martes, 9 de septiembre de 2014

Peña Plata: Una Historia de Carlistas y Liberales

Escribir es complicado. Cualquier persona que se encuentre delante de un folio en blanco, sabe de la dificultad. Pero infinitamente más complicado que escribir, es "recortar" lo ya hecho. 

Os presento "el montaje del director" de una ruta novelada referente al asalto del fuerte de Peña Plata en Navarra a finales de la última Guerra Carlista. Es el retalo tal y como fue concebido a principios de la anterior década. La versión reducida la podéis encontrar en la hemeroteca de Pyrenaica.

Introducción

Hace tiempo que dejé de creer en los parajes escondidos de Euskal Herria. No hay lugar que no frecuentemos con mayor o menor asiduidad, y los libros sobre rutas, senderos y recorridos de montaña se amontonan sobre nuestras estanterías. Además, unas buenas comunicaciones nos permiten acercarnos a todos los lugares de nuestra geografía. Y sin embargo, y a pesar de que subimos y bajamos pendientes, hacemos cumbre y pasamos una y otra vez por los caminos, ya asimilado el sentido “natural” de las montañas de nuestro entorno, son todavía pocas las veces que buscamos el sentido más humano de las mismas. Las montañas forman parte de nuestra cultura, nos han servido de zona de caza, de pastoreo, nos han dado su mineral, sus maderas, sus dioses y muchas veces, más veces de las que creemos, sus cumbres han forjado la historia de las poblaciones que se asentaban en sus alrededores. Las montañas no sólo guardan un legado natural, además, han sido el teatro donde se han representado muchos de los hechos que forman parte de nuestra historia.

En los valles cantábricos navarros, situado en la muga entre Navarra y Lapurdi, separando casi de forma equidistante los pueblos de Zugarramurdi, Etxalar y Sara, nos encontramos la imponente mole del Atxuria, también conocido por los nombres de Aitxuria, Aitz Txuri o Peña Plata. Se trata de un monte que destaca por la belleza de su cima y el incomparable paisaje que le rodea; su cresterío se encuentra erizado por enormes bloques de arenisca, que por un capricho geológico, poseen minerales que reflejan los rayos del sol. La fuerte pendiente que encontramos en su ladera Norte, en cuya sombra se esconde el pintoresco pueblo de Zugarramurdi, se transforma en precipicio vertical en su cara Sur. Sentados en su cumbre rocosa, a 756m de altura, contemplando el cuadro idílico de postal que se presenta ante nuestros ojos: el verde de estas montañas, los valles salpicados de caseríos, en la lejanía, el mar…, resulta prácticamente imposible pensar, que en esta cumbre resonaron, hace ya más de 100 años, los fusiles y baterías de montaña de los ejércitos carlistas y liberales, que su cima fue asaltada en una noche de finales de febrero de 1876 y que la pérdida de estos baluartes puso el punto final a las aspiraciones de Carlos VII; pocos días después de la conquista de la cima del Atxuria, el pretendiente se exiliaba acompañado de 10.000 de sus seguidores, y mientras cruzaba el puente de Arnegi, lanzaba la promesa que nunca hubo de cumplir: “¡Volveré!”.


Me preguntaba sobre el modo de realizar un recorrido de montaña que incluyera una información histórica sobre el asalto a uno de los últimos bastiones carlistas. Después de varios borradores me incliné por una opción a todas luces atípica dado el carácter montañero de la revista Pyrenaica: el de realizar el recorrido situándolo directamente en el año de 1876. Así, basándome en las crónicas y sucesos de aquella acción de armas, he creado una situación imaginaria, para poner voz a una ruta de montaña que nos invita a recorrer y visitar los viejos senderos de esta zona de Euskal Herria presentando como eje central la cima del Atxuria. El paisaje natural de estos enclaves no ha cambiado tanto en estos 100 años, por lo que el montañero que se anime a seguir los itinerarios que aquí se describen, no tendrá problemas para identificar las rutas marcadas y los lugares sobre los que se fundamenta la crónica. Por suerte para nosotros, al llegar a las cercanías del Atxuria no nos recibirá una descarga de fusilería. Que me perdonen los historiadores y escritores de novela histórica, porque no soy ni lo uno, ni lo otro, tan sólo quiero mostrar y dar a conocer el lado más humano y trágico de un monte, del que según dicen, sus piedras brillan intensamente bajo el sol.

18 de Febrero de 1876, Atardecer en las Fortificaciones Carlistas en el Monte Atxuria

Me llamo Joanes Etxeaundi y me dedico al contrabando. Nací en el pueblo de Errazu, más concretamente en el barrio de Gorostapolo, a los pies del Hautza en el año de 1856. Cuando comenzaron los rumores sobre la pronta entrada del pretendiente, me encontraba en Sara, en el caserío del hermano de madre, donde ayudaba con el ganado. Desde allí viví los primeros embates de la contienda: del descalabro de Orokieta se pasó a la euforia de los primeros triunfos. Incluso llegué a ver de lejos a Don Carlos cuando se dirigía a cruzar la frontera por Dantxarinea, mientras los cañones situados en la cima del Atxuria saludaban con salvas de honor su retorno. Junto con él, avanzaban los batallones de voluntarios, marchando al son del txistu, con aires de triunfo y miradas risueñas en sus caras, agitando sus txapelas rojas mientras gritaban que en unos pocos días llegarían a Madrid y volverían cubiertos de gloria… cómo me hubiera gustado acompañarles. Cuatro años después les veo cruzar de nuevo la frontera… sin su ansiada gloria.

Mis tíos todavía recordaban lo que era la guerra y sus calamidades, -no en vano uno de mis abuelos quedó enterrado en alguna de las trincheras que rodeaban Bilbao durante la primera contienda- así que con un sentimiento más práctico que patriótico, encauzaron todo mi ardor juvenil en enseñarme la parte más lucrativa de un conflicto. Y de esta forma me hice contrabandista. He visto varias veces la muerte de cerca y no es la primera vez que las balas silban a mi alrededor, y a pesar de todo, he salido siempre bien parado…. pero la suerte me ha resultado esquiva en las últimas horas, y es verdad que no estoy herido, pero para mi desgracia, me encuentro aquí, parapetado en la cima del monte Atxuria rodeado de soldados, de piezas de artillería, y descargas de fusilería que lo envuelven todo en nubes de pólvora quemada. La posición está sitiada, faltan las municiones y sin embargo, los batallones carlistas defienden a sangre y fuego cada palmo de terreno. Estoy esperando el momento de poder salir de estas alturas, descender por alguna senda escondida para perderme entre los bosques y campos hasta llegar de nuevo a Sara. Pero mientras llega el momento, sólo puedo mirar a mi alrededor y contemplar el horizonte para repasar los nombres de estas montañas que me son tan queridas: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi…

18 de febrero de 1876, Amanecer en la Muga de Dantxarinea

La mañana era fría, la nieve que había caído copiosamente la semana pasada estaba desapareciendo dejando paso al hielo y al barro. Había atravesado Dantxarinea al alba, sin grandes complicaciones; un paso fronterizo que ya estaba en manos de los soldados alfonsinos desde primeros de febrero. Su pérdida había supuesto un duro golpe para las fuerzas carlistas que veían desaparecer cualquier tipo de aprovisionamiento rápido desde el otro lado de la muga, además de suponer un notable descenso en mi actividad, ya que me impedía comerciar con los carlistas. Es más, el propio ejército francés, que en un principio debía de comportarse con una cierta neutralidad, dejaba pasar todo tipo de suministros para los ejércitos del Norte, haciendo la vida más cómoda al general Martínez Campos y sus tropas desplegadas en el Baztán. Según he oido, no es la primera vez que los carlistas situados en Atxuria intercambiaban disparos con pequeñas columnas francesas que libremente y sin ningún escrúpulo cruzaban la muga para hacer entrega directa de material bélico; y del lado francés, ya se contabilizaba alguna que otra baja.

El cruzar la frontera cuando no llevo mercancía no me supone demasiados contratiempos;  a pesar de ser muchas las veces que me ha sido dado el alto por parte de todos los ejércitos acantonados en estos lugares, gracias al acento de la Baja Navarra heredado de mi madre, he podido salir airoso en todos los casos: no paso de ser un simple pastor francés que se dirige a visitar a unos familiares al otro lado de la muga…

Tenía la intención de llegar a Zugarramurdi, donde debía de cerrar un trato con un habitante del pueblo, también mugalari como yo, y con el que mantenía buenas relaciones. Zugarramurdi es un pueblo sitiado. No soy un estratega militar, pero gracias a nuestras idas y venidas estamos al tanto de todos los movimientos, y por nuestro bien, nos conviene conocer cómo evoluciona el frente de batalla. El general Martínez Campos había entrado en tromba en el Baztán, con un ejército que duplicaba o triplicaba al de Don Carlos. Se luchaba ya en el monte Orizki y en los pasos de Lizarreta, Palomeras e Irumugak, que ya habían caído prácticamente en su poder. El ejército carlista se deshacía por momentos. En las grutas de Sara se hacinaban los heridos, y los soldados que todavía se retiraban en orden sólo hablaban de derrota y traición. La ofensiva de los ejércitos alfonsinos había dejado prácticamente rodeado al Atxuria y a sus defensores, que resistían tercamente encaramados en las peñas del monte.

Para evitar disparos o complicaciones derivadas de un avance más furtivo, caminaba por los caminos de forma bien visible, para que cualquier tirador o tropa apostada tuviera el tiempo suficiente para comprobar que me encontraba solo y que no era peligroso. Así, llegue a Urdazubi, donde los soldados liberales todavía trabajaban en sacar las municiones que los carlistas habían abandonado en su precipitada huida de su fábrica de cartuchos. Desde allí, tome el camino que sube a Zugarramurdi, pasando junto a la boca de cueva de Ikaburu. No soy especialmente supersticioso, pero todavía recuerdo a mi abuela dejando ofrendas a las lamias que vivían en la cascada de Xorroxin, allí, en Gorastapolo, así que no sé por qué tendría yo que dejar de besar mi escapulario al pasar junto a la entrada de la cueva. Nunca se sabe.

Continué subiendo por el camino para encontrarme en las afueras del pueblo de Zugarramurdi con una imagen a la que ya me había acostumbrado: centinelas carlistas con rostros sombríos, soldados con la mirada perdida rodeando improvisadas fogatas que humeaban entre la nieve y el barro sucios por la sangre de los heridos, material abandonado…: el caos del ejército de Don Carlos en retirada. Intentaba pasar inadvertido entre toda aquella soldadesca y confiaba encontrar a mi compañero lo antes posible. Así avancé hasta los primeros caseríos de Zugarramurdi, el pueblo de las brujas. Mi familia de Sara contaba que hace muchos años, el pueblo vivía atemorizado por brujas que se juntaban en las cuevas para adorar al diablo, pero que una vez que la cueva fue bendecida, las brujas desaparecieron. Sin embargo, un buen amigo, versado y letrado en historia me contó que la bendición no fue suficiente, y que varias personas fueron quemadas vivas por la Iglesia… en cualquier caso, eso pasó hace muchos años.

Alcancé la plaza del pueblo, junto a la iglesia. Aquello era un auténtico hervidero de actividad: oficiales de cuidados bigotes que enviaban misivas y daban órdenes a soldados de caballería que partían al galope atropellando a su paso a soldados a pie, que les insultaban en castellano y euskara. Mirando hacia la vertiente del Atxuria podía ver el movimiento de tropas en las alturas. Refuerzos que subían por un camino en zigzag hasta las fortificaciones del alto del monte y soldados que bajaban lentamente sosteniendo camillas. Por el sonido de las descargas de fusiles y cañonazos que nos llegaban claramente, la lucha debía de ser especialmente violenta al otro lado del monte.

Algunas veces son los pequeños detalles de la vida los que inclinan la balanza del destino hacia un lado u otro, y fue en ese preciso momento, cuando el cordón de mi alpargata se soltó de la polaina. Quiso el destino que pisara el dichoso cordel, y después de trastabillar me resbalé en las losas de la plaza, hasta dar con todos mis huesos y pertenencias en el lodazal del camino. Numerosos soldados se giraron para observarme cómo me incorporaba lleno de barro. Algunos esbozaron sonrisas, otros, entonaron alguna que otra carcajada. Sin levantar la vista -a fin de cuentas, trataba de mantenerme apartado de todo aquello- me limpié la mayor parte de suciedad de mi ropa, y ya me disponía a marcharme cuando dos soldados correctamente uniformados me cerraron el paso, me encañonaron y con un gesto de la cabeza, me indicaron que les acompañara. Maldije al cordón de mi alpargata, que por cierto, seguía desatado y me hacía caminar de una forma un tanto cómica. Me condujeron hasta un nutrido grupo de voluntarios que custodiaban celosamente un carro tapado con un lona. Me fijé que su indumentaria estaba limpia y cuidada, al igual que sus fusiles y bayonetas. Al contrario de los soldados que estaban de retirada, éstos mantenían en su mirada la determinación y la sinrazón de aquel que cree que lucha con la verdad de su parte. Entre todos ellos se destacaba uno. He aprendido lo suficiente sobre soldados como para saber que me encontraba ante un oficial de artillería del ejercito carlista. Después de mirarme con cierto desdén, me preguntó:
-          “¿Eres de esta zona?”- Por su acento deducí que no era vasco.
-          “ Bai Jauna, soy de Sara“- Respondí bajando mis ojos al suelo y adoptando la postura más servil que era capaz. Le siguió un silencio donde mi vida pendió de un hilo; se giró dándome la espalda y continuó:
-          “Mira muchacho,… me da igual que seas francés o navarro, soldado o desertor, pero necesito a alguien que nos ayude… a realizar un pequeña tarea. ¿Sabes que los soldados del rey Alfonso nos están rodeando?
-“Ez, Jauna, apenas viajo y sólo vengo para visitar a unos parientes”- Mentí. Noté cómo el oficial empezaba a perder la paciencia.
-          “Escúchame bien muchacho, necesito a alguien que nos acompañe hasta el Atxuria…”.- le mire con cara de incredulidad sabiendo que estaba rodeado de soldados uniformados, deseosos de acatar ese tipo de orden. Así, que comencé mi representación:
-          “Pero Jauna, no soy mas que un pobre pastor que…”- Un brutal puñetazo acabó con mi discurso y mi coartada. Me levanté mientras que con el dorso de la manga, detenía la sangre de mi labio partido y me tragaba todo el orgullo y la ira de devolverlo.
-          “¿Pastor? Por quien me tomas, muchacho. ¿Donde está tu rebaño? ¿Pastor? Tienes aspecto de ser uno de esos cobardes mugalaris que se lucran de la guerra, haciendo negocios con todos, y si no fuera porque necesito de tu ayuda, en estos momentos ya tendrías una onza de plomo incrustada en el pecho.” - Y dejándome maltrecho y custodiado por los dos soldados, se giró para cruzar la plaza y dirigirse a varios oficiales que conversaban en círculo.

Mascullando insultos contra los uniformes y mi mala suerte, me dejé caer en el suelo para atarme la alpargata. Me apoyé en el carro, y no pude evitar al levantarme, comprobar qué se escondía detrás de aquel paño. Al retirarlo me encontré con un pesado cañón de 12 cm de boca y grabado sobre el metal, el nombre de la fundición: Arteaga. Uno de los soldados, con una bobalicona sonrisa en el rostro, me dio una palmada en el hombro y con un fuerte acento vizcaíno me dijo: “¡Tendrás que empujar!”, y con un gesto de cabeza señaló los altos del Atxuria, desde donde nos llegaban los sonidos de la batalla. Mi trabajo consistiría en ayudar a empujar aquel condenado cañón hasta la línea de fuego, hasta las zonas que se estaban disputando. Frotándome con nerviosismo mal disimulado las manos, por mi cabeza pasaban mil planes para huir y abandonar a esta partida de futuros difuntos a su suerte: Atxuria… Atxuria, entre todos los montes posibles, ese era del que más lejos me apetecía estar en estos momentos y este intrépido oficial pensaba alcanzar las fortificaciones de Atxuria para reforzar sus posiciones con un miserable cañón y cambiar el curso de lo inevitable.

Observaba con detenimiento al grupo de oficiales que conversaban en un cerrado círculo, cuando un correo a caballo llegó a toda prisa. A juzgar por el vapor que surgía por todo el cuerpo del animal, el jinete venía fustigando a la pobre bestia durante un buen rato. El mensajero, con respiración entrecortada, procedió a transmitir sus noticias, y a juzgar por la cara de preocupación de los oficiales, lo que estaban escuchando no era precisamente la llegada de refuerzos. Mantuvieron una corto intercambio de palabras que acabó con formales saludos marciales y fuertes apretones de mano a modo de despedida, y rápidamente se disolvieron y comenzaron a repartir órdenes a gritos, que generaron más caos que el que ya reinaba en esos momentos.

Nuestro oficial retornó, ajustándose la txapela sobre los ojos. Al llegar junto a mí, se detuvo y sin dignarse a mirarme preguntó:
-“¿Qué camino seguirías para subir un cañón a las campas de Ibañeta, pastor?
Después de unos segundos donde medite la posibilidad de no contestar, le respondí:
-“Si ascendemos directamente por el camino hasta el collado de Ibañeta, necesitaremos algo más que unas viejas mulas y nuestros brazos para mover el cañón. Si bordeamos el Mendivil, el ascenso será más sencillo...”.- El oficial rumio mi respuesta con la cabeza hundida en su casaca. Con una media sonrisa me comentó: -“¿Estás seguro de que sólo eres pastor?”- Gritó la orden de ponernos en marcha, en fila de a dos, con el cañón protegido en la zona central de la columna. Antes de pasar a encabezar la marcha, se giró de nuevo hacia mí: -“Bordearemos el Mendivil, pastor”. Y con aire de resolución se dirigió a su puesto, a la cabeza de la columna.

Abandonamos precipitadamente Zugarramurdi en dirección al collado de Urbia. Las mulas tiraban con notable esfuerzo de la pesada carga y yo no podía dejar de pensar en mi negro futuro. Los soldados abrían paso a empujones y sus gritos quedaban ahogados bajo el chirriar de las ruedas, que resbalan en la empinada cuesta. Atrás quedó la plaza, la iglesia y la pequeña fuente de Mukurusta, y siempre mirando al collado de Urbia dejamos el pueblo. Y sonaron los disparos: Se había comenzado a luchar en el camino que hacía tan solo unas pocas horas antes había utilizado para llegar hasta aquí. El frente de lucha se movía rápidamente y amenazaba con devorar a nuestra pequeña partida y su pesado cañón.

En los bordes del camino los grandes castaños sin hojas retorcían sus troncos y en cada nudo me parecía distinguir las caras de las brujas Zugarramurdi riéndose de nuestra columna, mientras que sus ramas asemejaban dedos esqueléticos que señalaban la dirección a seguir. En los tramos donde la calzada dejaba paso al barro, las ruedas resbalaban y nos veíamos en la obligación de empujar todos, mientras los gritos de ánimo e insultos resonaban por igual. Por lo poco que les he oído hablar, la mayoría de la tropa son navarros de tierra Estella, algunos guipuzcoanos, un par de vizcainos e incluso, un roncales. Todos voluntarios, todos locos. Respecto al oficial, no hay mucho que contar: debe de ser de esos que se pasaron al ejército carlista en busca de ascensos y mejor fortuna.

El Mendivil mostraba ya su forma cónica y a medida que nos acercábamos al collado y el camino perdía inclinación, no dejaba de pensar en que algo no estaba donde debía…. ¿Por qué estaba sin protección el paso? ¿Dónde estaban los soldados que deberían de habernos dado el alto? ¿Por qué no veíamos bayonetas, ni señales de tropas en lo alto del monte? Un fuerte pescozón propinado con todo acierto me animó a dejar de pensar tanto y a arrimar el hombro para sacar una rueda de un hoyo.

Una vez en el collado que separa Zugarramurdi del valle de Orabidea, tomamos el antiguo camino de losas que bordeaba el Mendivil. Si arrastrar la pieza hasta el alto nos había costado despellejarnos las manos, el conseguir avanzar por la calzada fue todo un infierno. Lentamente sorteamos todos los problemas, echando mano de la fuerza bruta más que del ingenio. La vieja calzada había sido pensada como paso de mulas cargadas con harina del molino de Obenea; había sido construida para acarrear de forma sosegada alimento y no para transportar de forma atropellada un cañón. Cuando el trabajo nos daba un pequeño respiro no dejaba de contemplar el maravilloso valle de Orabidea, que incluso bajo aquel plomizo día invernal, relucía con todo su encanto.

A pesar de los muchos brazos que ayudaban, el condenado cañón parecía empeñado en atrapar cada desnivel y cada roca del camino bajo sus ruedas. Mientras empujaba no dejaba de pensar en el sonido amortiguado de los disparos que cada vez sonaban más y más cerca. En un giro del camino, cercanos a una pequeña borda, nos topamos con varios soldados que atendían a un herido en una improvisada camilla. Le habían colocado junto a un roble que había crecido sobre gran piedra, devorando con su tronco parte de la misma. Bajo aquel curioso fenómeno de la naturaleza se moría aquel hombre. El oficial rápidamente se acercó a ellos en busca de noticias del frente. Un saludo castrense y varias palabras intercambiadas atropelladamente hicieron que el color de la cara del oficial cambiara. Las noticias debían de ser realmente malas porque por un momento le vi perder la templanza que había mostrado durante todo el trayecto. Los rumores corrieron entre la tropa: “Zugarramurdi ha caído, el Mendivil está indefenso”. Los liberales, marchando desde Urdazubi habían roto el frente y la tropa apostada en el Mendivil había huido. El Atxuria estaba rodeado y para nosotros era demasiado tarde para volver atrás. De pronto, la respiración del herido se tornó agitada y ante la mirada resignada de todos nosotros aquel muchacho dejo de sufrir. El puño que mantenía fuertemente cerrado sobre el pecho resbaló hasta el suelo, abriéndose lentamente para mostrar un delicado medallón con un mechón de cabello en su interior. Me arrodillé junto al cadáver y mientras le cerraba los ojos, me detuve ante la tierna sonrisa que mantenía su cara. Estoy seguro que su último pensamiento estuvo lleno del rostro de la dueña de aquel mechón…

El collado de Ibañeta ya sólo está defendido por las bayonetas del Atxuria. Sin la cobertura y apoyo de la guarnición del Mendivil, resultará imposible emplazar el cañón. Sé que el oficial está pensando lo mismo, mira al suelo, contempla de nuevo el camino que tenemos enfrente. Toma aire y ordena continuar… estamos rodeados. Los soldados en retirada nos miran con cara de incredulidad. Retorno a mi posición junto al cañón y lo último que veo es a uno de ellos sacudiendo la cabeza, mientras se alejan campo a través, dejando el cuerpo de su compañero y el pequeño medallón a los pies del roble.

Hicimos cruzar como pudimos el cañón por el arroyo que baja de las campas de Ibañeta. El cantarín arroyuelo de primavera que tan bien conocía, se había transformado con el deshielo en un río caudaloso. Y fue allí donde tuvimos nuestra primera baja: Una de las mulas resbaló en las mojadas losas de la calzada, para terminar en el suelo con una de sus patas quebrada. El sonido del mosquetón del roncales acalló sus rebuznos. Una vez traspasado el arroyo, giramos a la derecha, sin detenernos en una borda que mostraba signos de haber sido abandonada de forma precipitada. La ruta tocaba a su fin, un esfuerzo final que provocó no pocos insultos y maldiciones hacia la persona de Carlos VII, nos dejó sin resuello, boqueando aire en la aparentemente apacible campa de Ibañeta. Allí permanecimos durante un tiempo, dejando que el frío viento de febrero arrastrara las volutas de aire caliente que salían de nuestros pulmones.

18 de febrero de 1876, Amanecer en el pueblo de Etxalar

Me llamo José Elizalde y soy miquelete de la Diputación de Guipúzcoa. Nací hace 30 años en el barrio de pescadores de Donostia. De familia marinera, he crecido entre anzuelos y botes, siempre mirando al mar, y a él vuelvo siempre que mi condición de miquelete me lo permite. Al comenzar la guerra serví a las órdenes directas de Antonio Urdapilleta, jefe de miqueletes de Guipúzcoa, para dedicarnos a perseguir al cura Santa Cruz y sus muchachos por toda la geografía del territorio. Después de marchas y contramarchas, nos quedó el regusto amargo de no haber podido darle caza y no puedo negar que no me alegrase cuando me enteré que los propios carlistas le habían encerrado. Cuando Urdapilleta fue herido en Bergara, fui asignado al cuerpo de ejército comandado por el teniente general Ramón Blanco, un paisano de Donostia, como intérprete para sus oficiales y tropas.

Estos años de guerra han sido muy difíciles. Me debo al juramento que realicé cuando me hice miquelete, pero ser intérprete para los Ejércitos del Norte no me ha reportado demasiadas alegrías. Despierto pocas simpatía entre los campesinos, ya que muchos de sus hijos están enrolados en el ejército de Don Carlos. La palabra traidor se dibuja en el rostro de más de un aldeano cuando identifican mi uniforme al cruzar sus tierras. Me limito a realizar mi trabajo… soy miquelete.

Ayer llegamos a marchas forzadas a Etxalar, donde nos llegaba la noticia de los asaltos victoriosos al Montejurra y la pronta liberación de Estella. Los acontecimientos parecen precipitarse, los batallones carlistas se desmoronan ante nuestra ofensiva, y a juzgar por el volumen de tropas concentradas en el pueblo y el sonido amortiguado de los cañones cercanos, parece que dentro de poco tendremos mucho movimiento de plomo sobre nuestras cabezas. Me encontraba en el interior de una casa fuerte que se encuentra en el centro del pueblo, disfrutando de las provisiones que el ejército regular francés nos hace llegar desde el otro lado de la frontera, cuando un soldado llegó para trasmitirme la orden de presentarme en la explanada que se encuentra enfrente de la iglesia, donde los oficiales habían reunido a varios habitantes del pueblo. Eran ancianos, demasiado viejos para pasar la frontera o para echarse al monte para dispararnos. Al verme llegar, me miraron con recelo y odio mal disimulado, pero ya estoy acostumbrado. Les traduzco las preguntas de los oficiales referentes al fuerte carlista que será nuestro próximo objetivo: el Atxuria. Las respuestas son vagas… es seguro que algunos de ellos tendrán los hijos en los altos y no dirán nada que nos pueda acercar a ellos. Los oficiales se desesperan, amenazan con fusilarles e incendiar todo el pueblo. Cómo odio esta condenada guerra… . Mientras el movimiento de las tropas, los gritos de órdenes y el sonido de cañones lejanos inundan el pueblo, me siento a quitarme el barro pegado a mis botas sobre una de las muchas lápidas discoidales que adornan la explanada de la iglesia. Al poco, me sorprenden los gritos del cura párroco que me ordena, bajo pena de excomunión, que me levante de la tumba y abandone este recinto sagrado. Recojo el fusil e incorporándome con mala gana le saludo con una inclinación de cabeza, para dejarle allí, susurrando maldiciones contra mi persona y la del rey Alfonso. Necesito encontrar algo de comer… .

A media mañana el ejército se pone en marcha: nos dividiremos en varias columnas para converger en las cercanías del monte Orizki. Por mi parte, tengo la misión de acompañar a una pequeña avanzadilla, que partirá a la cabeza de las tropas para evitar emboscadas en el camino que une Zugarramurdi con Etxalar. Han obligado a un jovenzuelo del pueblo a formar parte de nuestra partida como guía, mientras que yo haré las veces de intérprete. El chiquillo, que no tendrá más de 12 o 13 años, es pastor y según explica orgulloso conoce cada palmo de estos montes. Observo su cara risueña; para él esto no es más que una aventura y para mí, se convertirá en una responsabilidad el bajarlo al pueblo de una pieza.

No tardamos en ponernos en marcha tomando el camino de las Palomeras, donde se está luchando duramente. Cruzamos el río que, según el joven guía, tiene el curioso nombre de Tximista, y giramos a la derecha para entrar en el barrio Antsolokueta. Avanzamos siguiendo el curso del río, entre caseríos, para no tardar en pasar junto a la presa que suministra agua al que llaman molino del Medio. Cercana a ella aparece el lavadero comunal y allí, a pesar del frío de febrero, son varias las mujeres que se afanan en lavar ropas y sábanas. No me sorprende el comprobar que el agua está teñida de rojo ya que han sido muchos los heridos que han necesitado asistencia y no pocos los que no han podido contarlo. Las mujeres restriegan la ropa contra las piedras intentando limpiar las manchas de sangre, de carlistas y liberales, que colorean el agua. Son muchos los soldados que al cruzar y ver la escena besan sus crucifijos. Al paso de nuestra formación las esforzadas lavanderas se detienen en su penoso trabajo. En sus bocas silencio, en sus caras cansancio, compasión y firmeza de los que sin tomar las armas, luchan y padecen las guerras más que ningún soldado. La tropa, en fila de a dos, continúa la marcha, dejando atrás al grupo de lavanderas.

Abandonamos los caseríos y tras cruzar un puente de piedra que nos permite atravesar un pequeño arroyo, giramos a la izquierda, dejando el camino principal, para tomar una senda que sube por una empinada ladera. Se da orden de que se extremen las precauciones, ya que a pesar de que controlamos la zona, los bosques de robles y hayas invitan a las emboscadas. Ascendemos jadeantes entre los árboles sin hojas, donde los hombres se resbalan en el barro y la nieve. Le pregunto al muchacho sobre la posibilidad de haber continuado por el camino más transitable, pero él, encogiéndose de hombros, me replica que éste es el más rápido, y que además atajamos un trecho. Así alcanzamos un cruce de caminos en el caserío que el pequeño pastor llama Gartxineko y desoyendo los furiosos ladridos de los perros, entra en tromba a saludar a sus moradores. Le sigo al interior, donde le veo parlotear amigablemente con un anciano. El hombre oscurece su semblante al verme llegar, se despide cariñosamente del muchacho y mientras nos volvemos para salir, me pone una mano en el hombro y susurra: “Cuida bien del muchacho, miquelete; la guerra ya ha traído suficientes desgracias”. Al salir de nuevo al frío, no puedo evitar que un escalofrío me recorra el cuerpo. El muchacho nos indica que debemos de continuar por un camino de la derecha, y por él se encamina ya nuestra columna.

Continuamos ascendiendo hasta alcanzar un nuevo caserío solitario, que recibe el nombre de Artzain. Allí, el arroyo que baja de las montañas forma un pequeño remanso donde los hombres aprovechan para llenar sus cantimploras y donde nos tomamos un breve descanso para reponer fuerzas. En las orillas del agua gélida crecen las hayas y los robles y sin quererlo, me vienen a la mente los años de juventud cuando acompañaba a mi padre en sus trabajos en los pequeños astilleros, donde se trabajaba la madera salida de estos montes. A veces añoro el olor a salitre... . De nuevo en el camino, andando entre enormes hayas sin hojas que nos flanquean. Desde hace un rato ya sólo se escucha el ruido de la hojarasca al ser aplastada por la botas y las exhalaciones de los soldados que salen al exterior envueltas en humo. El frío arrecia en las alturas y el miedo también. En la lejanía, se oye el sonido intermitente del fuego de baterías.

La pendiente del camino se reduce, lo que nos permite marchar a un paso más alegre, y pronto nos encontramos bordeando las faldas del cerro Orizki. No tardamos en encontrarnos con centinelas que tras los saludos de rigor, nos relatan las últimas noticias del frente: según parece, los carlistas se han hecho fuertes en el Atxuria y están rechazando uno tras otro todos los intentos de asalto. Los generales, hartos de la sangría, han decido concentrar el mayor número de fuerzas posibles para asaltar de una vez por todas el bastión. Un poco más delante encontraremos una zona de descanso donde un grupo de soldados que han participado en la toma del Orizki se encuentran reponiendo fuerzas y curando heridas. Sabiéndonos ya seguros, avanzamos a buen paso y alcanzamos el caserío donde crecen como hongos las pequeñas tiendas de campaña y las fogatas. Nuestros hombres se desparraman por la campa buscando el calor, las noticias frescas y el merecido descanso. Por mi parte, encuentro un pequeño refugio junto al calero de la casa, donde poder sentarme. Lejos del viento helado de febrero y junto con mi ya inseparable pastor, engullimos nuestra magra ración de pan y queso.

No tendremos que andar mucho más, ya que la concentración de tropas se está produciendo en el cercano collado de Orenta, donde encuentran un temporal acomodo en las campas a los pies de monte Orizki. Desde lo alto de los peñascos que coronan este monte se siguen los movimientos de los carlistas en el Atxuria. No en vano mis oficiales han bautizado al Orizki como el monte “Centinela”. Sin embargo, en este momento la niebla es dueña de la cima del Atxuria; el tiempo no entiende ni de guerras ni de avances. El número de efectivos acantonados en estos altos es, sencillamente, abrumador. Mi joven compañero de fatigas mira asombrado a un lado y a otro, devorando con las vista los diferentes uniformes y enseñas, mientras le voy señalando con el dedo y detallando los nombres de los batallones: Bailén, Lealtad, Tarifa, Cuba, Manila; Barcelona… .

Transcurren algunas horas y dormitamos acurrucados evitando el frío invernal, mientras trato de alejar de mi mente las zanjas poco profundas donde se estaban enterrando a los caídos en el reciente asalto al Orizki. Cuando abro los ojos, compruebo como la niebla ha levantado y me deleito con el imponente espolón de piedra del Atxuria. Ahora comprendo el porqué del nombre de Peña Plata: Bajo la capa de humedad que la niebla ha dejado sobre las piedras, el sol invernal hace brillar la roca como si fuera metal…. va a ser realmente difícil desalojar a los carlistas de esas alturas.

Suena un redoble de tambor que llama a formación y todo el campamento se pone en movimiento nervioso que presagia batalla. Los oficiales imparten sus órdenes a gritos, los soldados forman en sus respectivos batallones y junto con mi guía, nos incorporamos al Batallón de Cazadores de Cataluña. Según parece marcharemos en columna hasta el collado llamado de Irumugak, una zona recientemente asaltada y controlada sólo en parte. Una vez allí avanzaremos por el camino que lleva a Etxalar, ocupando las campas de Ibañeta, intentando que los carlistas abandonen sus posiciones de la ladera Sur del Atxuria. Nos llegan también noticias de que una columna se dirige a marchas forzadas de Urdax a Zugarramurdi; en definitiva, si todo sale según lo planeado por el general Blanco, les rodearemos, cortándoles la llegada de suministros y cualquier tipo de ayuda. Su única salida será huir hacia Francia. Sonrío amargamente mientras pienso en lo fácil que resulta hacer la guerra sobre un mapa, y en esos cuerpos que han quedado para siempre enterrados en un fosa poca profunda del monte del Orizki. Y así marchamos hacia el Atxuria, hacia a una nueva carnicería.

Dejamos atrás el valle donde se asienta Etxalar y en cerrada formación seguimos el camino sinuoso que sin perder de vista la desafiante pared de roca del Atxuria, acaba descendiendo mansamente hasta el collado de Irumugak. Por lo que estamos oyendo, parece ser que se está luchando en las cercanías. El pastor se estremece cada vez que resuenan los disparos. Ya no son lejanos, como los truenos de una tormenta, esta vez se muestran peligrosamente cercanos, amplificados por los pequeños valles. Intento distraerle conversando sobre su rebaño de ovejas, el nombre de su perro… . Del collado de Irumugak sólo me da tiempo a observar los tres mojones que le dan nombre. El Atxuria muestra ya su inexpugnable muralla.

Nuestra columna se desvía hacia la derecha, sin salirnos del camino que lleva a Zugarramurdi. La estrechez del mismo nos obliga a colocarnos en fila de a uno, y parapetándonos lo mejor que podemos en los recodos del camino, intentamos exponernos lo menos posible a los fusiles carlistas. Avanzamos rápidamente hacia las campas de Ibañeta, que se muestran ante nuestros ojos como una vasta extensión de terreno abierto de matorral y hierba, junto con nieve sin fundir y barro. A nuestra izquierda la cresta rocosa del Atxuria pierde por unos instantes la continuidad formando un pequeño paso que comunica ambas vertientes del monte. Es en este punto donde los carlistas han concentrado gran parte de sus tropas, y desde sus posiciones cubren y baten con facilidad toda la zona, controlando toda la extensión de la campa.

Se da orden de desplegarnos. Varios batallones forman rápidamente y avanzan; les vemos marchar por encima del brezo y los helechos; los carlistas concentran sobre ellos el fuego, y comprobamos cómo varios soldados caen, pero la acometida no se detiene, le siguen más tropas que van tomando posiciones más y más avanzadas. Desde la zona del monte Mendivil y del collado de Ibañeta, llegan también disparos, que atrapan a los primeros soldados en un terrible fuego cruzado, pero nuestra superioridad numérica es aplastante, y por cada descarga que llega de la zona carlista, se le responde con dos de nuestra parte. Nos llega el turno de avanzar. Ordeno al muchacho que no se mueva de mi lado pase lo que pase. Me quito mi txapela roja, ya que no quiero que alguno de estos muchachos tire sobre mí, confundiéndome con un rebelde. A pesar de haber participado en varios combates, uno no acaba nunca por acostumbrarse al olor del miedo, ni a la posibilidad de la muerte. La orden llega, nos desplegamos y corremos hacia las campas. Correr y esconderse, marchar y parapetarse, metidos en la boca del lobo, recibiendo fuego de varios puntos, y de pronto, el sonido de las baterías de montaña ahoga el ruido de los fusiles y los gritos de agonía; las explosiones se suceden en las faldas del monte Mendivil. Cañones de grueso calibre vienen en nuestro auxilio y los esfuerzos por avanzar se redoblan. Un clamor de victoria arrecia cuando vemos levantarse en la cima del Mendivil la bandera del rey Alfonso, donde la columna que marchaba desde Urdax ha conseguido tomar la cumbre. El Atxuria está ya completamente rodeado, y los oficiales dan por bueno el avance llamando a reagrupamiento y poder así lamer nuestras heridas.

Cerca de donde he encontrado un refugio seguro para nosotros dos, entre la nieve que todavía no se ha fundido, aparece erguida una piedra. “Una piedra de gentiles”- me susurra el guía, -“Soroaundi”-, y hace un gesto para alejar a los malos espíritus. Le observo sonriendo, mientras él me devuelve el gesto con un carcajada cantarina que me hace olvidar por unos instantes la situación en la que me encuentro. El tiempo transcurre lento, tenemos orden de no mostrarnos y de no responder al fuego. Silencio tenso, tregua para recuperar la templanza y el valor perdido. Estoy terriblemente cansado, cansado de esta guerra, cansado de tanta muerte… de pronto, por toda la línea del frente corre la noticia y con mucha precaución me asomo por encima del parapeto. A lo lejos, bordeando el monte Mendivil contemplo con estupor cómo una pequeña fuerza carlista avanza arrastrando un cañón. No alcanzo a comprender de dónde han salido, ni cómo han conseguido llegar hasta aquí sin ser detenidos, pero de continuar su camino se van a meter de lleno en un fuego cruzado. Una orden trasmitida en voz baja y signos con las manos, pone a toda una compañía apuntando hacia su presa. ¡Cómo pueden estar tan locos o tan desesperados como para intentar hacer llegar esa pieza hasta la montaña en estos momentos! Lentamente avanzan entre la nieve y el barro. Las ruedas del cañón se hunden en el suelo blando y los hombres luchan para desatascarlo y continuar, mientras que desde las posiciones carlistas se oye a los soldados gritar lanzando avisos inútiles. La orden de fuego resuena en todo el frente, y la descarga de los fusiles rasga el silencio… Varios de los carlistas han caído junto al cañón y los que se han salvado corren ladera arriba del Atxuria, hacia sus defensas, desde nos responden con furiosos disparos. Tenemos orden de no salir de nuestras posiciones, por lo que la visión de la pieza y de los cuerpos abatidos a su alrededor nos acompañan hasta que se pone el sol.

18 de febrero de 1876, Atardecer en las Campas de Ibañeta

Te acostumbras a escuchar el estruendo de los disparos y los cañonazos, por eso, cuando todo queda en silencio, el miedo y la desconfianza se apodera del alma. A nuestra derecha el monte Mendivil permanecía peligrosamente sin actividad. De frente y muy a lo lejos, las fortificaciones del Atxuria, desde donde nos llegaban traídas por el viento palabras entrecortadas que no llegábamos a entender. A nuestra izquierda, silencio. Los soldados retorcían en sus manos sudadas los fusiles, mientras escudriñaban los alrededores. No estábamos lejos de nuestro objetivo y tan solo teníamos que avanzar por las campas de Ibañeta para poner fin a la empresa. Un nuevo gesto del oficial y la columna se pone en marcha. Teníamos que atravesar la turbera de Ibañeta, una zona encharcada, un hoyo natural, donde el cañón sería un gran lastre, y el mejor sitio para que fuéramos fusilados. Pero el deber es el deber, y las ordenes eran claras: alcanzar esta vertiente con la condenada pieza de artillería. El cañón avanzó pesadamente, con las ruedas hundiéndose en la vegetación pantanosa, nunca el plomo peso tanto. Ahora comprendo lo que siente un lobo cuando cae en una lobera. Desde donde estaba podía distinguir claramente las gorras rojas de los soldados que nos esperaban en la primera línea de defensa… . Entonces estalló el estruendo de fusilería y los hombres que me flanqueaban cayeron al suelo llevándose las manos a la cara. Mientras me agachaba de forma instintiva, vi como el oficial carlista intentaba hacerse oír entre el ruido y gritaba a sus hombres que corrieran hacia las trincheras. Algo que puse en práctica sin necesidad de que me lo repitiera dos veces. El último cañón salido de la fundición de Artega quedó allí, abandonado en mitad de la turbera de Ibañeta, sin haber llegado a ser disparado ni una solo vez, y junto a él, los cuerpos de algunos soldados y del propio oficial carlista.

Los disparos parecían llegarme de todos lados y en mi alocada carrera alcancé las piedras de gentiles que se encuentran en el mismo collado de Ibañeta, poco antes de que el camino comience el descenso para llegar a Zugarramurdi. Saltando al interior del improvisado refugio que formaban las lajas colocadas en vertical, me parapeté y trate de pensar. En esos momento olvidé todo lo que madre nos había contado sobre la magia de esas piedras. Poco me importaban a mi los gigantes y su maldición, cuando las balas rebotaban a mi alrededor. En un momento de cordura comprobé que las últimas balas me llegaban desde el monte Mendivil. Así que las tropas alfonsinas ya estaban aquí… Los voluntarios carlistas que no habían caído se dirigían hacia la salvación, colina arriba, hacia las trincheras donde esperaban sus compañeros. Refugiado detrás de aquellas piedras medité una decisión: si permanecía en aquella casa de gentiles, es probable que acabase muerto por los disparos de los unos o de los otros. Si me rendía a los liberales, no creo que creyeran que estaba ayudando a transportar una pieza de artillería contra mi voluntad… y eso contando con que de las trincheras carlistas no me tomasen por un traidor y me disparasen… . Miré de nuevo hacia la vertiente del Atxuria. Maldije al endemoniado oficial que me había metido en esta locura y corrí hacia las defensas carlistas como si me persiguieran todos lo gentiles y brujas del valle.

Ascendí fatigosamente y sin respiración por la empinada cuesta hasta llegar a un parapeto de piedra, al cual salte de cabeza al interior, para acabar a los pies de un soldado, que sentado sobre una pequeña piedra recargaba con aire ausente su arma. Me miró indiferente y comentó sin cambiar su tono de voz: -“Si te has atrevido a llegar hasta aquí, es que eres un loco o un valiente… o mezcla de ambos. Por si no lo sabes, los que te han disparado, y no con mucha puntería por cierto, son del regimiento de Cazadores de Melilla, y los que están en estos momentos agrupándose detrás de aquella loma son los del Regimiento Toledo, y así, regimiento tras regimiento, batallón tras batallón, todo el maldito ejército del Norte está formando delante de nuestras narices, dirigidos por esos generales Blanco y Campo…. Si la única ayuda que nos envía nuestro amado Carlos son gente como tú, no creo que lleguemos a mañana” -. Y escupiendo al suelo continuó metódicamente con la carga de su fusil.

Todavía aturdido y con las piernas temblándome, me arrastré por el interior de las fortificaciones, traspasando con mucha precaución la pequeña fractura en las rocas del Atxuria que separa sus dos vertientes. En esta ladera me encontré con todo un ajetreo de movimiento aparentemente caótico: soldados que se movían en dirección a sus posiciones con municiones, heridos que se amontonaban junto a las construcciones de piedra esperando ser bajados hasta Sara, sonidos de disparos y olor a pólvora quemada rodeando toda la zona. Un soldado me ofrece un poco de agua, que bebo con ansia. Miro al valle que tengo en frente, la tarde avanza y contemplo los cercanos pueblos de Zugarramurdi y Sara a mis pies. El estruendo de las baterías llena la montaña, con las bocas apuntando hacia Zugarramurdi. De pronto, entre el griterío se va haciendo el silencio a medida que los soldados se giran para ver pasar a una camilla con un oficial de alta graduación herido de gravedad en su interior. -“Es el brigadier Larumbe”-, susurran los soldados, mientras se descubren la cabeza y se cuadran al paso de la camilla que transporta al artífice de esta última defensa. Sigo con la vista al moribundo, mientras toma un camino que le llevará a Sara, y de allí, si sobrevive, posiblemente al exilio. Un teniente comenta, abatido: -“Todo está perdido, apenas nos queda munición”.

Trepo por el camino que, empedrado con losas, conduce hasta a la cima, ya que quiero comprobar por mí mismo la situación en la que me encuentro antes de tomar una decisión. A poca distancia del punto más alto del monte, me encuentro con una atalaya circular que sirve de puesto de vigilancia. Me parapeto detrás de los muros de piedra y contemplo el campo de batalla: Allá abajo, en las campas de Ibañeta, el maldito cañón permanece en mitad de la turbera rodeado de una guardia de muertos, y escondidos o agrupados en zonas donde no llega el alcance de los fusiles del Atxuria, esperan los soldados del ejército del Norte. Los días son cortos y el sol se esconde ya. Lentamente me siento sobre una piedra, ya que me duelen todos y cada uno de los huesos del cuerpo, y mientras me deleito con el bello atardecer invernal de fondo, repaso los nombres de las montañas que me son tan queridas: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi… .

19 de febrero de 1876, Amanecer en las Fortificaciones del Atxuria

El amanecer ha sido más gélido que de costumbre. Avanzo entre los restos de las posiciones carlistas: barro, nieve, sangre,… llego a la cima del Atxuria. Bien entrada la noche de ayer, todo un batallón guiado por un mugalari que se hace llamar Martín Zalacain, ascendió desde el collado de Irumugak, siguiendo un sendero que hace las veces de frontera con Francia, hasta la base rocosa del monte y una vez allí escalaron la pared, para sorprender a los cansados carlistas que consideraban esa zona excesivamente abrupta para sufrir un ataque. Sin posibilidad de una defensa organizada los rebeldes abandonaron precipitadamente sus posiciones, dejando no pocos cadáveres y heridos en su huida. De los supervivientes, algunos han pasado a Francia y otros se han refugiado en el último reducto que les queda en estas montañas: Las Palomeras. Junto a la atalaya circular en la que ahora ondea la bandera del rey Alfonso me llegan claramente los sonidos de los duros combates que se están manteniendo allí.

Me dejo caer pesadamente en las piedras de la cima y aspiro el frío aire del amanecer, un aire que me falta desde hace tiempo. Recorro con la vista fija en el horizonte las cimas y lugares que se presentan ante mis ojos. Desconozco su nombre, y el joven guía, que no se ha despegado de mis talones, me contempla sonriente, ajeno al horror que hemos vivido en las últimas horas, y señalándolos con el dedo repasa los nombres de las montañas que nos rodean: Larrun, Mendaur, Saioa, Hautza, Gorramendi… . Al alzar la vista más allá de las cimas, el azul intenso del mar atrapa mis sentidos. A veces, añoro el olor a salitre…

Epílogo

Con su rey al otro lado de la frontera, lo poco que quedaba del ejército carlista se diluyó en las nieblas de los montes y valles, poniendo el punto final a la última Guerra Carlista el asalto al fuerte de Lapoblacion el día 2 de marzo de 1876.

El general Ramón Blanco fue nombrado Marqués de Peña Plata en reconocimiento a su papel en la toma de tan importante posición carlista. El Atxuria, rebautizado para la posteridad como Peña Plata, sumaba a su dilata historia un título nobiliario sustentado en la sangre derramada en sus laderas.

Tan sólo necesitaremos que transcurran 60 años para que sean otros montes de la geografía vasca los que pasen a los libros de historia por las hazañas de los hombres que los defendieron o los asaltaron: Intxortas, Saibigain,… .

Atxuria, en la Actualidad

Para el esforzado montañero que ascienda a la cumbre del Atxuria o Peña Plata, los restos de lo que fue uno de los baluartes carlistas más importantes pueden pasar completamente desapercibidos, ya que la mayoría de las ruinas que se pueden contemplar no alcanzan el medio metro de altura y solamente esforzando nuestra vista y poniendo la imaginación a funcionar podemos hacernos idea de los recintos, trincheras, construcciones, caminos y atalayas que protegían la cima.

En su cara Norte, ya cercana la cumbre, encontramos la parte mejor conservada que corresponde a los “escalones” donde los carlistas situaron sus baterías de montaña. Dada la inclinación de las laderas del Atxuria se niveló el terreno mediante la construcción de peldaños con lajas de piedra, donde se situaban los cañones. Y así se mantienen todavía, dominando todo el terreno llano que se muestra a sus pies. Fue posiblemente en estos emplazamientos desde donde una salva de disparos saludó la llegada del pretendiente cuando atravesó el paso de Dantxarinea un 16 de julio de 1873, para ser seguidamente aclamado por más de 1000 voluntarios en el pueblo de Zugarramurdi. Desde esta posición podemos observar el todavía bien marcado camino de carros que siguiendo un trazado en zig-zag ascendía desde las cercanías de este pueblo, salvando el desnivel de la ladera hasta las posiciones de artillería, y que seguramente corresponde con la vía principal de acceso a todas las fortificaciones. En una cota más elevada, en un pequeño collado, donde la barrera de rocas que forma la espina dorsal del Atxuria pierde su continuidad, aparecen los restos de construcciones, que servirían de enlace con las defensas de la ladera Sur. Desde este punto, parte un camino en parte enlosado con grandes bloques, que nos lleva a la cumbre. En lo alto, casi en la misma cima, si observamos con detenimiento, veremos la atalaya circular, hoy reducida a las piedras de su base. Al descender de este nido de águilas, podemos detenernos a visitar las posiciones de la vertiente Sur, donde observaremos los derrumbes de muros y construcciones que cerraban y delimitan lugares estratégicos que controlaban y batían toda las campas de Ibañeta, así como el camino que unía las poblaciones de Etxalar y Zugarramurdi.

Prácticamente, esto es todo lo que nos queda de aquella batalla y guerra que se recuerda envuelta en cierto halo de romanticismo. La cicatrices del Atxuria las ha disimulado el tiempo, siendo incorporadas al paisaje natural de la montaña como parte del recuerdo del paso efímero de las vidas humanas: generaciones separan a los pastores enterrados en los dólmenes y cromlechs de Ibañeta, de los soldados de casaca azul y boina roja; y sin embargo, en las faldas del Atxuria comparten un mismo lugar geográfico en puntos tan distantes de la historia. Los restos desmoronados de las fortificaciones no son grandiosos, pasarían por ser los muros abatidos de cualquier vieja borda de nuestros montes, pero a pesar de su humildad, son parte de una historia que se forjó en uno de los teatros más bellos que la montaña vasca nos ofrece: el monte Atxuria.



Ficha Técnica

En el relato se presentan dos vías clásicas de ascensión a la cima del Atxuria, que con una cierta licencia histórica he tratado de describir a medida que se desarrollaban los acontecimientos del asalto. La ruta seguida por el miquelete José Elizalde se corresponde básicamente con el antiguo camino que unía las localidades de Etxalar y Zugarramurdi, hoy reconvertido en ruta montañera de corto recorrido perfectamente señalizada con franjas amarillas y blancas. Cerca del antiguo lavadero de Etxalar situado en el barrio Antsolokueta, nos encontraremos con un panel informativo sobre el itinerario y posibilidades del mismo. El ascenso hasta la cima del Atxuria puede necesitar de unas 2 horas y media, siguiendo idéntica ruta que la llevada por José Elizalde. Una vez allí, podemos optar por retornar a Etxalar, desviándonos en el collado de Orenta en dirección al paso las Palomeras, pudiendo realizar un bonito, aunque cansado y largo, recorrido circular.

Por otra parte, he preferido que la ruta de ascenso seguida por el contrabandista Joanes Etxeandi, se desvíe ligeramente de la vía directa de ascenso desde Zugarramurdi dando un pequeño rodeo, que siguiendo pendientes menos pronunciadas nos permite llegar al collado de Urbia, rodear al monte Mendivil y alcanzar las campas de Ibañeta. Dos horas bastarán para cubrir todo el trayecto hasta culminar en la cima del Atxuria. El retorno puede realizarse  descendiendo por el paso de Ibañeta, utilizando el viejo camino que unió Zugarramurdi con Etxalar.

Para los amantes de la bicicleta de montaña, las opciones son muchas y variadas, ya que prácticamente la totalidad de la ruta es ciclable hasta las campas de Ibañeta, exceptuando la ascensión final al pico del Atxuria. Si bien las distancias no se reducen, sí lo hacen los tiempos de duración de los recorridos, por lo que en función de nuestro estado físico, podremos optar por numerosas alternativas para completar una perfecta jornada por las pistas y caminos de esta zona.

Momento Propicio: Resulta complicado decantarse por alguna estación del año en particular para realizar un ascenso al Atxuria. Que sea el montañero quien decida cuales son sus preferencias.

Mapa: Bertiz Mapa Turístico (Baztan, Bertizarana, Bortziriak, Malerreka, Urdazubi, Zugarramurdi), escala 1:50.000.

Bibliografía

Jose Extramiana. Historia de las Guerras Carlistas. Haranburu, San Sebastian 1979
Leandro Nagore. Apuntes para la historia 1872-1876. Editorial Gomez. Pamplona 1964
Melchor Ferrer, Historia del tradicionalismo español, tomo XXVII (Sevilla, Editorial Católica Española, 1959)
Narración militar de la Guerra Carlista: de 1869 a 1876, Volumen VII elaborados por el Cuerpo de Estado Mayor del Ejercito (Madrid, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra, 1883-1889)

Agradecimientos

A Luis Alejos y Patxi Caspistegui, por sus siempre valiosos consejos.

Nota del Autor

Por lo que se desprende de las narraciones consultadas lo que se conoce como “Batalla de Peña Plata” hace referencia a las acciones de armas que tuvieron lugar básicamente entre los días 18 y 20 de febrero de 1876 en los montes: Orizki (Centinela), Mendivil, Atxuria (Peña Plata) y Palomeras. 

9 comentarios:

  1. Gracias. Ya me alegro que guste esta ruta montañera novelada.

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  2. Me alegro que te hayas animado a compartir tus conocimientos por esta vía. Espero que hay pronto una entrada sobre la batalla de las Muñecas.

    Un saludo

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    1. Eesa Nube!! Gracias a tí por la ayuda. Respecto a la entrada de la Batalla de las Muñecas....uhmm... al formar parte de las Batallas de Somorrostro, es posible que el relato del desarrollo de la acción bélica tenga que esperar a ese todavía intangible, pero previsto libro; aunque te puedo asegurar que escrita, está ecrita ya. Igual la parte arqueológica tiene su entrada. Todo llegará.... ;-)

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  3. Estupendo. Es verdad, el relato completo gana mucho más.

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    1. Gracias. La verdad es que siempre me gusto más el relato del miquelete que el del contrabandista. Es posible que porque fuera "mío" y no alguien que recordara a "Martin de Zalacaín". En cualquier caso la vida los miqueles y especialmente de sus familias no fue sencilla en aquellos tiempos. En un medio eminentemente carlista, pertenecer a este cuerpo de policia foral.... buff... complicado. En una futura entrada intentaré desgranar algunos de los problemas a los que se enfrentaban.

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  4. Soy descendiente directo de Don Ramon Blanco y Erenas, fue mi tatarabuelo, y me ha gustado mucho leer tu relato, imaginando como tuvo lugar aquella batalla de la que he oido hablar desde pequeño en mi casa, como origen del título de Marques de Peñaplata. Saludos

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    1. Muchas gracias!

      El relato no deja de ser una ruta-novelada y, salvo el acontecimiento de la batalla y los personajes históricos como tu antepasado o el brigadier Larumbe, el resto no deja de ser elementos imaginativos en una trama más o menos ficticia, donde utilicé la cuña que Pío Baroja introdujo en Zalacain el Aventurero sobre Peña Plata para crear un personaje principal.

      Fue la primera aproximación que realice a los trabajos históricos carlistas y créeme, que “novelar” la batalla de Peña Plata, aunque fuera en un formato breve, me resultó infinitamente más sencillo que las reconstrucciones históricas que encontraras en el blog. “Vestir” un hecho histórico no es lo mismo que intentar “contar la realidad” de un hecho histórico.

      En cualquier caso, siempre es reconfortante encontrar que aquellos que habéis crecido escuchando relatos de esas batallas encontréis interesante lo que se escribe en este blog.

      Un cordial saludo.

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    2. Hola, estoy muy interesado en contactar con los descendientes de D. Ramón Blanco al estar realizando un proyecto sobre su figura. Si me pudiera contactar en el siguiente email: salinas_leon@hotmail.com se lo agradecería mucho

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