Escribir es complicado. Cualquier
persona que se encuentre delante de un folio en blanco, sabe de la dificultad. Pero
infinitamente más complicado que escribir, es "recortar" lo ya hecho.
Os presento "el montaje del director" de una ruta novelada referente al asalto del fuerte de Peña Plata en Navarra a finales de la última Guerra Carlista. Es el retalo tal y como fue concebido a principios de la anterior década. La versión reducida la podéis encontrar en la hemeroteca de Pyrenaica.
Introducción
Hace tiempo que dejé de creer en los parajes escondidos de Euskal Herria. No hay lugar que no frecuentemos con mayor o menor asiduidad, y los libros sobre rutas, senderos y recorridos de montaña se amontonan sobre nuestras estanterías. Además, unas buenas comunicaciones nos permiten acercarnos a todos los lugares de nuestra geografía. Y sin embargo, y a pesar de que subimos y bajamos pendientes, hacemos cumbre y pasamos una y otra vez por los caminos, ya asimilado el sentido “natural” de las montañas de nuestro entorno, son todavía pocas las veces que buscamos el sentido más humano de las mismas. Las montañas forman parte de nuestra cultura, nos han servido de zona de caza, de pastoreo, nos han dado su mineral, sus maderas, sus dioses y muchas veces, más veces de las que creemos, sus cumbres han forjado la historia de las poblaciones que se asentaban en sus alrededores. Las montañas no sólo guardan un legado natural, además, han sido el teatro donde se han representado muchos de los hechos que forman parte de nuestra historia.
Hace tiempo que dejé de creer en los parajes escondidos de Euskal Herria. No hay lugar que no frecuentemos con mayor o menor asiduidad, y los libros sobre rutas, senderos y recorridos de montaña se amontonan sobre nuestras estanterías. Además, unas buenas comunicaciones nos permiten acercarnos a todos los lugares de nuestra geografía. Y sin embargo, y a pesar de que subimos y bajamos pendientes, hacemos cumbre y pasamos una y otra vez por los caminos, ya asimilado el sentido “natural” de las montañas de nuestro entorno, son todavía pocas las veces que buscamos el sentido más humano de las mismas. Las montañas forman parte de nuestra cultura, nos han servido de zona de caza, de pastoreo, nos han dado su mineral, sus maderas, sus dioses y muchas veces, más veces de las que creemos, sus cumbres han forjado la historia de las poblaciones que se asentaban en sus alrededores. Las montañas no sólo guardan un legado natural, además, han sido el teatro donde se han representado muchos de los hechos que forman parte de nuestra historia.
En los valles cantábricos navarros,
situado en la muga entre Navarra y Lapurdi, separando casi de forma
equidistante los pueblos de Zugarramurdi, Etxalar y Sara, nos encontramos la
imponente mole del Atxuria, también conocido por los nombres de Aitxuria, Aitz
Txuri o Peña Plata. Se trata de un monte que destaca por la belleza de su cima
y el incomparable paisaje que le rodea; su cresterío se encuentra erizado por
enormes bloques de arenisca, que por un capricho geológico, poseen minerales
que reflejan los rayos del sol. La fuerte pendiente que encontramos en su
ladera Norte, en cuya sombra se esconde el pintoresco pueblo de Zugarramurdi,
se transforma en precipicio vertical en su cara Sur. Sentados en su cumbre
rocosa, a 756m de altura, contemplando el cuadro idílico de postal que se
presenta ante nuestros ojos: el verde de estas montañas, los valles salpicados
de caseríos, en la lejanía, el mar…, resulta prácticamente imposible pensar,
que en esta cumbre resonaron, hace ya más de 100 años, los fusiles y baterías
de montaña de los ejércitos carlistas y liberales, que su cima fue asaltada en
una noche de finales de febrero de 1876 y que la pérdida de estos baluartes
puso el punto final a las aspiraciones de Carlos VII; pocos días después de la
conquista de la cima del Atxuria, el pretendiente se exiliaba acompañado de
10.000 de sus seguidores, y mientras cruzaba el puente de Arnegi, lanzaba la
promesa que nunca hubo de cumplir: “¡Volveré!”.
Me preguntaba sobre el modo de realizar
un recorrido de montaña que incluyera una información histórica sobre el asalto
a uno de los últimos bastiones carlistas. Después de varios borradores me
incliné por una opción a todas luces atípica dado el carácter montañero de la
revista Pyrenaica: el de realizar el recorrido situándolo directamente en el
año de 1876. Así, basándome en las crónicas y sucesos de aquella acción de
armas, he creado una situación imaginaria, para poner voz a una ruta de montaña
que nos invita a recorrer y visitar los viejos senderos de esta zona de Euskal
Herria presentando como eje central la cima del Atxuria. El paisaje natural de
estos enclaves no ha cambiado tanto en estos 100 años, por lo que el montañero
que se anime a seguir los itinerarios que aquí se describen, no tendrá
problemas para identificar las rutas marcadas y los lugares sobre los que se
fundamenta la crónica. Por suerte para nosotros, al llegar a las cercanías del
Atxuria no nos recibirá una descarga de fusilería. Que me perdonen los
historiadores y escritores de novela histórica, porque no soy ni lo uno, ni lo
otro, tan sólo quiero mostrar y dar a conocer el lado más humano y trágico de
un monte, del que según dicen, sus piedras brillan intensamente bajo el sol.
18
de Febrero de 1876, Atardecer en las Fortificaciones Carlistas en el Monte
Atxuria
Me llamo Joanes Etxeaundi y me dedico
al contrabando. Nací en el pueblo de Errazu, más concretamente en el barrio de
Gorostapolo, a los pies del Hautza en el año de 1856. Cuando comenzaron los
rumores sobre la pronta entrada del pretendiente, me encontraba en Sara, en el
caserío del hermano de madre, donde ayudaba con el ganado. Desde allí viví los
primeros embates de la contienda: del descalabro de Orokieta se pasó a la euforia
de los primeros triunfos. Incluso llegué a ver de lejos a Don Carlos cuando se
dirigía a cruzar la frontera por Dantxarinea, mientras los cañones situados en
la cima del Atxuria saludaban con salvas de honor su retorno. Junto con él,
avanzaban los batallones de voluntarios, marchando al son del txistu, con aires
de triunfo y miradas risueñas en sus caras, agitando sus txapelas rojas
mientras gritaban que en unos pocos días llegarían a Madrid y volverían
cubiertos de gloria… cómo me hubiera gustado acompañarles. Cuatro años después
les veo cruzar de nuevo la frontera… sin su ansiada gloria.
Mis tíos todavía recordaban lo que era
la guerra y sus calamidades, -no en vano uno de mis abuelos quedó enterrado en
alguna de las trincheras que rodeaban Bilbao durante la primera contienda- así
que con un sentimiento más práctico que patriótico, encauzaron todo mi ardor
juvenil en enseñarme la parte más lucrativa de un conflicto. Y de esta forma me
hice contrabandista. He visto varias veces la muerte de cerca y no es la
primera vez que las balas silban a mi alrededor, y a pesar de todo, he salido
siempre bien parado…. pero la suerte me ha resultado esquiva en las últimas
horas, y es verdad que no estoy herido, pero para mi desgracia, me encuentro
aquí, parapetado en la cima del monte Atxuria rodeado de soldados, de piezas de
artillería, y descargas de fusilería que lo envuelven todo en nubes de pólvora
quemada. La posición está sitiada, faltan las municiones y sin embargo, los
batallones carlistas defienden a sangre y fuego cada palmo de terreno. Estoy
esperando el momento de poder salir de estas alturas, descender por alguna
senda escondida para perderme entre los bosques y campos hasta llegar de nuevo
a Sara. Pero mientras llega el momento, sólo puedo mirar a mi alrededor y
contemplar el horizonte para repasar los nombres de estas montañas que me son
tan queridas: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi…
18
de febrero de 1876, Amanecer en la Muga de Dantxarinea
La mañana era fría, la nieve que había
caído copiosamente la semana pasada estaba desapareciendo dejando paso al hielo
y al barro. Había atravesado Dantxarinea al alba, sin grandes complicaciones;
un paso fronterizo que ya estaba en manos de los soldados alfonsinos desde
primeros de febrero. Su pérdida había supuesto un duro golpe para las fuerzas
carlistas que veían desaparecer cualquier tipo de aprovisionamiento rápido
desde el otro lado de la muga, además de suponer un notable descenso en mi
actividad, ya que me impedía comerciar con los carlistas. Es más, el propio
ejército francés, que en un principio debía de comportarse con una cierta
neutralidad, dejaba pasar todo tipo de suministros para los ejércitos del
Norte, haciendo la vida más cómoda al general Martínez Campos y sus tropas
desplegadas en el Baztán. Según he oido, no es la primera vez que los carlistas
situados en Atxuria intercambiaban disparos con pequeñas columnas francesas que
libremente y sin ningún escrúpulo cruzaban la muga para hacer entrega directa
de material bélico; y del lado francés, ya se contabilizaba alguna que otra
baja.
El cruzar la frontera cuando no llevo
mercancía no me supone demasiados contratiempos; a pesar de ser muchas las veces que me ha
sido dado el alto por parte de todos los ejércitos acantonados en estos
lugares, gracias al acento de la Baja Navarra heredado de mi madre, he podido
salir airoso en todos los casos: no paso de ser un simple pastor francés que se
dirige a visitar a unos familiares al otro lado de la muga…
Tenía la intención de llegar a Zugarramurdi,
donde debía de cerrar un trato con un habitante del pueblo, también mugalari
como yo, y con el que mantenía buenas relaciones. Zugarramurdi es un pueblo
sitiado. No soy un estratega militar, pero gracias a nuestras idas y venidas
estamos al tanto de todos los movimientos, y por nuestro bien, nos conviene
conocer cómo evoluciona el frente de batalla. El general Martínez Campos había
entrado en tromba en el Baztán, con un ejército que duplicaba o triplicaba al
de Don Carlos. Se luchaba ya en el monte Orizki y en los pasos de Lizarreta,
Palomeras e Irumugak, que ya habían caído prácticamente en su poder. El
ejército carlista se deshacía por momentos. En las grutas de Sara se hacinaban
los heridos, y los soldados que todavía se retiraban en orden sólo hablaban de
derrota y traición. La ofensiva de los ejércitos alfonsinos había dejado
prácticamente rodeado al Atxuria y a sus defensores, que resistían tercamente
encaramados en las peñas del monte.
Para evitar disparos o complicaciones
derivadas de un avance más furtivo, caminaba por los caminos de forma bien
visible, para que cualquier tirador o tropa apostada tuviera el tiempo
suficiente para comprobar que me encontraba solo y que no era peligroso. Así,
llegue a Urdazubi, donde los soldados liberales todavía trabajaban en sacar las
municiones que los carlistas habían abandonado en su precipitada huida de su
fábrica de cartuchos. Desde allí, tome el camino que sube a Zugarramurdi,
pasando junto a la boca de cueva de Ikaburu. No soy especialmente supersticioso,
pero todavía recuerdo a mi abuela dejando ofrendas a las lamias que vivían en
la cascada de Xorroxin, allí, en Gorastapolo, así que no sé por qué tendría yo
que dejar de besar mi escapulario al pasar junto a la entrada de la cueva.
Nunca se sabe.
Continué subiendo por el camino para
encontrarme en las afueras del pueblo de Zugarramurdi con una imagen a la que
ya me había acostumbrado: centinelas carlistas con rostros sombríos, soldados
con la mirada perdida rodeando improvisadas fogatas que humeaban entre la nieve
y el barro sucios por la sangre de los heridos, material abandonado…: el caos
del ejército de Don Carlos en retirada. Intentaba pasar inadvertido entre toda
aquella soldadesca y confiaba encontrar a mi compañero lo antes posible. Así avancé
hasta los primeros caseríos de Zugarramurdi, el pueblo de las brujas. Mi
familia de Sara contaba que hace muchos años, el pueblo vivía atemorizado por
brujas que se juntaban en las cuevas para adorar al diablo, pero que una vez
que la cueva fue bendecida, las brujas desaparecieron. Sin embargo, un buen
amigo, versado y letrado en historia me contó que la bendición no fue
suficiente, y que varias personas fueron quemadas vivas por la Iglesia… en
cualquier caso, eso pasó hace muchos años.
Alcancé la plaza del pueblo, junto a la
iglesia. Aquello era un auténtico hervidero de actividad: oficiales de cuidados
bigotes que enviaban misivas y daban órdenes a soldados de caballería que
partían al galope atropellando a su paso a soldados a pie, que les insultaban
en castellano y euskara. Mirando hacia la vertiente del Atxuria podía ver el
movimiento de tropas en las alturas. Refuerzos que subían por un camino en
zigzag hasta las fortificaciones del alto del monte y soldados que bajaban
lentamente sosteniendo camillas. Por el sonido de las descargas de fusiles y
cañonazos que nos llegaban claramente, la lucha debía de ser especialmente
violenta al otro lado del monte.
Algunas veces son los pequeños detalles
de la vida los que inclinan la balanza del destino hacia un lado u otro, y fue
en ese preciso momento, cuando el cordón de mi alpargata se soltó de la
polaina. Quiso el destino que pisara el dichoso cordel, y después de
trastabillar me resbalé en las losas de la plaza, hasta dar con todos mis
huesos y pertenencias en el lodazal del camino. Numerosos soldados se giraron
para observarme cómo me incorporaba lleno de barro. Algunos esbozaron sonrisas,
otros, entonaron alguna que otra carcajada. Sin levantar la vista -a fin de
cuentas, trataba de mantenerme apartado de todo aquello- me limpié la mayor
parte de suciedad de mi ropa, y ya me disponía a marcharme cuando dos soldados
correctamente uniformados me cerraron el paso, me encañonaron y con un gesto de
la cabeza, me indicaron que les acompañara. Maldije al cordón de mi alpargata,
que por cierto, seguía desatado y me hacía caminar de una forma un tanto
cómica. Me condujeron hasta un nutrido grupo de voluntarios que custodiaban
celosamente un carro tapado con un lona. Me fijé que su indumentaria estaba
limpia y cuidada, al igual que sus fusiles y bayonetas. Al contrario de los
soldados que estaban de retirada, éstos mantenían en su mirada la determinación
y la sinrazón de aquel que cree que lucha con la verdad de su parte. Entre
todos ellos se destacaba uno. He aprendido lo suficiente sobre soldados como
para saber que me encontraba ante un oficial de artillería del ejercito
carlista. Después de mirarme con cierto desdén, me preguntó:
-
“¿Eres de esta zona?”- Por su
acento deducí que no era vasco.
-
“ Bai Jauna, soy de Sara“-
Respondí bajando mis ojos al suelo y adoptando la postura más servil que era
capaz. Le siguió un silencio donde mi vida pendió de un hilo; se giró dándome
la espalda y continuó:
-
“Mira muchacho,… me da igual
que seas francés o navarro, soldado o desertor, pero necesito a alguien que nos
ayude… a realizar un pequeña tarea. ¿Sabes que los soldados del rey Alfonso nos
están rodeando?
-“Ez, Jauna,
apenas viajo y sólo vengo para visitar a unos parientes”- Mentí. Noté cómo el
oficial empezaba a perder la paciencia.
-
“Escúchame bien muchacho,
necesito a alguien que nos acompañe hasta el Atxuria…”.- le mire con cara de
incredulidad sabiendo que estaba rodeado de soldados uniformados, deseosos de
acatar ese tipo de orden. Así, que comencé mi representación:
-
“Pero Jauna, no soy mas que
un pobre pastor que…”- Un brutal puñetazo acabó con mi discurso y mi coartada.
Me levanté mientras que con el dorso de la manga, detenía la sangre de mi labio
partido y me tragaba todo el orgullo y la ira de devolverlo.
-
“¿Pastor? Por quien me tomas,
muchacho. ¿Donde está tu rebaño? ¿Pastor? Tienes aspecto de ser uno de esos
cobardes mugalaris que se lucran de la guerra, haciendo negocios con todos, y
si no fuera porque necesito de tu ayuda, en estos momentos ya tendrías una onza
de plomo incrustada en el pecho.” - Y dejándome maltrecho y custodiado por los
dos soldados, se giró para cruzar la plaza y dirigirse a varios oficiales que
conversaban en círculo.
Mascullando insultos contra los
uniformes y mi mala suerte, me dejé caer en el suelo para atarme la alpargata.
Me apoyé en el carro, y no pude evitar al levantarme, comprobar qué se escondía
detrás de aquel paño. Al retirarlo me encontré con un pesado cañón de 12 cm de
boca y grabado sobre el metal, el nombre de la fundición: Arteaga. Uno de los
soldados, con una bobalicona sonrisa en el rostro, me dio una palmada en el
hombro y con un fuerte acento vizcaíno me dijo: “¡Tendrás que empujar!”, y con
un gesto de cabeza señaló los altos del Atxuria, desde donde nos llegaban los
sonidos de la batalla. Mi trabajo consistiría en ayudar a empujar aquel
condenado cañón hasta la línea de fuego, hasta las zonas que se estaban
disputando. Frotándome con nerviosismo mal disimulado las manos, por mi cabeza
pasaban mil planes para huir y abandonar a esta partida de futuros difuntos a
su suerte: Atxuria… Atxuria, entre todos los montes posibles, ese era del que
más lejos me apetecía estar en estos momentos y este intrépido oficial pensaba
alcanzar las fortificaciones de Atxuria para reforzar sus posiciones con un
miserable cañón y cambiar el curso de lo inevitable.
Observaba con detenimiento al grupo de
oficiales que conversaban en un cerrado círculo, cuando un correo a caballo
llegó a toda prisa. A juzgar por el vapor que surgía por todo el cuerpo del animal,
el jinete venía fustigando a la pobre bestia durante un buen rato. El
mensajero, con respiración entrecortada, procedió a transmitir sus noticias, y
a juzgar por la cara de preocupación de los oficiales, lo que estaban
escuchando no era precisamente la llegada de refuerzos. Mantuvieron una corto
intercambio de palabras que acabó con formales saludos marciales y fuertes
apretones de mano a modo de despedida, y rápidamente se disolvieron y
comenzaron a repartir órdenes a gritos, que generaron más caos que el que ya
reinaba en esos momentos.
Nuestro oficial retornó, ajustándose la
txapela sobre los ojos. Al llegar junto a mí, se detuvo y sin dignarse a
mirarme preguntó:
-“¿Qué camino seguirías para subir un
cañón a las campas de Ibañeta, pastor?
Después de unos segundos donde medite
la posibilidad de no contestar, le respondí:
-“Si ascendemos directamente por el
camino hasta el collado de Ibañeta, necesitaremos algo más que unas viejas
mulas y nuestros brazos para mover el cañón. Si bordeamos el Mendivil, el
ascenso será más sencillo...”.- El oficial rumio mi respuesta con la cabeza
hundida en su casaca. Con una media sonrisa me comentó: -“¿Estás seguro de que
sólo eres pastor?”- Gritó la orden de ponernos en marcha, en fila de a dos, con
el cañón protegido en la zona central de la columna. Antes de pasar a encabezar
la marcha, se giró de nuevo hacia mí: -“Bordearemos el Mendivil, pastor”. Y con
aire de resolución se dirigió a su puesto, a la cabeza de la columna.
Abandonamos precipitadamente
Zugarramurdi en dirección al collado de Urbia. Las mulas tiraban con notable
esfuerzo de la pesada carga y yo no podía dejar de pensar en mi negro futuro.
Los soldados abrían paso a empujones y sus gritos quedaban ahogados bajo el
chirriar de las ruedas, que resbalan en la empinada cuesta. Atrás quedó la
plaza, la iglesia y la pequeña fuente de Mukurusta, y siempre mirando al
collado de Urbia dejamos el pueblo. Y sonaron los disparos: Se había comenzado
a luchar en el camino que hacía tan solo unas pocas horas antes había utilizado
para llegar hasta aquí. El frente de lucha se movía rápidamente y amenazaba con
devorar a nuestra pequeña partida y su pesado cañón.
En los bordes del camino los grandes
castaños sin hojas retorcían sus troncos y en cada nudo me parecía distinguir
las caras de las brujas Zugarramurdi riéndose de nuestra columna, mientras que
sus ramas asemejaban dedos esqueléticos que señalaban la dirección a seguir. En
los tramos donde la calzada dejaba paso al barro, las ruedas resbalaban y nos
veíamos en la obligación de empujar todos, mientras los gritos de ánimo e
insultos resonaban por igual. Por lo poco que les he oído hablar, la mayoría de
la tropa son navarros de tierra Estella, algunos guipuzcoanos, un par de
vizcainos e incluso, un roncales. Todos voluntarios, todos locos. Respecto al
oficial, no hay mucho que contar: debe de ser de esos que se pasaron al
ejército carlista en busca de ascensos y mejor fortuna.
El Mendivil mostraba ya su forma cónica
y a medida que nos acercábamos al collado y el camino perdía inclinación, no
dejaba de pensar en que algo no estaba donde debía…. ¿Por qué estaba sin
protección el paso? ¿Dónde estaban los soldados que deberían de habernos dado
el alto? ¿Por qué no veíamos bayonetas, ni señales de tropas en lo alto del
monte? Un fuerte pescozón propinado con todo acierto me animó a dejar de pensar
tanto y a arrimar el hombro para sacar una rueda de un hoyo.
Una vez en el collado que separa
Zugarramurdi del valle de Orabidea, tomamos el antiguo camino de losas que
bordeaba el Mendivil. Si arrastrar la pieza hasta el alto nos había costado
despellejarnos las manos, el conseguir avanzar por la calzada fue todo un
infierno. Lentamente sorteamos todos los problemas, echando mano de la fuerza
bruta más que del ingenio. La vieja calzada había sido pensada como paso de
mulas cargadas con harina del molino de Obenea; había sido construida para
acarrear de forma sosegada alimento y no para transportar de forma atropellada
un cañón. Cuando el trabajo nos daba un pequeño respiro no dejaba de contemplar
el maravilloso valle de Orabidea, que incluso bajo aquel plomizo día invernal,
relucía con todo su encanto.
A pesar de los muchos brazos que
ayudaban, el condenado cañón parecía empeñado en atrapar cada desnivel y cada
roca del camino bajo sus ruedas. Mientras empujaba no dejaba de pensar en el
sonido amortiguado de los disparos que cada vez sonaban más y más cerca. En un
giro del camino, cercanos a una pequeña borda, nos topamos con varios soldados
que atendían a un herido en una improvisada camilla. Le habían colocado junto a
un roble que había crecido sobre gran piedra, devorando con su tronco parte de
la misma. Bajo aquel curioso fenómeno de la naturaleza se moría aquel hombre.
El oficial rápidamente se acercó a ellos en busca de noticias del frente. Un
saludo castrense y varias palabras intercambiadas atropelladamente hicieron que
el color de la cara del oficial cambiara. Las noticias debían de ser realmente
malas porque por un momento le vi perder la templanza que había mostrado
durante todo el trayecto. Los rumores corrieron entre la tropa: “Zugarramurdi
ha caído, el Mendivil está indefenso”. Los liberales, marchando desde Urdazubi
habían roto el frente y la tropa apostada en el Mendivil había huido. El
Atxuria estaba rodeado y para nosotros era demasiado tarde para volver atrás.
De pronto, la respiración del herido se tornó agitada y ante la mirada
resignada de todos nosotros aquel muchacho dejo de sufrir. El puño que mantenía
fuertemente cerrado sobre el pecho resbaló hasta el suelo, abriéndose
lentamente para mostrar un delicado medallón con un mechón de cabello en su
interior. Me arrodillé junto al cadáver y mientras le cerraba los ojos, me
detuve ante la tierna sonrisa que mantenía su cara. Estoy seguro que su último
pensamiento estuvo lleno del rostro de la dueña de aquel mechón…
El collado de Ibañeta ya sólo está
defendido por las bayonetas del Atxuria. Sin la cobertura y apoyo de la
guarnición del Mendivil, resultará imposible emplazar el cañón. Sé que el
oficial está pensando lo mismo, mira al suelo, contempla de nuevo el camino que
tenemos enfrente. Toma aire y ordena continuar… estamos rodeados. Los soldados
en retirada nos miran con cara de incredulidad. Retorno a mi posición junto al
cañón y lo último que veo es a uno de ellos sacudiendo la cabeza, mientras se
alejan campo a través, dejando el cuerpo de su compañero y el pequeño medallón
a los pies del roble.
Hicimos cruzar como pudimos el cañón
por el arroyo que baja de las campas de Ibañeta. El cantarín arroyuelo de
primavera que tan bien conocía, se había transformado con el deshielo en un río
caudaloso. Y fue allí donde tuvimos nuestra primera baja: Una de las mulas
resbaló en las mojadas losas de la calzada, para terminar en el suelo con una
de sus patas quebrada. El sonido del mosquetón del roncales acalló sus
rebuznos. Una vez traspasado el arroyo, giramos a la derecha, sin detenernos en
una borda que mostraba signos de haber sido abandonada de forma precipitada. La
ruta tocaba a su fin, un esfuerzo final que provocó no pocos insultos y
maldiciones hacia la persona de Carlos VII, nos dejó sin resuello, boqueando
aire en la aparentemente apacible campa de Ibañeta. Allí permanecimos durante
un tiempo, dejando que el frío viento de febrero arrastrara las volutas de aire
caliente que salían de nuestros pulmones.
18
de febrero de 1876, Amanecer en el pueblo de Etxalar
Me llamo José Elizalde y soy miquelete
de la Diputación de Guipúzcoa. Nací hace 30 años en el barrio de pescadores de
Donostia. De familia marinera, he crecido entre anzuelos y botes, siempre
mirando al mar, y a él vuelvo siempre que mi condición de miquelete me lo
permite. Al comenzar la guerra serví a las órdenes directas de Antonio
Urdapilleta, jefe de miqueletes de Guipúzcoa, para dedicarnos a perseguir al
cura Santa Cruz y sus muchachos por toda la geografía del territorio. Después
de marchas y contramarchas, nos quedó el regusto amargo de no haber podido
darle caza y no puedo negar que no me alegrase cuando me enteré que los propios
carlistas le habían encerrado. Cuando Urdapilleta fue herido en Bergara, fui
asignado al cuerpo de ejército comandado por el teniente general Ramón Blanco,
un paisano de Donostia, como intérprete para sus oficiales y tropas.
Estos años de guerra han sido muy
difíciles. Me debo al juramento que realicé cuando me hice miquelete, pero ser
intérprete para los Ejércitos del Norte no me ha reportado demasiadas alegrías.
Despierto pocas simpatía entre los campesinos, ya que muchos de sus hijos están
enrolados en el ejército de Don Carlos. La palabra traidor se dibuja en el
rostro de más de un aldeano cuando identifican mi uniforme al cruzar sus
tierras. Me limito a realizar mi trabajo… soy miquelete.
Ayer llegamos a marchas forzadas a
Etxalar, donde nos llegaba la noticia de los asaltos victoriosos al Montejurra
y la pronta liberación de Estella. Los acontecimientos parecen precipitarse,
los batallones carlistas se desmoronan ante nuestra ofensiva, y a juzgar por el
volumen de tropas concentradas en el pueblo y el sonido amortiguado de los cañones
cercanos, parece que dentro de poco tendremos mucho movimiento de plomo sobre
nuestras cabezas. Me encontraba en el interior de una casa fuerte que se
encuentra en el centro del pueblo, disfrutando de las provisiones que el
ejército regular francés nos hace llegar desde el otro lado de la frontera,
cuando un soldado llegó para trasmitirme la orden de presentarme en la
explanada que se encuentra enfrente de la iglesia, donde los oficiales habían
reunido a varios habitantes del pueblo. Eran ancianos, demasiado viejos para
pasar la frontera o para echarse al monte para dispararnos. Al verme llegar, me
miraron con recelo y odio mal disimulado, pero ya estoy acostumbrado. Les
traduzco las preguntas de los oficiales referentes al fuerte carlista que será
nuestro próximo objetivo: el Atxuria. Las respuestas son vagas… es seguro que
algunos de ellos tendrán los hijos en los altos y no dirán nada que nos pueda
acercar a ellos. Los oficiales se desesperan, amenazan con fusilarles e
incendiar todo el pueblo. Cómo odio esta condenada guerra… . Mientras el
movimiento de las tropas, los gritos de órdenes y el sonido de cañones lejanos
inundan el pueblo, me siento a quitarme el barro pegado a mis botas sobre una
de las muchas lápidas discoidales que adornan la explanada de la iglesia. Al
poco, me sorprenden los gritos del cura párroco que me ordena, bajo pena de
excomunión, que me levante de la tumba y abandone este recinto sagrado. Recojo
el fusil e incorporándome con mala gana le saludo con una inclinación de cabeza,
para dejarle allí, susurrando maldiciones contra mi persona y la del rey
Alfonso. Necesito encontrar algo de comer… .
A media mañana el ejército se pone en
marcha: nos dividiremos en varias columnas para converger en las cercanías del
monte Orizki. Por mi parte, tengo la misión de acompañar a una pequeña
avanzadilla, que partirá a la cabeza de las tropas para evitar emboscadas en el
camino que une Zugarramurdi con Etxalar. Han obligado a un jovenzuelo del
pueblo a formar parte de nuestra partida como guía, mientras que yo haré las
veces de intérprete. El chiquillo, que no tendrá más de 12 o 13 años, es pastor
y según explica orgulloso conoce cada palmo de estos montes. Observo su cara
risueña; para él esto no es más que una aventura y para mí, se convertirá en
una responsabilidad el bajarlo al pueblo de una pieza.
No tardamos en ponernos en marcha
tomando el camino de las Palomeras, donde se está luchando duramente. Cruzamos
el río que, según el joven guía, tiene el curioso nombre de Tximista, y giramos
a la derecha para entrar en el barrio Antsolokueta. Avanzamos siguiendo el
curso del río, entre caseríos, para no tardar en pasar junto a la presa que
suministra agua al que llaman molino del Medio. Cercana a ella aparece el
lavadero comunal y allí, a pesar del frío de febrero, son varias las mujeres
que se afanan en lavar ropas y sábanas. No me sorprende el comprobar que el
agua está teñida de rojo ya que han sido muchos los heridos que han necesitado
asistencia y no pocos los que no han podido contarlo. Las mujeres restriegan la
ropa contra las piedras intentando limpiar las manchas de sangre, de carlistas
y liberales, que colorean el agua. Son muchos los soldados que al cruzar y ver
la escena besan sus crucifijos. Al paso de nuestra formación las esforzadas
lavanderas se detienen en su penoso trabajo. En sus bocas silencio, en sus
caras cansancio, compasión y firmeza de los que sin tomar las armas, luchan y
padecen las guerras más que ningún soldado. La tropa, en fila de a dos,
continúa la marcha, dejando atrás al grupo de lavanderas.
Abandonamos los caseríos y tras cruzar
un puente de piedra que nos permite atravesar un pequeño arroyo, giramos a la
izquierda, dejando el camino principal, para tomar una senda que sube por una
empinada ladera. Se da orden de que se extremen las precauciones, ya que a
pesar de que controlamos la zona, los bosques de robles y hayas invitan a las
emboscadas. Ascendemos jadeantes entre los árboles sin hojas, donde los hombres
se resbalan en el barro y la nieve. Le pregunto al muchacho sobre la
posibilidad de haber continuado por el camino más transitable, pero él,
encogiéndose de hombros, me replica que éste es el más rápido, y que además
atajamos un trecho. Así alcanzamos un cruce de caminos en el caserío que el
pequeño pastor llama Gartxineko y desoyendo los furiosos ladridos de los
perros, entra en tromba a saludar a sus moradores. Le sigo al interior, donde
le veo parlotear amigablemente con un anciano. El hombre oscurece su semblante
al verme llegar, se despide cariñosamente del muchacho y mientras nos volvemos
para salir, me pone una mano en el hombro y susurra: “Cuida bien del muchacho,
miquelete; la guerra ya ha traído suficientes desgracias”. Al salir de nuevo al
frío, no puedo evitar que un escalofrío me recorra el cuerpo. El muchacho nos
indica que debemos de continuar por un camino de la derecha, y por él se
encamina ya nuestra columna.
Continuamos ascendiendo hasta alcanzar
un nuevo caserío solitario, que recibe el nombre de Artzain. Allí, el arroyo
que baja de las montañas forma un pequeño remanso donde los hombres aprovechan
para llenar sus cantimploras y donde nos tomamos un breve descanso para reponer
fuerzas. En las orillas del agua gélida crecen las hayas y los robles y sin
quererlo, me vienen a la mente los años de juventud cuando acompañaba a mi
padre en sus trabajos en los pequeños astilleros, donde se trabajaba la madera
salida de estos montes. A veces añoro el olor a salitre... . De nuevo en el
camino, andando entre enormes hayas sin hojas que nos flanquean. Desde hace un
rato ya sólo se escucha el ruido de la hojarasca al ser aplastada por la botas
y las exhalaciones de los soldados que salen al exterior envueltas en humo. El
frío arrecia en las alturas y el miedo también. En la lejanía, se oye el sonido
intermitente del fuego de baterías.
La pendiente del camino se reduce, lo
que nos permite marchar a un paso más alegre, y pronto nos encontramos
bordeando las faldas del cerro Orizki. No tardamos en encontrarnos con
centinelas que tras los saludos de rigor, nos relatan las últimas noticias del
frente: según parece, los carlistas se han hecho fuertes en el Atxuria y están
rechazando uno tras otro todos los intentos de asalto. Los generales, hartos de
la sangría, han decido concentrar el mayor número de fuerzas posibles para
asaltar de una vez por todas el bastión. Un poco más delante encontraremos una
zona de descanso donde un grupo de soldados que han participado en la toma del
Orizki se encuentran reponiendo fuerzas y curando heridas. Sabiéndonos ya
seguros, avanzamos a buen paso y alcanzamos el caserío donde crecen como hongos
las pequeñas tiendas de campaña y las fogatas. Nuestros hombres se desparraman
por la campa buscando el calor, las noticias frescas y el merecido descanso.
Por mi parte, encuentro un pequeño refugio junto al calero de la casa, donde
poder sentarme. Lejos del viento helado de febrero y junto con mi ya
inseparable pastor, engullimos nuestra magra ración de pan y queso.
No tendremos que andar mucho más, ya
que la concentración de tropas se está produciendo en el cercano collado de
Orenta, donde encuentran un temporal acomodo en las campas a los pies de monte
Orizki. Desde lo alto de los peñascos que coronan este monte se siguen los
movimientos de los carlistas en el Atxuria. No en vano mis oficiales han
bautizado al Orizki como el monte “Centinela”. Sin embargo, en este momento la
niebla es dueña de la cima del Atxuria; el tiempo no entiende ni de guerras ni
de avances. El número de efectivos acantonados en estos altos es,
sencillamente, abrumador. Mi joven compañero de fatigas mira asombrado a un
lado y a otro, devorando con las vista los diferentes uniformes y enseñas,
mientras le voy señalando con el dedo y detallando los nombres de los
batallones: Bailén, Lealtad, Tarifa, Cuba, Manila; Barcelona… .
Transcurren algunas horas y dormitamos
acurrucados evitando el frío invernal, mientras trato de alejar de mi mente las
zanjas poco profundas donde se estaban enterrando a los caídos en el reciente
asalto al Orizki. Cuando abro los ojos, compruebo como la niebla ha levantado y
me deleito con el imponente espolón de piedra del Atxuria. Ahora comprendo el
porqué del nombre de Peña Plata: Bajo la capa de humedad que la niebla ha
dejado sobre las piedras, el sol invernal hace brillar la roca como si fuera
metal…. va a ser realmente difícil desalojar a los carlistas de esas alturas.
Suena un redoble de tambor que llama a
formación y todo el campamento se pone en movimiento nervioso que presagia
batalla. Los oficiales imparten sus órdenes a gritos, los soldados forman en
sus respectivos batallones y junto con mi guía, nos incorporamos al Batallón de
Cazadores de Cataluña. Según parece marcharemos en columna hasta el collado
llamado de Irumugak, una zona recientemente asaltada y controlada sólo en parte.
Una vez allí avanzaremos por el camino que lleva a Etxalar, ocupando las campas
de Ibañeta, intentando que los carlistas abandonen sus posiciones de la ladera
Sur del Atxuria. Nos llegan también noticias de que una columna se dirige a
marchas forzadas de Urdax a Zugarramurdi; en definitiva, si todo sale según lo
planeado por el general Blanco, les rodearemos, cortándoles la llegada de
suministros y cualquier tipo de ayuda. Su única salida será huir hacia Francia.
Sonrío amargamente mientras pienso en lo fácil que resulta hacer la guerra
sobre un mapa, y en esos cuerpos que han quedado para siempre enterrados en un
fosa poca profunda del monte del Orizki. Y así marchamos hacia el Atxuria,
hacia a una nueva carnicería.
Dejamos atrás el valle donde se asienta
Etxalar y en cerrada formación seguimos el camino sinuoso que sin perder de
vista la desafiante pared de roca del Atxuria, acaba descendiendo mansamente
hasta el collado de Irumugak. Por lo que estamos oyendo, parece ser que se está
luchando en las cercanías. El pastor se estremece cada vez que resuenan los
disparos. Ya no son lejanos, como los truenos de una tormenta, esta vez se
muestran peligrosamente cercanos, amplificados por los pequeños valles. Intento
distraerle conversando sobre su rebaño de ovejas, el nombre de su perro… . Del
collado de Irumugak sólo me da tiempo a observar los tres mojones que le dan
nombre. El Atxuria muestra ya su inexpugnable muralla.
Nuestra columna se desvía hacia la
derecha, sin salirnos del camino que lleva a Zugarramurdi. La estrechez del
mismo nos obliga a colocarnos en fila de a uno, y parapetándonos lo mejor que
podemos en los recodos del camino, intentamos exponernos lo menos posible a los
fusiles carlistas. Avanzamos rápidamente hacia las campas de Ibañeta, que se muestran
ante nuestros ojos como una vasta extensión de terreno abierto de matorral y
hierba, junto con nieve sin fundir y barro. A nuestra izquierda la cresta
rocosa del Atxuria pierde por unos instantes la continuidad formando un pequeño
paso que comunica ambas vertientes del monte. Es en este punto donde los
carlistas han concentrado gran parte de sus tropas, y desde sus posiciones
cubren y baten con facilidad toda la zona, controlando toda la extensión de la
campa.
Se da orden de desplegarnos. Varios batallones
forman rápidamente y avanzan; les vemos marchar por encima del brezo y los
helechos; los carlistas concentran sobre ellos el fuego, y comprobamos cómo
varios soldados caen, pero la acometida no se detiene, le siguen más tropas que
van tomando posiciones más y más avanzadas. Desde la zona del monte Mendivil y
del collado de Ibañeta, llegan también disparos, que atrapan a los primeros
soldados en un terrible fuego cruzado, pero nuestra superioridad numérica es
aplastante, y por cada descarga que llega de la zona carlista, se le responde
con dos de nuestra parte. Nos llega el turno de avanzar. Ordeno al muchacho que
no se mueva de mi lado pase lo que pase. Me quito mi txapela roja, ya que no
quiero que alguno de estos muchachos tire sobre mí, confundiéndome con un
rebelde. A pesar de haber participado en varios combates, uno no acaba nunca
por acostumbrarse al olor del miedo, ni a la posibilidad de la muerte. La orden
llega, nos desplegamos y corremos hacia las campas. Correr y esconderse,
marchar y parapetarse, metidos en la boca del lobo, recibiendo fuego de varios
puntos, y de pronto, el sonido de las baterías de montaña ahoga el ruido de los
fusiles y los gritos de agonía; las explosiones se suceden en las faldas del
monte Mendivil. Cañones de grueso calibre vienen en nuestro auxilio y los
esfuerzos por avanzar se redoblan. Un clamor de victoria arrecia cuando vemos
levantarse en la cima del Mendivil la bandera del rey Alfonso, donde la columna
que marchaba desde Urdax ha conseguido tomar la cumbre. El Atxuria está ya
completamente rodeado, y los oficiales dan por bueno el avance llamando a
reagrupamiento y poder así lamer nuestras heridas.
Cerca de donde he encontrado un refugio
seguro para nosotros dos, entre la nieve que todavía no se ha fundido, aparece
erguida una piedra. “Una piedra de gentiles”- me susurra el guía,
-“Soroaundi”-, y hace un gesto para alejar a los malos espíritus. Le observo
sonriendo, mientras él me devuelve el gesto con un carcajada cantarina que me
hace olvidar por unos instantes la situación en la que me encuentro. El tiempo
transcurre lento, tenemos orden de no mostrarnos y de no responder al fuego.
Silencio tenso, tregua para recuperar la templanza y el valor perdido. Estoy
terriblemente cansado, cansado de esta guerra, cansado de tanta muerte… de
pronto, por toda la línea del frente corre la noticia y con mucha precaución me
asomo por encima del parapeto. A lo lejos, bordeando el monte Mendivil
contemplo con estupor cómo una pequeña fuerza carlista avanza arrastrando un cañón.
No alcanzo a comprender de dónde han salido, ni cómo han conseguido llegar
hasta aquí sin ser detenidos, pero de continuar su camino se van a meter de
lleno en un fuego cruzado. Una orden trasmitida en voz baja y signos con las
manos, pone a toda una compañía apuntando hacia su presa. ¡Cómo pueden estar
tan locos o tan desesperados como para intentar hacer llegar esa pieza hasta la
montaña en estos momentos! Lentamente avanzan entre la nieve y el barro. Las
ruedas del cañón se hunden en el suelo blando y los hombres luchan para
desatascarlo y continuar, mientras que desde las posiciones carlistas se oye a
los soldados gritar lanzando avisos inútiles. La orden de fuego resuena en todo
el frente, y la descarga de los fusiles rasga el silencio… Varios de los
carlistas han caído junto al cañón y los que se han salvado corren ladera
arriba del Atxuria, hacia sus defensas, desde nos responden con furiosos
disparos. Tenemos orden de no salir de nuestras posiciones, por lo que la
visión de la pieza y de los cuerpos abatidos a su alrededor nos acompañan hasta
que se pone el sol.
18
de febrero de 1876, Atardecer en las Campas de Ibañeta
Te acostumbras a escuchar el estruendo
de los disparos y los cañonazos, por eso, cuando todo queda en silencio, el
miedo y la desconfianza se apodera del alma. A nuestra derecha el monte
Mendivil permanecía peligrosamente sin actividad. De frente y muy a lo lejos,
las fortificaciones del Atxuria, desde donde nos llegaban traídas por el viento
palabras entrecortadas que no llegábamos a entender. A nuestra izquierda,
silencio. Los soldados retorcían en sus manos sudadas los fusiles, mientras
escudriñaban los alrededores. No estábamos lejos de nuestro objetivo y tan solo
teníamos que avanzar por las campas de Ibañeta para poner fin a la empresa. Un
nuevo gesto del oficial y la columna se pone en marcha. Teníamos que atravesar
la turbera de Ibañeta, una zona encharcada, un hoyo natural, donde el cañón
sería un gran lastre, y el mejor sitio para que fuéramos fusilados. Pero el
deber es el deber, y las ordenes eran claras: alcanzar esta vertiente con la
condenada pieza de artillería. El cañón avanzó pesadamente, con las ruedas
hundiéndose en la vegetación pantanosa, nunca el plomo peso tanto. Ahora
comprendo lo que siente un lobo cuando cae en una lobera. Desde donde estaba
podía distinguir claramente las gorras rojas de los soldados que nos esperaban
en la primera línea de defensa… . Entonces estalló el estruendo de fusilería y
los hombres que me flanqueaban cayeron al suelo llevándose las manos a la cara.
Mientras me agachaba de forma instintiva, vi como el oficial carlista intentaba
hacerse oír entre el ruido y gritaba a sus hombres que corrieran hacia las
trincheras. Algo que puse en práctica sin necesidad de que me lo repitiera dos
veces. El último cañón salido de la fundición de Artega quedó allí, abandonado
en mitad de la turbera de Ibañeta, sin haber llegado a ser disparado ni una
solo vez, y junto a él, los cuerpos de algunos soldados y del propio oficial
carlista.
Los disparos parecían llegarme de todos
lados y en mi alocada carrera alcancé las piedras de gentiles que se encuentran
en el mismo collado de Ibañeta, poco antes de que el camino comience el
descenso para llegar a Zugarramurdi. Saltando al interior del improvisado
refugio que formaban las lajas colocadas en vertical, me parapeté y trate de
pensar. En esos momento olvidé todo lo que madre nos había contado sobre la
magia de esas piedras. Poco me importaban a mi los gigantes y su maldición,
cuando las balas rebotaban a mi alrededor. En un momento de cordura comprobé
que las últimas balas me llegaban desde el monte Mendivil. Así que las tropas
alfonsinas ya estaban aquí… Los voluntarios carlistas que no habían caído se
dirigían hacia la salvación, colina arriba, hacia las trincheras donde
esperaban sus compañeros. Refugiado detrás de aquellas piedras medité una
decisión: si permanecía en aquella casa de gentiles, es probable que acabase
muerto por los disparos de los unos o de los otros. Si me rendía a los
liberales, no creo que creyeran que estaba ayudando a transportar una pieza de
artillería contra mi voluntad… y eso contando con que de las trincheras
carlistas no me tomasen por un traidor y me disparasen… . Miré de nuevo hacia
la vertiente del Atxuria. Maldije al endemoniado oficial que me había metido en
esta locura y corrí hacia las defensas carlistas como si me persiguieran todos
lo gentiles y brujas del valle.
Ascendí fatigosamente y sin respiración
por la empinada cuesta hasta llegar a un parapeto de piedra, al cual salte de
cabeza al interior, para acabar a los pies de un soldado, que sentado sobre una
pequeña piedra recargaba con aire ausente su arma. Me miró indiferente y
comentó sin cambiar su tono de voz: -“Si te has atrevido a llegar hasta aquí,
es que eres un loco o un valiente… o mezcla de ambos. Por si no lo sabes, los
que te han disparado, y no con mucha puntería por cierto, son del regimiento de
Cazadores de Melilla, y los que están en estos momentos agrupándose detrás de
aquella loma son los del Regimiento Toledo, y así, regimiento tras regimiento,
batallón tras batallón, todo el maldito ejército del Norte está formando
delante de nuestras narices, dirigidos por esos generales Blanco y Campo…. Si
la única ayuda que nos envía nuestro amado Carlos son gente como tú, no creo
que lleguemos a mañana” -. Y escupiendo al suelo continuó metódicamente con la
carga de su fusil.
Todavía aturdido y con las piernas
temblándome, me arrastré por el interior de las fortificaciones, traspasando
con mucha precaución la pequeña fractura en las rocas del Atxuria que separa
sus dos vertientes. En esta ladera me encontré con todo un ajetreo de
movimiento aparentemente caótico: soldados que se movían en dirección a sus
posiciones con municiones, heridos que se amontonaban junto a las construcciones
de piedra esperando ser bajados hasta Sara, sonidos de disparos y olor a
pólvora quemada rodeando toda la zona. Un soldado me ofrece un poco de agua,
que bebo con ansia. Miro al valle que tengo en frente, la tarde avanza y
contemplo los cercanos pueblos de Zugarramurdi y Sara a mis pies. El estruendo
de las baterías llena la montaña, con las bocas apuntando hacia Zugarramurdi.
De pronto, entre el griterío se va haciendo el silencio a medida que los
soldados se giran para ver pasar a una camilla con un oficial de alta
graduación herido de gravedad en su interior. -“Es el brigadier Larumbe”-,
susurran los soldados, mientras se descubren la cabeza y se cuadran al paso de
la camilla que transporta al artífice de esta última defensa. Sigo con la vista
al moribundo, mientras toma un camino que le llevará a Sara, y de allí, si
sobrevive, posiblemente al exilio. Un teniente comenta, abatido: -“Todo está
perdido, apenas nos queda munición”.
Trepo por el camino que, empedrado con
losas, conduce hasta a la cima, ya que quiero comprobar por mí mismo la
situación en la que me encuentro antes de tomar una decisión. A poca distancia
del punto más alto del monte, me encuentro con una atalaya circular que sirve
de puesto de vigilancia. Me parapeto detrás de los muros de piedra y contemplo
el campo de batalla: Allá abajo, en las campas de Ibañeta, el maldito cañón
permanece en mitad de la turbera rodeado de una guardia de muertos, y
escondidos o agrupados en zonas donde no llega el alcance de los fusiles del
Atxuria, esperan los soldados del ejército del Norte. Los días son cortos y el
sol se esconde ya. Lentamente me siento sobre una piedra, ya que me duelen
todos y cada uno de los huesos del cuerpo, y mientras me deleito con el bello
atardecer invernal de fondo, repaso los nombres de las montañas que me son tan
queridas: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi… .
19
de febrero de 1876, Amanecer en las Fortificaciones del Atxuria
El amanecer ha sido más gélido que de
costumbre. Avanzo entre los restos de las posiciones carlistas: barro, nieve,
sangre,… llego a la cima del Atxuria. Bien entrada la noche de ayer, todo un
batallón guiado por un mugalari que se hace llamar Martín Zalacain, ascendió
desde el collado de Irumugak, siguiendo un sendero que hace las veces de
frontera con Francia, hasta la base rocosa del monte y una vez allí escalaron
la pared, para sorprender a los cansados carlistas que consideraban esa zona
excesivamente abrupta para sufrir un ataque. Sin posibilidad de una defensa
organizada los rebeldes abandonaron precipitadamente sus posiciones, dejando no
pocos cadáveres y heridos en su huida. De los supervivientes, algunos han
pasado a Francia y otros se han refugiado en el último reducto que les queda en
estas montañas: Las Palomeras. Junto a la atalaya circular en la que ahora
ondea la bandera del rey Alfonso me llegan claramente los sonidos de los duros
combates que se están manteniendo allí.
Me dejo caer pesadamente en las piedras
de la cima y aspiro el frío aire del amanecer, un aire que me falta desde hace
tiempo. Recorro con la vista fija en el horizonte las cimas y lugares que se
presentan ante mis ojos. Desconozco su nombre, y el joven guía, que no se ha
despegado de mis talones, me contempla sonriente, ajeno al horror que hemos
vivido en las últimas horas, y señalándolos con el dedo repasa los nombres de
las montañas que nos rodean: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi… . Al
alzar la vista más allá de las cimas, el azul intenso del mar atrapa mis
sentidos. A veces, añoro el olor a salitre…
Epílogo
Con su rey al otro lado de la frontera,
lo poco que quedaba del ejército carlista se diluyó en las nieblas de los
montes y valles, poniendo el punto final a la última Guerra Carlista el asalto
al fuerte de Lapoblacion el día 2 de marzo de 1876.
El general Ramón Blanco fue nombrado
Marqués de Peña Plata en reconocimiento a su papel en la toma de tan importante
posición carlista. El Atxuria, rebautizado para la posteridad como Peña Plata,
sumaba a su dilata historia un título nobiliario sustentado en la sangre
derramada en sus laderas.
Tan sólo necesitaremos que transcurran
60 años para que sean otros montes de la geografía vasca los que pasen a los
libros de historia por las hazañas de los hombres que los defendieron o los
asaltaron: Intxortas, Saibigain,… .
Atxuria,
en la Actualidad
Para el esforzado montañero que
ascienda a la cumbre del Atxuria o Peña Plata, los restos de lo que fue uno de
los baluartes carlistas más importantes pueden pasar completamente
desapercibidos, ya que la mayoría de las ruinas que se pueden contemplar no
alcanzan el medio metro de altura y solamente esforzando nuestra vista y
poniendo la imaginación a funcionar podemos hacernos idea de los recintos,
trincheras, construcciones, caminos y atalayas que protegían la cima.
En su cara Norte, ya cercana la cumbre,
encontramos la parte mejor conservada que corresponde a los “escalones” donde
los carlistas situaron sus baterías de montaña. Dada la inclinación de las
laderas del Atxuria se niveló el terreno mediante la construcción de peldaños
con lajas de piedra, donde se situaban los cañones. Y así se mantienen todavía,
dominando todo el terreno llano que se muestra a sus pies. Fue posiblemente en
estos emplazamientos desde donde una salva de disparos saludó la llegada del
pretendiente cuando atravesó el paso de Dantxarinea un 16 de julio de 1873,
para ser seguidamente aclamado por más de 1000 voluntarios en el pueblo de
Zugarramurdi. Desde esta posición podemos observar el todavía bien marcado
camino de carros que siguiendo un trazado en zig-zag ascendía desde las
cercanías de este pueblo, salvando el desnivel de la ladera hasta las
posiciones de artillería, y que seguramente corresponde con la vía principal de
acceso a todas las fortificaciones. En una cota más elevada, en un pequeño
collado, donde la barrera de rocas que forma la espina dorsal del Atxuria
pierde su continuidad, aparecen los restos de construcciones, que servirían de
enlace con las defensas de la ladera Sur. Desde este punto, parte un camino en
parte enlosado con grandes bloques, que nos lleva a la cumbre. En lo alto, casi
en la misma cima, si observamos con detenimiento, veremos la atalaya circular,
hoy reducida a las piedras de su base. Al descender de este nido de águilas,
podemos detenernos a visitar las posiciones de la vertiente Sur, donde
observaremos los derrumbes de muros y construcciones que cerraban y delimitan
lugares estratégicos que controlaban y batían toda las campas de Ibañeta, así
como el camino que unía las poblaciones de Etxalar y Zugarramurdi.
Prácticamente, esto es todo lo que nos
queda de aquella batalla y guerra que se recuerda envuelta en cierto halo de
romanticismo. La cicatrices del Atxuria las ha disimulado el tiempo, siendo
incorporadas al paisaje natural de la montaña como parte del recuerdo del paso
efímero de las vidas humanas: generaciones separan a los pastores enterrados en
los dólmenes y cromlechs de Ibañeta, de los soldados de casaca azul y boina
roja; y sin embargo, en las faldas del Atxuria comparten un mismo lugar geográfico
en puntos tan distantes de la historia. Los restos desmoronados de las
fortificaciones no son grandiosos, pasarían por ser los muros abatidos de
cualquier vieja borda de nuestros montes, pero a pesar de su humildad, son
parte de una historia que se forjó en uno de los teatros más bellos que la
montaña vasca nos ofrece: el monte Atxuria.
Ficha
Técnica
En el relato se presentan dos vías
clásicas de ascensión a la cima del Atxuria, que con una cierta licencia
histórica he tratado de describir a medida que se desarrollaban los
acontecimientos del asalto. La ruta seguida por el miquelete José Elizalde se
corresponde básicamente con el antiguo camino que unía las localidades de
Etxalar y Zugarramurdi, hoy reconvertido en ruta montañera de corto recorrido
perfectamente señalizada con franjas amarillas y blancas. Cerca del antiguo
lavadero de Etxalar situado en el barrio Antsolokueta, nos encontraremos con un
panel informativo sobre el itinerario y posibilidades del mismo. El ascenso
hasta la cima del Atxuria puede necesitar de unas 2 horas y media, siguiendo
idéntica ruta que la llevada por José Elizalde. Una vez allí, podemos optar por
retornar a Etxalar, desviándonos en el collado de Orenta en dirección al paso
las Palomeras, pudiendo realizar un bonito, aunque cansado y largo, recorrido
circular.
Por otra parte, he preferido que la
ruta de ascenso seguida por el contrabandista Joanes Etxeandi, se desvíe
ligeramente de la vía directa de ascenso desde Zugarramurdi dando un pequeño
rodeo, que siguiendo pendientes menos pronunciadas nos permite llegar al
collado de Urbia, rodear al monte Mendivil y alcanzar las campas de Ibañeta.
Dos horas bastarán para cubrir todo el trayecto hasta culminar en la cima del
Atxuria. El retorno puede realizarse
descendiendo por el paso de Ibañeta, utilizando el viejo camino que unió
Zugarramurdi con Etxalar.
Para los amantes de la bicicleta de
montaña, las opciones son muchas y variadas, ya que prácticamente la totalidad
de la ruta es ciclable hasta las campas de Ibañeta, exceptuando la ascensión
final al pico del Atxuria. Si bien las distancias no se reducen, sí lo hacen
los tiempos de duración de los recorridos, por lo que en función de nuestro
estado físico, podremos optar por numerosas alternativas para completar una
perfecta jornada por las pistas y caminos de esta zona.
Momento Propicio: Resulta complicado
decantarse por alguna estación del año en particular para realizar un ascenso
al Atxuria. Que sea el montañero quien decida cuales son sus preferencias.
Mapa: Bertiz Mapa Turístico (Baztan,
Bertizarana, Bortziriak, Malerreka, Urdazubi, Zugarramurdi), escala 1:50.000.
Bibliografía
Jose Extramiana. Historia de las
Guerras Carlistas. Haranburu, San Sebastian 1979
Leandro Nagore. Apuntes para la
historia 1872-1876. Editorial Gomez. Pamplona 1964
Melchor Ferrer, Historia del
tradicionalismo español, tomo XXVII (Sevilla, Editorial Católica Española,
1959)
Narración militar de la Guerra
Carlista: de 1869 a 1876, Volumen VII elaborados por el Cuerpo de Estado Mayor
del Ejercito (Madrid, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra,
1883-1889)
Agradecimientos
A Luis Alejos y Patxi Caspistegui, por
sus siempre valiosos consejos.
Nota
del Autor
Por lo que se desprende de las narraciones consultadas lo que se conoce como “Batalla de Peña Plata” hace referencia a las acciones de armas que tuvieron lugar básicamente entre los días 18 y 20 de febrero de 1876 en los montes: Orizki (Centinela), Mendivil, Atxuria (Peña Plata) y Palomeras.
Enhorabuena, un placer leerte.
ResponderEliminarGracias. Ya me alegro que guste esta ruta montañera novelada.
ResponderEliminarMe alegro que te hayas animado a compartir tus conocimientos por esta vía. Espero que hay pronto una entrada sobre la batalla de las Muñecas.
ResponderEliminarUn saludo
Eesa Nube!! Gracias a tí por la ayuda. Respecto a la entrada de la Batalla de las Muñecas....uhmm... al formar parte de las Batallas de Somorrostro, es posible que el relato del desarrollo de la acción bélica tenga que esperar a ese todavía intangible, pero previsto libro; aunque te puedo asegurar que escrita, está ecrita ya. Igual la parte arqueológica tiene su entrada. Todo llegará.... ;-)
EliminarEstupendo. Es verdad, el relato completo gana mucho más.
ResponderEliminarGracias. La verdad es que siempre me gusto más el relato del miquelete que el del contrabandista. Es posible que porque fuera "mío" y no alguien que recordara a "Martin de Zalacaín". En cualquier caso la vida los miqueles y especialmente de sus familias no fue sencilla en aquellos tiempos. En un medio eminentemente carlista, pertenecer a este cuerpo de policia foral.... buff... complicado. En una futura entrada intentaré desgranar algunos de los problemas a los que se enfrentaban.
EliminarSoy descendiente directo de Don Ramon Blanco y Erenas, fue mi tatarabuelo, y me ha gustado mucho leer tu relato, imaginando como tuvo lugar aquella batalla de la que he oido hablar desde pequeño en mi casa, como origen del título de Marques de Peñaplata. Saludos
ResponderEliminarMuchas gracias!
EliminarEl relato no deja de ser una ruta-novelada y, salvo el acontecimiento de la batalla y los personajes históricos como tu antepasado o el brigadier Larumbe, el resto no deja de ser elementos imaginativos en una trama más o menos ficticia, donde utilicé la cuña que Pío Baroja introdujo en Zalacain el Aventurero sobre Peña Plata para crear un personaje principal.
Fue la primera aproximación que realice a los trabajos históricos carlistas y créeme, que “novelar” la batalla de Peña Plata, aunque fuera en un formato breve, me resultó infinitamente más sencillo que las reconstrucciones históricas que encontraras en el blog. “Vestir” un hecho histórico no es lo mismo que intentar “contar la realidad” de un hecho histórico.
En cualquier caso, siempre es reconfortante encontrar que aquellos que habéis crecido escuchando relatos de esas batallas encontréis interesante lo que se escribe en este blog.
Un cordial saludo.
Hola, estoy muy interesado en contactar con los descendientes de D. Ramón Blanco al estar realizando un proyecto sobre su figura. Si me pudiera contactar en el siguiente email: salinas_leon@hotmail.com se lo agradecería mucho
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