Castillo - Observatorio de Abbadia (Siglo XIX) levantado sobre los acantilados de Hendaya. Tomado del GoogleEarth |
El carlismo del siglo XIX siempre presentó dos vías de acción para alcanzar sus fines: la política, que fue abrazada con entusiasmo por sectores instruidos de fervientes tradicionalistas; y la belicista, impregnada en el más profundo acervo de resistencia al cambio de su base social, que además, ligaba perfectamente con el sistema de pronunciamientos instaurado en nuestro turbulento siglo decimonónico.
Tras el triunfo de la revolución que derrocó a Isabel II en 1868, fueron varios los chispazos legitimistas que fueron sofocados rápidamente. En la base de su fracaso se encontraba la obligatoria supeditación de obtener el indispensable armamento a la toma de una importante ciudadela militar. Premisa nunca cumplida, independientemente de los oscuros planes que se hubieran tejido alrededor de las guarniciones, y llegado el momento, el desbaratamiento del asalto a estos grandes depósitos, condenaba al resto de los insurrectos.
Ciudadela de Pamplona. Tomado del Diario de Navarra |
Es por ello que desde esa fecha se incrementaran los esfuerzos por conseguir fondos con los que adquirir armas y munición en el extranjero para paliar estas carencias y dependencias, siendo varios los comisionados que fueron enviados al extranjero. Entre estos agentes carlistas destacará, por méritos propios, D. Tirso Olazabal Lardizabal.
D. Tirso Olazabal, Avezado Carlista
Tirso Julián Francisco José Ramón María Olazabal Lardizabal, así bautizado el 28 de enero de 1842 en la parroquia de Nuestra Señora del Juncal en Irún (Gipuzkoa), era por aquel entonces un joven noble de nacimiento, cuyo linaje figuraba entre unos de los más destacados de la provincia de Gipuzkoa, hundiendo sus raíces hasta los albores de la Edad Media. Además, su acomodada familia se entroncaba con lazos de sangre con otras estirpes, no menos insignes y singulares, que plagaban de nombres propios las distintas facetas sociales, políticas y económicas a ambos lados de la frontera.
Su educación fue notablemente selecta, como él mismo relató: “En el mes de mayo de 1855”, cuando contaba con tan solo 13 años, “me llevaron al hermoso colegio que los Padres Jesuitas tenían en la Sauve, cerca de Burdeos y allí estuve hasta que deseando dedicarme especialmente a las matemáticas, fui a París. Ingresé entonces en la célebre escuela de Santa Genoveva, comúnmente conocida con el nombre de Escuela de la Rue des Postes, […]”. Su estancia en la capital francesa coincidió con la guerra con Marruecos 1859 –1860 y finalizados sus estudios retornó a su natal villa de Irún, pasando a vivir en el sobrio palacio de Arbelaiz.
D. Tirso Olazabal Lardizabal en 1870. Modificado de "La sociedad vasca del siglo XIX en la correspondencia del Archivo de la Casa Zavala" |
Con la revolución progresista de 1868, que puso un abrupto fin a la época de moderantismo monárquico que había caracterizado el reinado de Isabel II, Tirso fue llamado a participar de las nuevas Cortes, pero “¿Que acogida podía tener un puñado de Diputados carlistas en una asamblea compuesta de los elementos más revolucionarios y anárquicos de España?”. Tanto fue así, que temiendo por su integridad física comentaba: “Íbamos siempre armados al Congreso y recuerdo que, pocos días antes de la elección de Don Amadeo, uno de mis compañeros le dijo al general Prim enseñándole la empuñadora del revolver que llevaba en el bolsillo, "con estos argumentos venimos al Congreso los Diputados carlistas"”. A lo que el general contesto: “Estos mismos argumentos traigo yo”. La dialéctica de las armas y la pólvora estaba sustituyendo a pasos agigantados a la política.
Durante la elección de Amadeo de Saboya como regente de España, Tirso se negó a acudir al pleno, aunque fue requerido expresamente para ello: “Tan apurados se vieron los gobernantes, que aún conservo la carta que me escribió Prim para que acudiera al parlamento el día de la votación, contestándole que yo era carlista”. El siempre existente belicismo carlista tomaba impulso a medida que su actividad política comenzaba a quedar retraída ante la vorágine de acontecimientos.
Para entonces Tirso ya formaba parte de los conjurados carlistas más activos y convencidos, cuya militancia quedaría resumida años después en el siguiente párrafo: “Si he servido al Rey con la más acrisolada lealtad, obre así, principalmente, porque su Augusta persona, a más del representante de la legitimidad, veía al defensor designado por la Providencia para amparar los derechos de la Iglesia de Cristo, para devolver a la Patria el ejercicio de sus gloriosas tradiciones genuinamente católicas y forales”. Una aceptación sin fisuras de los principios del axioma carlista de: “Dios, Patria, Rey y Fueros”.
Las biografías actuales cuentan que era un gran aficionado a la música pero, como él mismo expresará, también fue un empedernido cazador que gustaba de deambular por los montes y campos en busca de piezas: “Era yo cazador infatigable en aquella época, y con la escopeta al hombro, ni en el llano, ni el monte, llamaba la atención mi presencia”. Esta afición le permitió actuar como enlace entre ambos lados de la frontera, moverse por el territorio libremente para acudir a reuniones clandestinas sin levantar sospechas o conversar de forma anodina para salir de algún apuro: “[…] había oído cantar muchas codornices por la mañana, y empecé a hablar de caza, es conversación de grandes recursos, cuando no se sabe de qué hablar”.
El polo de atracción que marcaba la pintoresca costa vasca para la aristocracia europea, ávida de balnearios, casinos y playas, puesta de moda por la presencia reinas y emperatrices, permitió a Tirso codearse y contar entre sus amistades con la crema y nata de la sociedad del XIX. Con 26 años, Tirso constituía el estereotipo de caballero legitimista de clase alta, poliglota, de refinados modales, don de gentes y con contactos que alcanzaban todos los espectros sociales del momento. A todo ello, sumaba varias características personales de gran valía para las empresas que iba a acometer, entre ellas, y como buen irunés, estaba empapado del carácter fronterizo que le permitía encontrándose a ambos lados de aquella permeable “muga”, como en casa.
“Memorias de un Contrabandista”
Constituido en un adalid de la causa carlista, Tirso estuvo dispuesto a empeñar su prestigio, economía, y en algunos momentos su propia vida, en una empresa que él se encargaría de narrar años después como si de una novela de aventuras se tratase: “Desde el principio de la guerra hasta su terminación, mi constante afán fue reunir fondos para comprar fusiles, cañones y municiones y llevarlos a España, para armar a nuestros heroicos voluntarios. Ahora bien, siendo eso así, ¿no os parece oportuno bautizar este libro, en el que he de ocuparme principalmente de la compra de ese armamento y de los alijos que realicé en nuestros puertos, con el nombre de "Memorias de un contrabandista"? Sea pues ese título con que le bauticemos”.
Imagen de un apresamiento de un buque contrabandista carlista. Tomado de Álbum Siglo XIX |
Y no sólo desorientó a los historiadores de época, sino a todos aquellos que han querido acercarse al conocimiento del desembarco de armas para el ejército carlista, entre los que se encuentran historiadores de merecido lustre como Jose Fernandez de Gaytan o Juan Pardo San Gil, así como aquellos interesados de la historia contemporánea que hemos bebido de las mismas fuentes.
El propio Tirso se encargó posteriormente de enmendar sus elaboradas “mentiras" a petición directa de su Rey: “Ahora bien, siendo esto cierto, ¿no os parece que era indispensable señalar y corregir tamaños errores? Así lo creyó nuestro Rey; por eso me indicó la conveniencia de que escribiera este libro”. Es por tanto, "Memorias de un contrabandista" un texto de singular importancia, que permaneció en poder de sus herederos durante años, salvándose milagrosamente de la quema de Irún de 1936. Gracias a las gestiones de Javier Orbe, José Joaquín de Olazabal, actual Conde de Arbelaiz, permitió a la "Fundación Popular de Estudios Vascos - Euskal Ikasketetarako Fundazio Popularra" su digitalización, otorgando, además, la facultad de disponer de él para su estudio.
A lo largo de varias entradas nos acercaremos a algunas de los pasajes de este todavía ignoto volumen, esperando que en un futuro vean la luz los hechos vividos en primera persona por Tirso Olazabal, cuyas actuaciones cimentaron la posibilidad de triunfo del ejército carlista en la última guerra carlista.
Antoine d´Abbadie, Virginie Vincent y su Conexión Carlista
Si realizar un resumen de la vida de Tirso Olazabal resulta una tarea complicada, no lo es menos el poder sintetizar quienes fueron Antoine Thomson d'Abbadie d'Arrast y su mujer Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet, licitadores y habitantes del fastuoso castillo que da título a este capítulo.
Antonie había nacido el 3 de enero de 1810 siendo el primogénito de una acaudalada y notable familia que mezclaba sangre vasco-francesa por parte de padre e irlandesa por parte de madre. Citando al también polifacético Ricardo Becerro de Bengoa, Antonie d’Abbadie era “heredero de un nombre glorioso en las ciencias, de un talento de primer orden y de cuantiosa fortuna, que se dedicó al estudio desde joven con la vocación de un hombre extraordinario, y terminada su carrera, se decidió a emprender grandes y difíciles trabajos. D'Abbadie tenía desde escolar, la fé de un misionero y el entusiasmo viajero de un barón de Humboldt”.
Tras pasar su niñez a caballo entre Dublín y Londres, la familia d'Abbadie retornó a Francia, estableciéndose en Toulouse. Allí obtuvo el grado de filosofía, pero fascinado por las ciencias exactas y los grandes descubrimientos, se trasladó a París para continuar sus estudios. Con tan solo 22 años, la muerte de su padre le convirtió en cabeza de familia pasando a administrar su hacienda y capital. Fue en ese tiempo, concretamente en 1834, cuando adquirió de una notable extensión de terreno, llamado “Bordaberri” en las cercanías de Hendaya, que fue ampliando paulatinamente con el paso de los años. Con ello, continuaba su relación con el mundo vasco, heredando de su padre una especial sensibilidad por su cultura paterna, acrecentada por sus frecuentes visitas a la costa vasco-francesa durante su vida en Toulouse.
Mapa esquemático del periplo africano de Antoine D'Abbadie entre 1837 y 1848. Tomado de http://ethiopiko.org |
Tras casi 11 años viviendo en los confines del mundo conocido, sin duda el retorno a la vieja Europa supuso un notable choque emocional que palio, en gran medida, desposándose en 1859 con Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet, una joven noble de Lyon. Si bien Virgine tenía 11 años menos que Antonie, parece que ambos encontraron el alma gemela que les permitió salir de una “soltería” prolongada, nunca bien contemplada a los ojos de la encorsetada sociedad del XIX. De Virgine, la bibliografía comenta que presentaba un “espíritu vivo y alma sensible, siendo uno de los rasgos de su personalidad su pasión por la música y especialmente por el piano”.
Junto a su esposa, Antoine llevó una existencia de erudito acomodado, y mientras mantenía sus viajes y trabajos transversales que tocaban distintos ámbitos científicos, decidió convertir la hacienda que había comprado en las cercanías de Hendaya varios años antes, en su refugio familiar. Así retomó el contacto con la cultura vasca tras el paréntesis de sus largos viajes. El compromiso con la cultura de esa parte de sus ancestros se acrecentó desde aquel momento, instituyendo concursos de pelota y poesía, que tendrían gran trascendencia.
Virginie d'Abbdie en la escalinata de acceso al castillo. Modificada de http://www.archives-abbadia.fr |
Su “castillo”, bautizado como “Abbadia”, fue una construcción compleja cuyos planos pasaron por tres notables arquitectos de época, hasta que finalmente fueron Eugène Viollet-le-Duc y Edmond Duthoit los que, en junio de 1864, se hicieran cargo de la faraónica obra, construyendo un espléndido ejemplo del neogótico al servicio de la ciencia y de las excentricidades de un dueño que era definido como geógrafo, topógrafo, antropólogo, lingüista, numismático, astrónomo y astrólogo.
Pero sin lugar a dudas, fue su mujer Virginie, la que asumiendo un papel principal en proceso de construcción y decoración del castillo y, tomando las riendas de las relaciones sociales del matrimonio, la que imprimió el carácter de hospitalidad que siempre caracterizó a la hacienda. Convertida en un polo de atracción de notables eruditos, aventureros, aristócratas o vascófilos, no faltaron en sus dependencias hombres de la talla de Rochefort Pierre Loti o carlistas convencidos como D. Tirso Olazabal. Y es que Tirso no fue ningún desconocido en los salones de los d’Abbadie, como él mismo escribió: “Uníame a estos Señores grande y antigua amistad […]”.
Abbadia “Puerto Carlista”
Tras el descalabro de junio de 1869, Tirso, convertido ya en agente carlista, comenzó su labor para posibilitar el armar tropas, sin necesidad de recurrir a la toma de ciudadelas o depósitos que se habían demostrado estar fuertemente defendidos. Su eficiente trabajo comenzará con la compra y traslado de 20.000 fusiles belgas a las costas de País Vasco francés en octubre de 1869.
Todavía neófito en el arte del contrabando, tuvo que hacer frente a numerosos problemas que comenzaron con la elección de un intermediario, un armero de Burdeos de nombre Baradat y del que Tirso siempre receló: “No (me) lo hubieran recomendado, ciertamente, si lo hubieran conocido más afondo”. Las negociaciones con este hombre fueron complicadas desde el principio, consiguiendo Tirso que el armero “se comprometiera a entregar 20.000 fusiles en los puertos del litoral que se le designaran”, siendo obligatorio la compra de un vapor destinado a su transporte.
Acantilados cercanos a Abbadia. Imagen tomada de pro.erronda.com |
El “Alar”
El armero Baradat partió hacia Londres para adquirir el primer barco contrabandista carlista: el vapor “Alar” y gestionar desde allí la compra del material belga. Sin embargo, el precio que el armero decía haber pagado por el buque distaba mucho de las cantidades que manejaba Tirso. Sin dilación partió a París a entrevistarse con Carlos VII y comunicarle la imposibilidad de continuar por falta de fondos. Con su Rey en la frontera atendiendo otros menesteres, Tirso se entrevistó con la Reina Margarita, que comprobando lo apurado de la situación se ofreció a costear la compra del vapor con la venta de sus joyas. Tirso se negó rotundamente “resuelto a llamar a todas las puertas, con lo que inauguré una vida que bien pudiera llamarse, de pordiosero de la causa tradicionalista. No fueron vanas mis gestiones y logré reunir los fondos que Baradat exigía para la compra del vapor, […]”.
Itinerario seguido por el "Alar |
Para evitar cualquier tipo de sospechas estaba oficialmente consignado que el buque zarpando del puerto de s-Gravenzande en Países Bajos, llegase a Inglaterra, específicamente al puerto de Liverpool para proceder a la descarga del material a nombre de una casa armera, que, por supuesto, no sabía absolutamente nada ni del cargamento, ni de su compra. La realidad era que en su trayecto a lo largo de la costa inglesa el vapor tenía que recalar en el pequeño puerto de Falmouth, en la costa de Cornualles, para proceder al embarque de los prácticos y contrabandistas carlistas, para seguidamente poner rumbo hacia Hendaya y al punto elegido para el desembarco.
Tras una multitud de inconvenientes, trabas y exigencias monetarias que Baradat fue imponiendo y que llevaron a Tirso a escribir: “Baradat sabía la grandísima impaciencia con que se esperaban los fusiles en España y abusaba de la situación en que nos encontrábamos para aumentar sus exigencias. No rompí con él, pensando en el retraso que esto ocasionaría y en el daño que Baradat podía hacernos, convertido en enemigo franco y declarado”; finalmente, el 15 de octubre el vapor salió de los Países Bajos con dirección a Inglaterra y el 23 de ese mes, tras embarcar a los agentes carlistas enviados para formar parte de la tripulación del vapor, partía de Falmouth en dirección a la costa vasca.
Una Aristocrática Confabulación
Tirso se preocupó de llevar todo en completo secreto e ideando un sistema de telegramas con destinatarios, aparentemente neutrales, y con mensajes, aparente banales, pudo conocer con cierta exactitud el momento de la llegada del cargamento disponiéndose así todos los preparativos necesarios para su desembarco. Para ello contó en todo momento con la colaboración de contrabandistas de reconocido prestigio de Irún, como eran los hermanos Joaquin y Manuel Emparan Picabea.
Con noticias fehacientes de la llegada de las armas, se dispuso que los contrabandistas y marineros “accedieran la noche convenida al caserío denominado Necatoenea, próximo al castillo de Abbadia”. Dado que Tirso quería estar presente en el momento del desembarco fue preciso concertar un plan con Madame Virginie para justificar su presencia sin levantar sospechas en los terrenos del castillo, ni tan siquiera entre la servidumbre de la casa d’Abbadie.
Con el castillo todavía en obras, los d’Abbadie residían en una casa cercana al mismo, y allí se dirigió Tirso una tarde de finales de octubre: “[…] fui a merendar con los Señores d'Abbadie y me dijo la Señora, en presencia de los criados que nos servían: "Si se queda Usted a cenar con nosotros, le prometo al postre, un gran concierto". El propio Tirso explicará en sus memorias que “Madame d 'Abbadie era una artista consumada”. Siguiendo un guion previamente trazado, Tirso contestó: “Aceptaría el tentador convite, si hubiera medio de avisar a mi casa, que no me esperen”. M. Virginie, aparentemente encantada de participar de esta confabulación prosiguió con su teatral actuación: “Nada más fácil, escriba V. dos letras a su mujer, y un criado llevará inmediatamente la carta a San Juan de Luz”.
De esta forma se formó una perfecta coartada. Ya únicamente quedaba el dejar a Tirso en la soledad de un castillo en construcción a altas horas de la madrugada, por lo que M. Virginie durante la cena preguntó: “¿Persiste V. en la idea de dormir esta noche en lo que será cuarto de honor del castillo? Tenga V. presente que aún no están colocadas las ventanas y que sirven de puertas unas tablas mal unidas. [...] Hace frío, ¿no pillará usted una pulmonía? ¡Estamos (casi) en noviembre! Cuídese de arroparse mucho. En fin, si tal empeño tiene V. de que se cumpla ese extravagante capricho, cúmplase. Diré que lleven al castillo una cama de hierro, con sus colchones, una jofaina y un jarro de agua, que constituirán, por hoy, todo el ajuar del cuarto de honor. ¡Ay! Daré también orden do que no suelten los perros esta noche, para que no se vea V. expuesto a algún desagradable percance". Y es que el propio Tirso dejó constancia que “los perros de d’Abbadie eran unas fieras temidas de todos los vecinos”. Esa fiereza trascenderá las décadas porque varios años después, Bengoa, describiendo el castillo comentará que los terrenos estaban guardados por “grandes y temibles perros”.
Todo parecía marchar correctamente: Tirso, con la venia de M. Virginie, se alojaría en el inacabado castillo y con los temibles guardianes de la finca encerrados, nada importunaría la acción de los contrabandistas. La velada prosiguió sin contratiempo alguno, deleitándose el huésped con el buen hacer de su anfitriona al piano “ejecutando con maestría varias piezas clásicas de su escogido repertorio y siendo aproximadamente las 10 me despedí […] diciéndola que no quería abusar de su gran condescendencia. Precedido de un criado, que linterna en mano, me guiaba, me dirigí al castillo. Era apacible la noche, pero cuando llegamos al extremo del sendero que, serpenteando por espeso bosque, lleva a la meseta en que está emplazado el castillo, observamos que en el horizonte iban amontonándose negros nubarrones, fatal presagio de la tormenta que nos amenazaba en tan críticos momentos”.
A punto de ser alojado en un fantasmagórico castillo gótico en construcción, con una tormenta en ciernes y un gran alijo de armas en espera de arribar a una pequeña cala en las cercanías, Tirso dejó que su pluma describiera el momento al más puro estilo literario: “Fantásticamente iluminada por la melancólica luz de la luna, perfilábase la armoniosa silueta de Abbadia con su filigranada crestería y esbelto torreón del homenaje. Solo interrumpía el majestuoso silencio de la noche, los lamentos de las tímidas gaviotas que, temerosas se aproximaban las orillas, huyendo de la tormenta que se avecinaba. Percibíase a lo lejos el arrullo soñoliento del mar, cuyas traidoras olas erguidas, coronadas de espumarajos habían de quebrantar, poco después, su imponente rabia, contra las peñas que acariciaban ahora suavemente. Contemplé largo rato en silencio aquel admirable espectáculo, despedí al criado que me acompañaba y entré en el castillo. Sin pisos en los cuartos superiores, aparentes las vigas y viguetas que habían de soportarlos, el edificio parecía el esqueleto de un enorme cetáceo”.
Tras pasar unos minutos en la habitación, que aprovechó para tumbarse y arrugar las sabanas “para que pudiera creerse que en aquel lecho había dormido”, Tirso se encaminó al caserío Nekatonea, donde encontró “reunidos a contrabandistas y marineros” según lo convenido. El encuentro entre dos clases sociales extremas quedará reflejado en el diario: “algunos se sonrieron al verme entrar en la cocina. No estaban acostumbrados a que gente trajeada como yo, los acompañara en sus correrías nocturnas”. Tras ordenar que algunas lanchas se hicieran a la mar, “para el caso de que llegara el vapor antes de la hora prevista” y se hiciera acopio de algunas provisiones para los hombres allí congregados, Tirso regresó al castillo para realizar su propia y solitaria espera.
Un Cuento Gótico
“A la luz del farolillo que me habían prestado en el caserío, examiné de nuevo la osamenta de mi extraño dormitorio y me tumbé en la cama. Estaba algo fatigado y esta vez el sueño me impuso su inexcusable ley; a los pocos momentos quedé profundamente dormido. ¿Cuánto duró aquel sueño? No sabré decirlo. Breve rato debió ser, pues según me contaron los marineros, no tardó en desencadenarse el fuerte temporal a cuya estrepitosa acometida me desperté sobresaltado. Dueño absoluto del interior de aquel edificio, en el que no había, como he dicho, ni puertas ni ventanas que le estorbaran el paso, zurraba el viento con furia, produciendo sus silbidos los más discordantes acordes. A esa música infernal acompañaba el chasquido del granizo que azotaban las tejas y el fragor de roncos y prolongados truenos. Agréguese a este cuadro la visión fantástica del esqueleto en que me hallaba encerrado, producida por incesantes relámpagos”. Inmerso en un pasaje de un notable cuento gótico que bien pudiera haber surgido de la mente de Edgar Alan Poe, Tirso aguardaba inútilmente a que llegase el aviso del avistamiento del “Alar”: “Tras larga espera, intranquilo por la suerte de las lanchas que habían salido al encuentro del vapor, me dirigí al caserío de Necatonea”.
Planes Frustados
En la cocina del caserío, Tirso se encontró con marineros y contrabandistas. El “Alar” había sido avistado, pero tras acercarse las lanchas a él, había estallado la tormenta y todos se habían dispersado buscando refugio. Dos botes, con marinería proveniente del cercano pueblo de Ziburu, habían entrado en el puerto de Sokoa y Tirso, temiendo por la discreción de aquellos marineros, relatará: “sin perder un momento, salí para Ciburu, siguiendo la línea férrea, para no ser visto”. Allí se dirigió a casa del cura párroco que le había proporcionado los contactos con aquellas gentes y “le pedí que avistara inmediatamente con los patrones de las lanchas y les entregará una buena gratificación, para que las repartieran entre los marineros, recomendándoles la mayor de las reservas”.
Puerto de Socoa en la bahía de San Juan de Luz. Imagen tomada de Álbum Siglo XIX |
Un Accidentando Desembarco
Finalmente, el 27 de octubre Tirso escribirá: “Alabado sea Dios. Se han podido desembarcar los fusiles, pero arrecia el temporal y el barco ha vuelto una vez más a puerto”, permaneciendo los fusiles escondidos en los jaros de la cala.
La mala mar impedía que el vapor se alejara de la costa y trascurrieron los días mientras aumentaba la impaciencia por parte de todos los implicados, temiendo que finalmente perdieran barco y armas. Un punto añadido de desesperación a la situación la puso el propio capitán del Alar que comunicó que no tenía carbón suficiente en su bodega para cumplir la orden de alejarse. Tirso prácticamente entró en pánico: “Me he vuelto loco buscando carbón para mandárselo, pero aquí no se vende”. Finalmente, se consiguieron 12 toneladas, pagadas espléndidamente, con el problema añadido de proceder a su carga y la demora que eso suponía.
Desembarco de armas en la costa. Imagen tomada de Álbum Siglo XIX |
Para comprometer aún más la situación, el 4 de noviembre uno de los criados de d’Abbadie encontró los fusiles ocultos en la jara de la ensenada “y se lo ha contado a los que deshojaban el maíz con él”. Allegados a Tirso se vieron en la obligación de hacer llegar un mensaje suplicando a M. Virginie para “que llame a sus criados y los haga prometer que guarden la mayor reserva”.
Alegría Carlista y Desilusión Liberal
El 5 de noviembre y, tras días de pura angustia, se puso fin a la dilatada espera de ver partir el pabellón del “Alar”: “Aleluya, […] el “Alar” está andando para Inglaterra. Bendito sea Dios que nos ha librado de las garras de tanto enemigo, pero ¡que apretada ha estado la cosa!”. Esa misma mañana Tirso no puedo evitar regocijarse con la presencia de los vicecónsules de Hendaya y San Juan de Luz “ambos acérrimos anti-carlistas, que informados sin duda de la próxima llegada de “La Concordia”, venían a presenciar la captura de nuestro barco. […] No tardó mucho en aparecer el barco de guerra español. Entro muy ufano en la bahía creyendo sorprender y apresar a su víctima… el pájaro no estaba en la jaula, ¡había volado! Muy cruel debió ser el desengaño para el desventurado capitán, que tuvo que volver a San Sebastián sin el codiciado trofeo que impacientes aguardaba allí los liberales”.
Pero todavía había que sacar a los fusiles de los terrenos de los Abbadie y aquella misma noche, paquetes al hombro, se consiguió que las armas cruzaran la frontera gracias “al extremo dominio que tenían de su oficio…su arte…” los contrabandistas que colaboraban con Tirso.
No hubo más desembarcos de armas en los terrenos de la casa de los d’Abbadie. Sin embargo, la aristocrática “travesura”, su confabulación carlista se perpetuó en el tiempo tal y como pone de manifiesto una misiva de puño y letra que Tirso remitió a M. Virginie en junio de 1876. En ella se agradecía a la señora del castillo Abbadia su intervención y gestiones para evitar el embargo de unos cuantos miles de fusiles carlistas, ya concluida la guerra; para seguidamente tratar de temas más mundanos como el nacimiento de un nuevo hijo de Tirso, su relación con su suegra o la solicitud de una pronta visita a Abbadia para deleitarse con la maestría de Virginie al piano. En esta corta carta, que Tirso terminará firmando jocosamente como “Tirso de la Mancha”, se aprecia la confianza profesada por ambas casas, utilizando un lenguaje que únicamente es posible entre gentes unidas por una gran amistad y trato cercano.
Abbadia en la Actualidad
Para todo aquel que se acerque a la costa vasco-francesa, se puede considerar el castillo Abbadia y su entorno como una parada obligada. El exterior, muestra la magnificencia de un edificio neogótico, enmarcado en un gran terreno que fue utilizado como lugar de esparcimiento de las clases más acomodadas. El interior, conformado como un mosaico de épocas y culturas, roza lo esotérico, reflejo de la compleja personalidad y basta cultura que atesoraron sus dueños y que hoy permanecen enterrados juntos en la capilla de su castillo.
También es visitable el entorno del caserío Nekatonea, allí donde contrabandistas, marineros y Tirso se dieron cita en una desapacible noche de octubre.
Entre aquellas paredes y en aquella finca, protegida por temibles perros, rondan todavía pequeños secretos como el de aquel primer gran desembarco de armas carlistas de 1869.
Agradecimientos
A Victor Sierra-Sesúmaga por ponerme tras al pista de las "Memorias de un Contrabandista".
A la Fundación Popular de Estudios Vascos - Euskal Ikasketetarako Fundazio Popularra por su labor de digitalización y puesta a disposición de los investigadores del archivo de D. Tirso Olazabal.
A Victor Sierra-Sesúmaga por ponerme tras al pista de las "Memorias de un Contrabandista".
A la Fundación Popular de Estudios Vascos - Euskal Ikasketetarako Fundazio Popularra por su labor de digitalización y puesta a disposición de los investigadores del archivo de D. Tirso Olazabal.
Nota del Autor
Para ampliar información sobre Abbadia, Antoine d´Abbadie y Denise-Virginie Vincent Saint-Bonnet es indispensable visitar la web, http://www.archives-abbadia.fr/, de cuyos fondos se ha obtenido mucha de la información e imágenes que se muestra en esta entrada al blog.