Los fantasmas no solo habitan viejas casas y lúgubres castillos. También viven en archivos olvidados, junto a relatos condenados a vagar en la memoria de un ordenador. Todos guardamos en algún rincón textos, ideas o proyectos que esperan ser rescatados. A veces, desempolvarlos es más difícil que crearlos desde cero.
En un momento donde las ideas parecen esquivas y el tiempo escaso para la creación de contenidos de calidad destinados al blog, he decidido volver a mis orígenes con la presentación de un pequeño relato. Reconozco que no lo había escrito con este destino, sino que tenía en mente la posibilidad de hacer de él la entrada de alguna magra divisa. Pero incumplido el sueño, sin noticias, ni para bien ni para mal del receptor, como si nunca se hubiera enviado o recibido, como si de un relato fantasmal se tratase, el relato parecía condenado a vagar por lo pasillos del ordenador.
Y es precisamente de fantasmas de lo que trata el relato, de ecos perdidos en el tiempo, donde el pasado insiste en hablar y el futuro se cierne amenazante.
Este cuento encuentra hoy su hogar en el blog, como un fantasma que al fin descansa en su espacio virtual, lejos del ingrato papel.
—Pase. Pase sin miedo. Vaya, pensaba que su profesión requería de muchas canas.
—Gracias. Lo tomaré como un cumplido —respondió el hombre un poco azorado—. Ya siento presentarme de semejante guisa, pero el camino estaba embarrado. Espero que el señor párroco les haya explicado los motivos de mi visita.
—No se preocupe. Don José vino la semana pasada a dar la comunión al aita y estuvieron charlando sobre usted y sus intenciones. Deje el gabán y sombrero en esa silla y curiosee todo lo que quiera. Pero, por favor, no toque la boina. Es lo único que el aita quiere conservar. De hecho, desea que le enterremos con ella.
—¿Y todos estos papeles?
—No son más que viejas cartas y panfletos del aita. Si los quiere en el lote, no tendremos problema en incluirlos. En el desván encontrará muchas más cosas—. Y ya murmurando para sí, concluyó la mujer: —Eso, si los ratones no han dado cuenta de ellos antes.
—¿Y está su padre en casa?— preguntó el hombre mientras recorría la estancia.
—Desde que ama muriera, apenas ha salido de estas cuatro paredes. Ni se imagina lo que me ha costado convencerle para que se venga con nosotros y venda todo esto—y añadió con un suspiro —, pero no quiero aburrirle con infortunios familiares.¿Desea conocerle?
—Por supuesto, pero … ¿habla castellano?
—Descuide. Ahora mismo les traigo un poco de sidra para que charlen de sus cosas—. Y tras forzar una sonrisa, la mujer se giró mientras gritaba:—AITA! Antikuaixua iritsi da! Maketuaren itxuradako, baina Jainkuaren izenian, ondo tratatu ezazu. Beren dirua behar dogu!
El joven esperó pacientemente en aquella dependencia donde destacaba un vetusto escritorio, un par de desvencijadas sillas, una gran vitrina y multitud de objetos, con manuscritos y libros que se amontonaban en aparente desorden. Sin duda, era una estancia extraña en un caserío que había vivido tiempos mejores.
El joven dejó de divagar cuando un anciano atravesó el dintel de la puerta. Vestía al viejo uso del campesino vasco, luciendo una barba blanca pulcramente recortada, al igual que su cabellera, cubierta por una raída boina que, en algún momento, debió ser negra. Su rostro presentaba una tez morena con multitud de arrugas, donde destacaba una tremenda cicatriz que le cruzaba la cara salvando el ojo izquierdo. Mantenía un porte de vetusta hidalguía que contrastaba con la apariencia de su joven interlocutor, con sus elegantes ropas y sus embarrados zapatos, poco acostumbrados a pisar fuera de los adoquines de una urbe.
El anticuario se levantó para estrechar la mano del anciano. Mientras ambos hombres sostenían un fuerte apretón, el anciano exclamó: —¡¡ME CAGÜEN DIOS!!
—¿Per… Perdone? —respondió el joven con sorpresa mirando a la mujer y buscando en ella una explicación a aquellas malsonantes palabras. Ella se limitó a encogerse de hombros y a voltear los ojos hacia el techo.
El hombre continuó hablando sin soltar la mano del comerciante: —¿Acaso a los bilbaínos les faltan entendederas? Esas fueron las primeras palabras que aprendí a decir en castellano. Como no sabía lo que significaban, las repetía una y otra vez, para el regocijo delos que me las enseñaron. Y ahora que ha comprobado que tengo un cierto dominio de su idioma, ¿hablamos de negocios?—. Tomaron asiento uno frente al otro, sacudiendo el joven su dolorida mano: —¿Y bien? ¿Qué anda buscando un bilbainito en mi casa? Si le soy sincero, no me gusta nada de esa condenada villa. De hecho, nunca he pisado sus calles. No lo hice en la guerra y no lo he querido hacer en tiempos de paz.
El joven mantuvo la mirada del hombre y respondió: —¿Está usted hablando del asedio de 1874? Lo conozco muy bien, el cerco a Bilbao, las batallas de Somorrostro…—. Con una rapidez impropia de su edad, el anciano se incorporó colocando su cara a escasos centímetros del rostro del asustado joven, mientras espetaba con furia: —¡¿CONOCER?!¡Qué sabrá usted de las penurias que vivimos en aquel maldito valle!¡No recuerdo haberle visto allí!
—Aita, mesedez—terció su hija. El ancianorespiró profundamente y se dejó caer en su asiento mientras sus dedos recorrían la cicatriz. Su voz se tornó melancólica: —Perdóneme. De todo aquello únicamente sabrá lo poco o mucho que haya leído en los libros. ¡Ni tan siquiera ha conocido las Leyes Viejas!
El anticuario se revolvió en su silla y ciertamente molesto replicó: —Algún conocimiento tengo. Y le puedo asegurar que, si ustedes no hubieran puesto en el disparadero nuestros Fueros, hoy seguiríamos disfrutando de ellos. Muchos bilbaínos los amaban y defendían. Lo único que se requería era una adecuación—y aumentando su tono de voz argumentó: —¿Cómo era posible que la anteiglesia más humilde del Señorío tuviera el mismo peso y voto que la capital? La guerra no sólo la perdieron ustedes, también los liberales moderados, que creían que sus Fueros únicamente precisaban de una pequeña, pero necesaria, actualización.
El viejo replicó con sorna: —Claro. Y por eso después de “La Escodada” de 1870, cuando se intervino la Diputaciónde Vizcaya y se encarcelaron a los diputados generales, ustedes se apresuraron a proclamar una Diputación interina colocada a dedo para único beneficio de los liberales bilbaínos. Si tanto les importaba, ¿porqué no convocaron unas nuevas Juntas, en vez de mantener ese dislate?
—Da por sentado que soy “enemigo” suyo por el mero hecho de ser bilbaíno—respondió el joven y continuó:—Todos sabemos que aquellos diputados fueron encarcelados por malversar fondos para aquel fallido alzamiento. ¿Qué se esperaba que se hiciera? Además, la Diputación interina hizo todo lo posible para que Madrid no interfiriese en nuestros asuntos... ¡Pero no!, ustedes tenían que seguir bregando.
—¡Por supuesto! ¡No nos íbamos a quedarde brazos cruzados mientras todo lo que nos habían enseñado nuestros padres se iba al garete!—exclamó el interpelado—¿Qué clase de Patria es aquella donde se niega a Dios, donde no hay Rey legítimo y donde se atacan a las leyes que nos han regido durante siglos?
El joven se cruzó de brazos: —¿Patria? Para la mayoría de ustedes la Patria acaba allí donde termina su pueblo o en el mejor de los casos, su provincia. Lo que pase más allá del Ebro, poco o nada les ha importado nunca. ¿Rey? Para ustedes basta que alguien se llame Carlos para ponerse inmediatamente bajo sus órdenes. Y Dios,…Dios nunca ha sido el problema. El problema ha sido el clero y sus abyectos seguidores…¡como aquel asesino de Santa Cruz!
La hija trató de reconducir la situación: —Aita, mesedez. Dirua behar dogu—, intercedió mientras dirigía al anticuario una sonrisa. Los ojos del viejo casero perdieron brillo y casi habló en un susurro: —¿y para que quiere todo esto?—, mientras señalaba a los objetos que colmaban la estancia.
El joven anticuario tardó en responder:—En Francia, Alemania oItalia paganbien por todo lo relacionado con ustedes.Yo, personalmente, busco otra cosa…
El anciano suspiró:—¿Y que busca? ¿Es usted de los que piensa que aquella fue una guerra romántica?Pues déjeme que le cuente —.Y recobrando el tono firme de su voz, el viejo carlista comenzó a narrar:—Varios de los muchachos que estudiamos en el seminario de Vergara nos echamos al monte en el otoño de 1873. En aquel momento poco nos importaba el “Dios, Patria, Fuerosy Rey”. Éramos jóvenes, con la sangre caliente, con muchas ganas de vivir aventuras y conocer algo de mundo.
Nos habíamos perdido la jarana de 1872, aquella que supuestamente finalizó cuando los vizcaínos firmaron su infame Convenio de Amorebieta. Durante muchos años pensé que aquello había sido una traición, una “marotada”, pero con el tiempo fui capaz de ver los réditos que sacamos de aquella paz estéril.
No tuvimos que esperar demasiado para entrar en una partida y pasamos varias semanas jugando al gato y el ratón con los miqueletes. Finalmente ingresamosen el 4ºde Guipúzcoa como cadetes. Los que hablaban castellano nos llamaban “caguetes”, pero no pude reírme, ni molestarme de la humorada, hasta algunos meses después, cuando comencé a dominar ese idioma.
Cómo único uniforme teníamos nuestra chapela y un capote gris, que decían habían llegado de Francia. Nuestra oficialidad era una mezcla de militares y de civiles de lo más extraña. A falta de armas, usábamos palos para hacer la instrucción. Por fin, un día en Eibar, formamos en la plaza para recibir armas. En fila de a uno íbamos pasando y, en función del cajón que se abría, te tocaba un arma u otra: Berdan viejo, giratorio del 16, Minié carabina corta, Berdan reformado, giratorio del 24, Minié fusil largo o algún Remington. A mí me pusieron en las manos un precioso fusil giratorio del 24.
En aquel final de 1873 las cosas nos iban bien: los vizcaínos habían conseguido tomar Portugalete dejando Bilbao cercado. El Rey ordenó tomar la villa, disponiendo para ello de sus batallones vizcaínos. Bueno, exceptuando a los Encartados que luchaban bajo la comandancia del viejo Cástor Andéchaga. Gente curiosa esos Encartados: para ser vizcaínos y profundamente fueristas, parecían encontrase más cómodos entre cántabros y castellanos que entre las propias gentes del Señorío— explicó encogiéndose de hombros y continuo: —Gracias al ferrocarril se estaba concentrando un ingente número de tropas de negros en Santander y se decía, que marchabanpor la costa para entrar en Vizcaya con objeto de levantar el incipiente sitio a su “invicta” villa —dijo con sorna —. El muro de contención debían de haber sido,precisamente, los Encartados. Pero en el primer embate perdieron el paso de Saltacaballo, en la frontera provincial, para acabar retrocediendo hasta la ría del río Mayor en Somorrostro, ya en territorio de Vizcaya.
Para detener aquella acometida, se concentraron todos nuestros batallones disponiblesen aquel extenso valle. Allí escuché la mayor diversidad de variantes del habla vasca; y, por primera vez, nos reunimos con voluntarios de otras provincias: castellanos, cántabros, aragoneses, asturianos…
Los aragoneses me caían simpáticos. Aunque no les entendía, su forma de hablar me resultaba graciosa. Habían llegado a Somorrostro como castigo por no aceptar un jefe impuesto que no era de su agrado. Portaban grandes guerricos donde insertaban inmensas navajas y algunos, a falta de buenas armas, acarreaban viejos trabucos de cuando se luchaba contra los franceses.
Algo similar pudiera decirse de los hombres enrolados en los batallones castellanos. Apenas uniformados, llamaban la atención por su maltrecho aspecto, con ropas hechas girones y envueltos en mantas raídas que contrastaba con sus relucientes fusiles. Mas tarde me enteré, que la Diputación castellana apenas les suministraba lo mínimo necesario para mantenerles en pie y, estando tan lejos de sus casas, no existía posibilidad de ayuda de sus familiares. Eran gente ruda, blasfemaban más que hablaban, pero luchaban con una determinación digna de admiración y respeto.
Para detener al enemigo, el general Nicolas Ollo (un navarro bastante grueso al que D. Carlos le había confiado el mando de todas nuestras tropas) había dispuesto que las fuerzas se dispusieran en un semicírculo que marcaba la orografía del terreno, quedando la iglesia de San Pedro en el centro y siendo los extremos el cordal del Montaño y las estribaciones de los montes de Triano. Los negros se situaron al otro lado del río Mayor, teniendo el Janeo y Pico Ramos como promontorio para su artillería y Castro Urdiales como puerto de retaguardia.
Los batallones nos íbamos turnando en las posiciones: 24 horas en el puesto, para luego ir a descansar a los pueblos cercanos de retaguardia. La vida se tornó un tanto monótona en aquel comienzo del invierno de 1874, mientras esperábamos a que los vizcaínos finalizaran la instalación de los morteros con los que se debía batir Bilbao. Nosotros pasábamos el tiempo construyendo defensas (que se revelarían completamente ineficaces) y rezábamos. Bueno, no todos eran tandiligentes en este último aspecto, pero nosotros rezábamos el rosario todos los días y ¡pobre del que no asistiera al oficio!
Al otro lado del río Mayor veíamos muchísima actividad. Aquel sí que parecía un auténtico ejército: bien uniformado, bien pertrechado y con mucha artillería. La gran mayoría de aquellos trastos los situaron en los altos de Janeo. Y, por si fuera poco, en el mar se paseaban impunemente grandes navíos de línea con sus enormes cañones. Nosotros, por el contrario, únicamente contábamos con las secciones de Álava y Guipúzcoa: 6 cañones y 2 obuses. Cada vez que se daba la orden de “¡Artilleríaal frente!”, los vitoreábamos hasta quedarnos roncos; pero su aspecto no era especialmente grandioso: mulas famélicas arrastrando cañoncitos y con unos sirvientes que no tenían mejor aspecto que cualquiera de nosotros. Eso sí, exceptuando sus oficiales. Gente fina.
Tampoco andábamos bien de munición, así que Ollo había dado la orden de no malgastarlas y de únicamente hacer fuego a escasa distancia. Yo conté los cartuchos que tenía en mi morral: 20. Ni más, ni menos.
Las pequeñas escaramuzas se sucedían, pero nada grave. De hecho, pasábamos más tiempo insultándonos que disparándonos: “¡Guiris! ¡Jodidos carcas! ¡Negros!”, era la cantinela de todos los días. El 21 de febrero fue un día de gran celebración en nuestras filas. Finalmente, las primeras bombas habían comenzado a caer sobre Bilbao. Tres días después, los negros cruzaron el río Mayor desplegando algunas tropas en el valle. Así llegamos al 25 de febrero.
Ese día nos tocó amanecer ateridos de frio en el cogote del Montaño. Allí arriba no había ningún tipo de protección y el viento era inmisericorde. Esperábamos ansiosos nuestro relevo, mientras en el fondo del valle observabamos mucha actividad. Los veíamos formar, maniobrar, marchar hacia adelante, recibir una contraorden y volver al punto de partida. Serían las 10 de la mañana—.El anciano hizo una pausa y el silencio se hizo en la habitación. Tras suspirar, continuó con voz quebrada: —A las 10 de la mañana de aquel 25 de febrero de 1874, bajamos a los mismísimos infiernos. Imagínese el fuego de decenasde cañones. Primero ves un fogonazo de luz envuelto en una enorme nube de humo, y seguido llega un estruendo ensordecedor. En toda nuestra línea se levantaron surtidores de tierra y roca mientras la metralla se esparcía en todas las direcciones. Eran los primeros disparos y quedaron largos o cortos, pero los artilleros no tardaron en afinar su condenada puntería.
Al poco, una de las granadas fue a caer en frente de donde nos encontrábamos. Un fuerte estallido y un hombre a mi izquierda salió despedido. Un fragmento de metralla le había decapitado limpiamente y su cabeza rebotaba ladera abajo, mientras todos permanecíamos paralizados de terror por la escena. Al mirar hacia el valle,vimos avanzar a todo el ejército enemigo y, como se ennegrecen los campos cuando se extiende estiércol, así se ennegrecieron, llenos de hombres, los campos que estaban al pie del Montaño.
Avanzaban en guerrillas, dispersos para evitar ser blanco fácil. De vez en cuando disparaban sus rifles, pero poco daño nos hacían. Otra cosa distinta era su maldita artillería: una y otra vez machacaban sin piedad nuestras posiciones, despedazando nuestras defensas, atravesando nuestros endebles parapetos. Y nosotros agazapados sin poder hacer nada: rezando algunos, otros llamando a sus madres. A media mañana ya habían tomado las casas que están en la ladera del Montañoy parecía que únicamente les frenaba lo escarpado del monte. Comenzamos a hacer fuego: 20, 19, 18,… iba contando cada vez que apretaba el gatillo. No conseguíamos hacerles retroceder. El sol invernal estaba ya alto. 14, 13, 12,… Nos mirábamos y solo veíamos el miedo reflejado. “
Aurrera mutillak!”, gritaba algún oficial. 3, 2, 1. Me quedé sin munición, desesperado y con lágrimas en los ojos comencé a lanzar piedras. Vi que algún compañero arrojaba su inútil fusil y huía… y yo, hice lo mismo. Corrí como alma que lleva el diablo y ya estaba por el Montaño Chico cuando me encontré de bruces con una gran concentración de hombres. Uno de ellos,un enorme gastador frenó mi huida: —
Nora zoaz mutiko? —Le miré con lágrimas resbalando por mi cara.—
Kartutxoak?—negué con la cabeza—
eta baioneta?—asentí compungido, —
ba etorri nirekin—. Y agachando la cabeza le seguí.
Era un baztanés del 5º de Navarra. Me contó que habían llegado junto con el 1º y 2º de Navarra, situándose tras el Montaño y Mantres a la espera de órdenes. Destacaba entre sus oficiales uno bigotudo de pequeño tamaño, pero de gran presencia. Se detenía entre los grupos de hombres, interpelándoles por su nombre y bromeaba con ellos: —Diez minutos de descanso. El que tenga vino, que beba; y el que tenga tabaco, que fume—.No era otro que el famoso “Radica”.
En aquel lugar la lucha parecía lejos, pero tan solo estamos a escasos metros de la línea de fuego. El baztanés consiguió un puñado de cartuchos para mi giratorio. Lo cargó él mismo y me lo devolvió con una sonrisa. Comparado con el mosquetón Remington que él empuñaba, mi arma parecía un juguete.
Al poco destacó la voz de Radica en una corta arenga, de la que no entendí nada, salvo la palabra “bayoneta”. Cientos de voluntarios sacaron de su tahalí aquellos largos y pavorosos metales, ensamblándolosa sus fusiles. Muchos parecían disfrutar al hacerlo. —¡Marchen! Aurrera!—. Todos se pusieron en movimiento dirigiéndose ala divisoria de aguas. Al otro lado, todavía ocultos a nuestra vista, los negros se constreñían en la depresión que queda entre el alto de San Andrés y Mantres.
Pasamos junto a los voluntarios que desde sus parapetos seguían intentando detener su ascenso. Al comprobar que llegaban refuerzos, se dibujaban grandes sonrisas en sus rostros tiznados del negro humo que producía la percusión de los cartuchos. Por el contrario, debió ser una visión pavorosa para el enemigo,el comprobar cómo la línea del horizonte se llenaba de una hilera de figuras tocadas con chapelas y brillantes bayonetas caladas.
A mi derecha se escuchó un agudo irrinchi, secundado y vitoreado por cientos de gargantas, comenzado los hombres a cargar cuesta abajo en un loco frenesí. Las avanzadas del enemigo vacilaron ante aquella horda vociferante que se les echaba encima. La mayoría se dieron la vuelta y salieron huyendo.
No fui consciente de lo que estaba pasando hasta que en mi alocado trotar, vi girarse a un soldado liberal que corría varios metros por delante. Sin poder detener mi carrera, observé cómo amartillaba su fusil y lo dirigía hacia mí. Noté el aire que desplazó la bala al pasar ronzando mi cabeza mientras su figura se tornaba borrosa ante el humo que salía de la boca de su arma. Temblando de miedo, puse rodilla en tierra y apoyé la culata de mi giratorio en el hombro. En la cara de mi oponente se dibujó un rictus de terror, mientras hundía su mano izquierda en la canana buscando un nuevo cartucho. Me limité a apuntar. Él me miró y dejó caer los brazos con resignación. Apreté el gatillo y aquel
beltza salió despedido. El impacto de un proyectil del 24 a escasa distancia era demoledor. Me acerqué al cuerpo. Era tan joven como yo. Su cara había quedado detenida en un gesto de asombro, con los ojos todavía abiertos mirando al infinito. Me arrodillé junto a él y le tomé la mano que permanecía fuertemente aferrada a algo. No era un cartucho. Era un reloj. Un reloj de bolsillo con una cadena. Lo sostuve ante mí mientras pendulaba y recobrando la noción de donde estaba, me volví a levantar guardando aquel objeto para seguir cargando. Les empujamos hasta el río. Muchos se lanzaron al agua y losvimos hundirse. Otros se arrodillaban pidiendo clemencia y a muchos no se les concedió. Yo lloraba. No me avergüenza confesarlo. Aquel día lloré como nunca he llorado.
Fue una gran victoria. Cientos de muertos, miles de bajas. No habían avanzado ni un solo metro. El río devolvió algunos cuerpos, otros acabaron apareciendo varados en las playas pasados varios días. En las laderas del Montaño enterramos a varios y muchos debajo de Mantres. Busqué al muchacho. No le encontré. Los habían amontonado y no me vi capaz de buscarle en aquellos cúmulos de cuerpos desmadejados.Y pensar que aquello no era más que el principio… Después de ese día llegaron corresponsales de todo el mundo para dar a conocer lo que estaba sucediendo en los campos de Somorrostro.
—¿Guarda el reloj?—Interrumpió el joven. La pregunta desconcertó al anciano y con delicadeza sacó un pequeño reloj de uno de sus bolsillos. El anticuario alargó la mano hacia el objeto: —¿puedo?—y casi con reverencia el joven pulsó el botón que abría la tapa. Leyó en alto la inscripción que contenía: —“Juan José López de Aguileta. Tus padres en tu 18 cumpleaños”—y cerrando de nuevo la tapa, retornó el reloj al anciano con un cierto temblor en sus manos.
La conversación se alargó durante horas y anochecía cuando un viejo carlista acompañaba a un joven anticuario a la puerta de su caserío: —¿Quién iba a decirme que acabaría vendiendo mi vida? —y agregó resignado —Nos diluimos en el tiempo. No somos más que simples “notas al pie” en los libros de historia.
El anticuario negó con la cabeza: —¿Notas al pie? No lo creo. Demasiado tiempo dando la tabarra con su dichoso lema—aseveró con una sonrisa —, la lucha entre lo “Nuevo” y lo “Viejo” continua ahí fuera. Los tiempos han cambiado, pero algunas cosas, permanecen inmutables. Ojalá me equivoque, pero huele otra vez a guerra, y esta vez será mucho peor —concluyó con tristeza mientras se ajustaba el caro bombín y se colocaba el gabán en el frío de aquel atardecer. Con una inclinación de cabeza se despidió del anciano y justo antes de atravesar la puerta de sillería,el joven se volvió y preguntó: —Por cierto, ¿y la cicatriz?
El anciano se tocó la añosa herida: —¿Esto? Un recuerdo de Las Filipinas.
El anticuario le miró asintiendo: —Comprendo, ¿otra nota al pie?
—Sí joven, otra nota al pie—respondió el carlista.
El anticuario avanzaba con paso firme, mientras el crepúsculo arrojaba sombras alargadas sobre el sendero empedrado. La voz del anciano se escuchó en la lejanía: —¡Joven! ¡No ha llegado a decirme su nombre!
El interpelado se giró:—¿Mi nombre?— y alzando la voz grito: —¡Carlos! ¡Carlos López de Aguileta!
FIN
Nota: La batalla del Montaño, ocurrida el 25 de febrero de 1874, es la acción de guerra peor conocida dentro de la extensa campaña de Somorrostro. Este relato se sustenta en hechos narrados por veteranos que participaron en la contienda y que fueron recogidos por el Padre Apalategui a comienzos del siglo XX.
Las ilustraciones son obra de inteligencia artificial, así que no esperemos rigor histórico.
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