomada de pro.erronda.com
Uno de los primeros lugares elegidos para el desembarco del alijo era “una pequeña ensenada próxima al parque de Abbadia porque reunía muy favorables condiciones a nuestro propósito, cuales eran la proximidad a la frontera de España y la existencia en el parque de una frondosa jara que bajaba basta la orilla del mar y podía servirnos para ocultar los fusiles, la noche del desembarco. No se había hecho aún el levantamiento y era preciso llevar las armas a España en contrabando; operación sumamente arriesgada y difícil en aquellos momentos, por la alarma que reinaba en la frontera”. Esto obligaba a poner en conocimiento del aristocrático matrimonio, allí felizmente instalado, el plan, no dudando Tirso que “prestarían su decidido concurso a la ejecución del proyectado desembarco. Más adelante se verá cuan eficazmente me ayudaron”.

El “Alar”

El armero Baradat partió hacia Londres para adquirir el primer barco contrabandista carlista: el vapor “Alar” y gestionar desde allí la compra del material belga. Sin embargo, el precio que el armero decía haber pagado por el buque distaba mucho de las cantidades que manejaba Tirso. Sin dilación partió a París a entrevistarse con Carlos VII y comunicarle la imposibilidad de continuar por falta de fondos. Con su Rey en la frontera atendiendo otros menesteres, Tirso se entrevistó con la Reina Margarita, que comprobando lo apurado de la situación se ofreció a costear la compra del vapor con la venta de sus joyas. Tirso se negó rotundamente “resuelto a llamar a todas las puertas, con lo que inauguré una vida que bien pudiera llamarse, de pordiosero de la causa tradicionalista. No fueron vanas mis gestiones y logré reunir los fondos que Baradat exigía para la compra del vapor, […]”.

Itinerario seguido por el "Alar
El “Alar” no resultó ser un barco de línea, de hecho, la primera visión que tuvieron los agentes carlistas enviados a supervisar el cargamento fue un tanto decepcionante: “Hemos examinado el vapor. Nos parece muy chiquito, viejo y de poca marcha. Según el capitán no anda más de ocho millas, […]”. Pero la compra estaba hecha. Ya fuera bergantín o cascarón, el "Alar" tenía que cumplir con su objetivo de servir de medio de transporte.

Para evitar cualquier tipo de sospechas estaba oficialmente consignado que el buque zarpando del puerto de s-Gravenzande en Países Bajos, llegase a Inglaterra, específicamente al puerto de Liverpool para proceder a la descarga del material a nombre de una casa armera, que, por supuesto, no sabía absolutamente nada ni del cargamento, ni de su compra. La realidad era que en su trayecto a lo largo de la costa inglesa el vapor tenía que recalar en el pequeño puerto de Falmouth, en la costa de Cornualles, para proceder al embarque de los prácticos y contrabandistas carlistas, para seguidamente poner rumbo hacia Hendaya y al punto elegido para el desembarco.

Tras una multitud de inconvenientes, trabas y exigencias monetarias que Baradat fue imponiendo y que llevaron a Tirso a escribir: “Baradat sabía la grandísima impaciencia con que se esperaban los fusiles en España y abusaba de la situación en que nos encontrábamos para aumentar sus exigencias. No rompí con él, pensando en el retraso que esto ocasionaría y en el daño que Baradat podía hacernos, convertido en enemigo franco y declarado”; finalmente, el 15 de octubre el vapor salió de los Países Bajos con dirección a Inglaterra y el 23 de ese mes, tras embarcar a los agentes carlistas enviados para formar parte de la tripulación del vapor, partía de Falmouth en dirección a la costa vasca.

Una Aristocrática Confabulación

Tirso se preocupó de llevar todo en completo secreto e ideando un sistema de telegramas con destinatarios, aparentemente neutrales, y con mensajes, aparente banales, pudo conocer con cierta exactitud el momento de la llegada del cargamento disponiéndose así todos los preparativos necesarios para su desembarco. Para ello contó en todo momento con la colaboración de contrabandistas de reconocido prestigio de Irún, como eran los hermanos Joaquin y Manuel Emparan Picabea.

Con noticias fehacientes de la llegada de las armas, se dispuso que los contrabandistas y marineros “accedieran la noche convenida al caserío denominado Necatoenea, próximo al castillo de Abbadia”. Dado que Tirso quería estar presente en el momento del desembarco fue preciso concertar un plan con Madame Virginie para justificar su presencia sin levantar sospechas en los terrenos del castillo, ni tan siquiera entre la servidumbre de la casa d’Abbadie.

Con el castillo todavía en obras, los d’Abbadie residían en una casa cercana al mismo, y allí se dirigió Tirso una tarde de finales de octubre: “[…] fui a merendar con los Señores d'Abbadie y me dijo la Señora, en presencia de los criados que nos servían: "Si se queda Usted a cenar con nosotros, le prometo al postre, un gran concierto". El propio Tirso explicará en sus memorias que “Madame d 'Abbadie era una artista consumada”. Siguiendo un guion previamente trazado, Tirso contestó: “Aceptaría el tentador convite, si hubiera medio de avisar a mi casa, que no me esperen”. M. Virginie, aparentemente encantada de participar de esta confabulación prosiguió con su teatral actuación: “Nada más fácil, escriba V. dos letras a su mujer, y un criado llevará inmediatamente la carta a San Juan de Luz”.

De esta forma se formó una perfecta coartada. Ya únicamente quedaba el dejar a Tirso en la soledad de un castillo en construcción a altas horas de la madrugada, por lo que M. Virginie durante la cena preguntó: “¿Persiste V. en la idea de dormir esta noche en lo que será cuarto de honor del castillo? Tenga V. presente que aún no están colocadas las ventanas y que sirven de puertas unas tablas mal unidas. [...] Hace frío, ¿no pillará usted una pulmonía? ¡Estamos (casi) en noviembre! Cuídese de arroparse mucho. En fin, si tal empeño tiene V. de que se cumpla ese extravagante capricho, cúmplase. Diré que lleven al castillo una cama de hierro, con sus colchones, una jofaina y un jarro de agua, que constituirán, por hoy, todo el ajuar del cuarto de honor. ¡Ay! Daré también orden do que no suelten los perros esta noche, para que no se vea V. expuesto a algún desagradable percance". Y es que el propio Tirso dejó constancia que “los perros de d’Abbadie eran unas fieras temidas de todos los vecinos”. Esa fiereza trascenderá las décadas porque varios años después, Bengoa, describiendo el castillo comentará que los terrenos estaban guardados por “grandes y temibles perros”.

Todo parecía marchar correctamente: Tirso, con la venia de M. Virginie, se alojaría en el inacabado castillo y con los temibles guardianes de la finca encerrados, nada importunaría la acción de los contrabandistas. La velada prosiguió sin contratiempo alguno, deleitándose el huésped con el buen hacer de su anfitriona al piano “ejecutando con maestría varias piezas clásicas de su escogido repertorio y siendo aproximadamente las 10 me despedí […] diciéndola que no quería abusar de su gran condescendencia. Precedido de un criado, que linterna en mano, me guiaba, me dirigí al castillo. Era apacible la noche, pero cuando llegamos al extremo del sendero que, serpenteando por espeso bosque, lleva a la meseta en que está emplazado el castillo, observamos que en el horizonte iban amontonándose negros nubarrones, fatal presagio de la tormenta que nos amenazaba en tan críticos momentos”.

Llegada de una galerna a la costa vasca.
Foto de Imanol Zuaznabar
De Castillos y Contrabandistas

A punto de ser alojado en un fantasmagórico castillo gótico en construcción, con una tormenta en ciernes y un gran alijo de armas en espera de arribar a una pequeña cala en las cercanías, Tirso dejó que su pluma describiera el momento al más puro estilo literario: “Fantásticamente iluminada por la melancólica luz de la luna, perfilábase la armoniosa silueta de Abbadia con su filigranada crestería y esbelto torreón del homenaje. Solo interrumpía el majestuoso silencio de la noche, los lamentos de las tímidas gaviotas que, temerosas se aproximaban las orillas, huyendo de la tormenta que se avecinaba. Percibíase a lo lejos el arrullo soñoliento del mar, cuyas traidoras olas erguidas, coronadas de espumarajos habían de quebrantar, poco después, su imponente rabia, contra las peñas que acariciaban ahora suavemente. Contemplé largo rato en silencio aquel admirable espectáculo, despedí al criado que me acompañaba y entré en el castillo. Sin pisos en los cuartos superiores, aparentes las vigas y viguetas que habían de soportarlos, el edificio parecía el esqueleto de un enorme cetáceo”.

Tras pasar unos minutos en la habitación, que aprovechó para tumbarse y arrugar las sabanas “para que pudiera creerse que en aquel lecho había dormido”, Tirso se encaminó al caserío Nekatonea, donde encontró “reunidos a contrabandistas y marineros” según lo convenido. El encuentro entre dos clases sociales extremas quedará reflejado en el diario: “algunos se sonrieron al verme entrar en la cocina. No estaban acostumbrados a que gente trajeada como yo, los acompañara en sus correrías nocturnas”. Tras ordenar que algunas lanchas se hicieran a la mar, “para el caso de que llegara el vapor antes de la hora prevista” y se hiciera acopio de algunas provisiones para los hombres allí congregados, Tirso regresó al castillo para realizar su propia y solitaria espera.

Un Cuento Gótico

A la luz del farolillo que me habían prestado en el caserío, examiné de nuevo la osamenta de mi extraño dormitorio y me tumbé en la cama. Estaba algo fatigado y esta vez el sueño me impuso su inexcusable ley; a los pocos momentos quedé profundamente dormido. ¿Cuánto duró aquel sueño? No sabré decirlo. Breve rato debió ser, pues según me contaron los marineros, no tardó en desencadenarse el fuerte temporal a cuya estrepitosa acometida me desperté sobresaltado. Dueño absoluto del interior de aquel edificio, en el que no había, como he dicho, ni puertas ni ventanas que le estorbaran el paso, zurraba el viento con furia, produciendo sus silbidos los más discordantes acordes. A esa música infernal acompañaba el chasquido del granizo que azotaban las tejas y el fragor de roncos y prolongados truenos. Agréguese a este cuadro la visión fantástica del esqueleto en que me hallaba encerrado, producida por incesantes relámpagos”. Inmerso en un pasaje de un notable cuento gótico que bien pudiera haber surgido de la mente de Edgar Alan Poe, Tirso aguardaba inútilmente a que llegase el aviso del avistamiento del “Alar”: “Tras larga espera, intranquilo por la suerte de las lanchas que habían salido al encuentro del vapor, me dirigí al caserío de Necatonea”.

Planes Frustados

En la cocina del caserío, Tirso se encontró con marineros y contrabandistas. El “Alar” había sido avistado, pero tras acercarse las lanchas a él, había estallado la tormenta y todos se habían dispersado buscando refugio. Dos botes, con marinería proveniente del cercano pueblo de Ziburu, habían entrado en el puerto de Sokoa y Tirso, temiendo por la discreción de aquellos marineros, relatará: “sin perder un momento, salí para Ciburu, siguiendo la línea férrea, para no ser visto”. Allí se dirigió a casa del cura párroco que le había proporcionado los contactos con aquellas gentes y “le pedí que avistara inmediatamente con los patrones de las lanchas y les entregará una buena gratificación, para que las repartieran entre los marineros, recomendándoles la mayor de las reservas”.

Puerto de Socoa en la bahía de San Juan de Luz.
Imagen tomada de Álbum Siglo XIX
Al amanecer del 26 de octubre de 1869 y ante el alivio momentáneo de Tirso, el “Alar” entraba indemne en la bahía de San Juan de Luz: “Así terminó aquella agitada noche, preludio de otras muchas, no menos agitadas que el armamento de nuestro ejército me tenía reservadas”. Sin embargo, la visión de un buque de medio tonelaje en aquella bahía era todo un acontecimiento y “pronto cundió el rumor de que venía cargado de armas para los carlistas. La situación iba siendo crítica, era preciso no perder momento si se había de conjugar el peligro” de un posible apresamiento por parte de las autoridades francesas. Tirso dio inmediato aviso al buque para que saliera del puerto y se dirigiera de nuevo a una zona próxima a la ensenada de Abbadia.

Un Accidentando Desembarco

Finalmente, el 27 de octubre Tirso escribirá: “Alabado sea Dios. Se han podido desembarcar los fusiles, pero arrecia el temporal y el barco ha vuelto una vez más a puerto”, permaneciendo los fusiles escondidos en los jaros de la cala.

La mala mar impedía que el vapor se alejara de la costa y trascurrieron los días mientras aumentaba la impaciencia por parte de todos los implicados, temiendo que finalmente perdieran barco y armas. Un punto añadido de desesperación a la situación la puso el propio capitán del Alar que comunicó que no tenía carbón suficiente en su bodega para cumplir la orden de alejarse. Tirso prácticamente entró en pánico: “Me he vuelto loco buscando carbón para mandárselo, pero aquí no se vende”. Finalmente, se consiguieron 12 toneladas, pagadas espléndidamente, con el problema añadido de proceder a su carga y la demora que eso suponía.

Desembarco de armas en la costa. Imagen tomada de Álbum Siglo XIX
Las extrañas maniobras de un vapor de medio tonelaje como el “Alar”, entrando y saliendo de un puerto pequeño como el de San Juan de Luz y su accidentada carga de combustible, nutrían todos los mentideros desde Donostia a Bayona: “la estancia del Alar es tema de todas las conversaciones”. Los mensajes que recibía Tirso eran alarmantes, instándole a que el vapor se hiciera cuanto antes a la mar, y comunicándole que “[…] se ha dado orden al guarda costas “Le Chamoix” de venir a prender nuestro barco. Esto no es vivir, pues recibo a la vez de San Sebastián otro aviso según el cual otro barco de guerra español, “La Concordia” ha recibido orden de venir con el mismo objeto que el Chamoix”. Además, el armero Baradat, presionaba a Tirso para que se deshiciera de todos los papeles comprometedores para su persona ante un fatal e inminente desenlace del turbio negocio.

Para comprometer aún más la situación, el 4 de noviembre uno de los criados de d’Abbadie encontró los fusiles ocultos en la jara de la ensenada “y se lo ha contado a los que deshojaban el maíz con él”. Allegados a Tirso se vieron en la obligación de hacer llegar un mensaje suplicando a M. Virginie para “que llame a sus criados y los haga prometer que guarden la mayor reserva”.

Alegría Carlista y Desilusión Liberal

El 5 de noviembre y, tras días de pura angustia, se puso fin a la dilatada espera de ver partir el pabellón del “Alar”: “Aleluya, […] el “Alar” está andando para Inglaterra. Bendito sea Dios que nos ha librado de las garras de tanto enemigo, pero ¡que apretada ha estado la cosa!”. Esa misma mañana Tirso no puedo evitar regocijarse con la presencia de los vicecónsules de Hendaya y San Juan de Luz “ambos acérrimos anti-carlistas, que informados sin duda de la próxima llegada de “La Concordia”, venían a presenciar la captura de nuestro barco. […] No tardó mucho en aparecer el barco de guerra español. Entro muy ufano en la bahía creyendo sorprender y apresar a su víctima… el pájaro no estaba en la jaula, ¡había volado! Muy cruel debió ser el desengaño para el desventurado capitán, que tuvo que volver a San Sebastián sin el codiciado trofeo que impacientes aguardaba allí los liberales”. 

Pero todavía había que sacar a los fusiles de los terrenos de los Abbadie y aquella misma noche, paquetes al hombro, se consiguió que las armas cruzaran la frontera gracias “al extremo dominio que tenían de su oficio…su arte…” los contrabandistas que colaboraban con Tirso.

No hubo más desembarcos de armas en los terrenos de la casa de los d’Abbadie. Sin embargo, la aristocrática “travesura”, su confabulación carlista se perpetuó en el tiempo tal y como pone de manifiesto una misiva de puño y letra que Tirso remitió a M. Virginie en junio de 1876. En ella se agradecía a la señora del castillo Abbadia su intervención y gestiones para evitar el embargo de unos cuantos miles de fusiles carlistas, ya concluida la guerra; para seguidamente tratar de temas más mundanos como el nacimiento de un nuevo hijo de Tirso, su relación con su suegra o la solicitud de una pronta visita a Abbadia para deleitarse con la maestría de Virginie al piano. En esta corta carta, que Tirso terminará firmando jocosamente como “Tirso de la Mancha”, se aprecia la confianza profesada por ambas casas, utilizando un lenguaje que únicamente es posible entre gentes unidas por una gran amistad y trato cercano.

Abbadia en la Actualidad

Para todo aquel que se acerque a la costa vasco-francesa, se puede considerar el castillo  Abbadia y su entorno como una parada obligada. El exterior, muestra la magnificencia de un edificio neogótico, enmarcado en un gran terreno que fue utilizado como lugar de esparcimiento de las clases más acomodadas. El interior, conformado como un mosaico de épocas y culturas, roza lo esotérico, reflejo de la compleja personalidad y basta cultura que atesoraron sus dueños y que hoy permanecen enterrados juntos en la capilla de su castillo.

También es visitable el entorno del caserío Nekatonea, allí donde contrabandistas, marineros y Tirso se dieron cita en una desapacible noche de octubre.

Entre aquellas paredes y en aquella finca, protegida por temibles perros, rondan todavía pequeños secretos como el de aquel primer gran desembarco de armas carlistas de 1869.

Agradecimientos

A Victor Sierra-Sesúmaga por ponerme tras al pista de las "Memorias de un Contrabandista".

A la Fundación Popular de Estudios Vascos - Euskal Ikasketetarako Fundazio Popularra por su labor de digitalización y puesta a disposición de los investigadores del archivo de D. Tirso Olazabal.


Nota del Autor

Para ampliar información sobre Abbadia, Antoine d´Abbadie y Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet es indispensable visitar la web, http://www.archives-abbadia.fr/, de cuyos fondos se ha obtenido mucha de la información e imágenes que se muestra en esta entrada al blog.