martes, 17 de diciembre de 2024

"Cuento de Navidad" de Mikelatz

Los fantasmas no solo habitan viejas casas y lúgubres castillos. También viven en archivos olvidados, junto a relatos condenados a vagar en la memoria de un ordenador. Todos guardamos en algún rincón textos, ideas o proyectos que esperan ser rescatados. A veces, desempolvarlos es más difícil que crearlos desde cero.

En un momento donde las ideas parecen esquivas y el tiempo escaso para la creación de contenidos de calidad destinados al blog, he decidido volver a mis orígenes con la presentación de un pequeño relato.  Reconozco que no lo había escrito con este destino, sino que tenía en mente la posibilidad de hacer de él la entrada de alguna magra divisa.  Pero incumplido el sueño, sin noticias, ni para bien ni para mal del receptor, como si nunca se hubiera enviado o recibido, como si de un relato fantasmal se tratase, el relato parecía condenado a vagar por lo pasillos del ordenador.

Y es precisamente de fantasmas de lo que trata el relato, de ecos perdidos en el tiempo, donde el pasado insiste en hablar y el futuro se cierne amenazante.

Este cuento encuentra hoy su hogar en el blog, como un fantasma que al fin descansa en su espacio virtual, lejos del ingrato papel.


Cuento de Navidad

—Pase. Pase sin miedo. Vaya, pensaba que su profesión requería de muchas canas.

—Gracias. Lo tomaré como un cumplido —respondió el hombre un poco azorado—. Ya siento presentarme de semejante guisa, pero el camino estaba embarrado. Espero que el señor párroco les haya explicado los motivos de mi visita.

—No se preocupe. Don José vino la semana pasada a dar la comunión al aita y estuvieron charlando sobre usted y sus intenciones. Deje el gabán y sombrero en esa silla y curiosee todo lo que quiera. Pero, por favor, no toque la boina. Es lo único que el aita quiere conservar. De hecho, desea que le enterremos con ella.

—¿Y todos estos papeles?

—No son más que viejas cartas y panfletos del aita. Si los quiere en el lote, no tendremos problema en incluirlos. En el desván encontrará muchas más cosas—. Y ya murmurando para sí, concluyó la mujer: —Eso, si los ratones no han dado cuenta de ellos antes.

—¿Y está su padre en casa?— preguntó el hombre mientras recorría la estancia.

—Desde que ama muriera, apenas ha salido de estas cuatro paredes. Ni se imagina lo que me ha costado convencerle para que se venga con nosotros y venda todo esto—y añadió con un suspiro —, pero no quiero aburrirle con infortunios familiares.¿Desea conocerle?

—Por supuesto, pero … ¿habla castellano?

—Descuide. Ahora mismo les traigo un poco de sidra para que charlen de sus cosas—. Y tras forzar una sonrisa, la mujer se giró mientras gritaba:—AITA! Antikuaixua iritsi da! Maketuaren itxuradako, baina Jainkuaren izenian, ondo tratatu ezazu. Beren dirua behar dogu! 

El joven esperó pacientemente en aquella dependencia donde destacaba un vetusto escritorio, un par de desvencijadas sillas, una gran vitrina y multitud de objetos, con manuscritos y libros que se amontonaban en aparente desorden. Sin duda, era una estancia extraña en un caserío que había vivido tiempos mejores. 

El joven dejó de divagar cuando un anciano atravesó el dintel de la puerta. Vestía al viejo uso del campesino vasco, luciendo una barba blanca pulcramente recortada, al igual que su cabellera, cubierta por una raída boina que, en algún momento, debió ser negra. Su rostro presentaba una tez morena con multitud de arrugas, donde destacaba una tremenda cicatriz que le cruzaba la cara salvando el ojo izquierdo. Mantenía un porte de vetusta hidalguía que contrastaba con la apariencia de su joven interlocutor, con sus elegantes ropas y sus embarrados zapatos, poco acostumbrados a pisar fuera de los adoquines de una urbe.

El anticuario se levantó para estrechar la mano del anciano. Mientras ambos hombres sostenían un fuerte apretón, el anciano exclamó: —¡¡ME CAGÜEN DIOS!!

—¿Per… Perdone? —respondió el joven con sorpresa mirando a la mujer y buscando en ella una explicación a aquellas malsonantes palabras. Ella se limitó a encogerse de hombros y a voltear los ojos hacia el techo.

El hombre continuó hablando sin soltar la mano del comerciante: —¿Acaso a los bilbaínos les faltan entendederas? Esas fueron las primeras palabras que aprendí a decir en castellano. Como no sabía lo que significaban, las repetía una y otra vez, para el regocijo delos que me las enseñaron. Y ahora que ha comprobado que tengo un cierto dominio de su idioma, ¿hablamos de negocios?—. Tomaron asiento uno frente al otro, sacudiendo el joven su dolorida mano: —¿Y bien? ¿Qué anda buscando un bilbainito en mi casa? Si le soy sincero, no me gusta nada de esa condenada villa. De hecho, nunca he pisado sus calles. No lo hice en la guerra y no lo he querido hacer en tiempos de paz.

El joven mantuvo la mirada del hombre y respondió: —¿Está usted hablando del asedio de 1874? Lo conozco muy bien, el cerco a Bilbao, las batallas de Somorrostro…—. Con una rapidez impropia de su edad, el anciano se incorporó colocando su cara a escasos centímetros del rostro del asustado joven, mientras espetaba con furia: —¡¿CONOCER?!¡Qué sabrá usted de las penurias que vivimos en aquel maldito valle!¡No recuerdo haberle visto allí!

Aita, mesedez—terció su hija. El ancianorespiró profundamente y se dejó caer en su asiento mientras sus dedos recorrían la cicatriz. Su voz se tornó melancólica: —Perdóneme. De todo aquello únicamente sabrá lo poco o mucho que haya leído en los libros. ¡Ni tan siquiera ha conocido las Leyes Viejas!

El anticuario se revolvió en su silla y ciertamente molesto replicó: —Algún conocimiento tengo. Y le puedo asegurar que, si ustedes no hubieran puesto en el disparadero nuestros Fueros, hoy seguiríamos disfrutando de ellos. Muchos bilbaínos los amaban y defendían. Lo único que se requería era una adecuación—y aumentando su tono de voz argumentó: —¿Cómo era posible que la anteiglesia más humilde del Señorío tuviera el mismo peso y voto que la capital? La guerra no sólo la perdieron ustedes, también los liberales moderados, que creían que sus Fueros únicamente precisaban de una pequeña, pero necesaria, actualización.

El viejo replicó con sorna: —Claro. Y por eso después de “La Escodada” de 1870, cuando se intervino la Diputaciónde Vizcaya y se encarcelaron a los diputados generales, ustedes se apresuraron a proclamar una Diputación interina colocada a dedo para único beneficio de los liberales bilbaínos. Si tanto les importaba, ¿porqué no convocaron unas nuevas Juntas, en vez de mantener ese dislate?

—Da por sentado que soy “enemigo” suyo por el mero hecho de ser bilbaíno—respondió el joven y continuó:—Todos sabemos que aquellos diputados fueron encarcelados por malversar fondos para aquel fallido alzamiento. ¿Qué se esperaba que se hiciera? Además, la Diputación interina hizo todo lo posible para que Madrid no interfiriese en nuestros asuntos... ¡Pero no!, ustedes tenían que seguir bregando.

—¡Por supuesto! ¡No nos íbamos a quedarde brazos cruzados mientras todo lo que nos habían enseñado nuestros padres se iba al garete!—exclamó el interpelado—¿Qué clase de Patria es aquella donde se niega a Dios, donde no hay Rey legítimo y donde se atacan a las leyes que nos han regido durante siglos?

El joven se cruzó de brazos: —¿Patria? Para la mayoría de ustedes la Patria acaba allí donde termina su pueblo o en el mejor de los casos, su provincia. Lo que pase más allá del Ebro, poco o nada les ha importado nunca. ¿Rey? Para ustedes basta que alguien se llame Carlos para ponerse inmediatamente bajo sus órdenes. Y Dios,…Dios nunca ha sido el problema. El problema ha sido el clero y sus abyectos seguidores…¡como aquel asesino de Santa Cruz!

La hija trató de reconducir la situación: —Aita, mesedez. Dirua behar dogu—, intercedió mientras dirigía al anticuario una sonrisa. Los ojos del viejo casero perdieron brillo y casi habló en un susurro: —¿y para que quiere todo esto?—, mientras señalaba a los objetos que colmaban la estancia.

El joven anticuario tardó en responder:—En Francia, Alemania oItalia paganbien por todo lo relacionado con ustedes.Yo, personalmente, busco otra cosa… 

El anciano suspiró:—¿Y que busca? ¿Es usted de los que piensa que aquella fue una guerra romántica?Pues déjeme que le cuente —.Y recobrando el tono firme de su voz, el viejo carlista comenzó a narrar:—Varios de los muchachos que estudiamos en el seminario de Vergara nos echamos al monte en el otoño de 1873. En aquel momento poco nos importaba el “Dios, Patria, Fuerosy Rey”. Éramos jóvenes, con la sangre caliente, con muchas ganas de vivir aventuras y conocer algo de mundo.

Nos habíamos perdido la jarana de 1872, aquella que supuestamente finalizó cuando los vizcaínos firmaron su infame Convenio de Amorebieta. Durante muchos años pensé que aquello había sido una traición, una “marotada”, pero con el tiempo fui capaz de ver los réditos que sacamos de aquella paz estéril.

No tuvimos que esperar demasiado para entrar en una partida y pasamos varias semanas jugando al gato y el ratón con los miqueletes. Finalmente ingresamosen el 4ºde Guipúzcoa como cadetes. Los que hablaban castellano nos llamaban “caguetes”, pero no pude reírme, ni molestarme de la humorada, hasta algunos meses después, cuando comencé a dominar ese idioma. 

Cómo único uniforme teníamos nuestra chapela y un capote gris, que decían habían llegado de Francia. Nuestra oficialidad era una mezcla de militares y de civiles de lo más extraña. A falta de armas, usábamos palos para hacer la instrucción. Por fin, un día en Eibar, formamos en la plaza para recibir armas. En fila de a uno íbamos pasando y, en función del cajón que se abría, te tocaba un arma u otra: Berdan viejo, giratorio del 16, Minié carabina corta, Berdan reformado, giratorio del 24, Minié fusil largo o algún Remington. A mí me pusieron en las manos un precioso fusil giratorio del 24.

En aquel final de 1873 las cosas nos iban bien: los vizcaínos habían conseguido tomar Portugalete dejando Bilbao cercado. El Rey ordenó tomar la villa, disponiendo para ello de sus batallones vizcaínos. Bueno, exceptuando a los Encartados que luchaban bajo la comandancia del viejo Cástor Andéchaga. Gente curiosa esos Encartados: para ser vizcaínos y profundamente fueristas, parecían encontrase más cómodos entre cántabros y castellanos que entre las propias gentes del Señorío— explicó encogiéndose de hombros y continuo: —Gracias al ferrocarril se estaba concentrando un ingente número de tropas de negros en Santander y se decía, que marchabanpor la costa para entrar en Vizcaya con objeto de levantar el incipiente sitio a su “invicta” villa —dijo con sorna —. El muro de contención debían de haber sido,precisamente, los Encartados. Pero en el primer embate perdieron el paso de Saltacaballo, en la frontera provincial, para acabar retrocediendo hasta la ría del río Mayor en Somorrostro, ya en territorio de Vizcaya.

Para detener aquella acometida, se concentraron todos nuestros batallones disponiblesen aquel extenso valle. Allí escuché la mayor diversidad de variantes del habla vasca; y, por primera vez, nos reunimos con voluntarios de otras provincias: castellanos, cántabros, aragoneses, asturianos…

Los aragoneses me caían simpáticos. Aunque no les entendía, su forma de hablar me resultaba graciosa. Habían llegado a Somorrostro como castigo por no aceptar un jefe impuesto que no era de su agrado. Portaban grandes guerricos donde insertaban inmensas navajas y algunos, a falta de buenas armas, acarreaban viejos trabucos de cuando se luchaba contra los franceses. 

Algo similar pudiera decirse de los hombres enrolados en los batallones castellanos. Apenas uniformados, llamaban la atención por su maltrecho aspecto, con ropas hechas girones y envueltos en mantas raídas que contrastaba con sus relucientes fusiles. Mas tarde me enteré, que la Diputación castellana apenas les suministraba lo mínimo necesario para mantenerles en pie y, estando tan lejos de sus casas, no existía posibilidad de ayuda de sus familiares. Eran gente ruda, blasfemaban más que hablaban, pero luchaban con una determinación digna de admiración y respeto.

Para detener al enemigo, el general Nicolas Ollo (un navarro bastante grueso al que D. Carlos le había confiado el mando de todas nuestras tropas) había dispuesto que las fuerzas se dispusieran en un semicírculo que marcaba la orografía del terreno, quedando la iglesia de San Pedro en el centro y siendo los extremos el cordal del Montaño y las estribaciones de los montes de Triano. Los negros se situaron al otro lado del río Mayor, teniendo el Janeo y Pico Ramos como promontorio para su artillería y Castro Urdiales como puerto de retaguardia.

Los batallones nos íbamos turnando en las posiciones: 24 horas en el puesto, para luego ir a descansar a los pueblos cercanos de retaguardia. La vida se tornó un tanto monótona en aquel comienzo del invierno de 1874, mientras esperábamos a que los vizcaínos finalizaran la instalación de los morteros con los que se debía batir Bilbao. Nosotros pasábamos el tiempo construyendo defensas (que se revelarían completamente ineficaces) y rezábamos. Bueno, no todos eran tandiligentes en este último aspecto, pero nosotros rezábamos el rosario todos los días y ¡pobre del que no asistiera al oficio!

Al otro lado del río Mayor veíamos muchísima actividad. Aquel sí que parecía un auténtico ejército: bien uniformado, bien pertrechado y con mucha artillería. La gran mayoría de aquellos trastos los situaron en los altos de Janeo. Y, por si fuera poco, en el mar se paseaban impunemente grandes navíos de línea con sus enormes cañones. Nosotros, por el contrario, únicamente contábamos con las secciones de Álava y Guipúzcoa: 6 cañones y 2 obuses. Cada vez que se daba la orden de “¡Artilleríaal frente!”, los vitoreábamos hasta quedarnos roncos; pero su aspecto no era especialmente grandioso: mulas famélicas arrastrando cañoncitos y con unos sirvientes que no tenían mejor aspecto que cualquiera de nosotros. Eso sí, exceptuando sus oficiales. Gente fina.

Tampoco andábamos bien de munición, así que Ollo había dado la orden de no malgastarlas y de únicamente hacer fuego a escasa distancia. Yo conté los cartuchos que tenía en mi morral: 20. Ni más, ni menos.

Las pequeñas escaramuzas se sucedían, pero nada grave. De hecho, pasábamos más tiempo insultándonos que disparándonos: “¡Guiris! ¡Jodidos carcas! ¡Negros!”, era la cantinela de todos los días. El 21 de febrero fue un día de gran celebración en nuestras filas. Finalmente, las primeras bombas habían comenzado a caer sobre Bilbao. Tres días después, los negros cruzaron el río Mayor desplegando algunas tropas en el valle. Así llegamos al 25 de febrero.

Ese día nos tocó amanecer ateridos de frio en el cogote del Montaño. Allí arriba no había ningún tipo de protección y el viento era inmisericorde. Esperábamos ansiosos nuestro relevo, mientras en el fondo del valle observabamos mucha actividad. Los veíamos formar, maniobrar, marchar hacia adelante, recibir una contraorden y volver al punto de partida. Serían las 10 de la mañana—.El anciano hizo una pausa y el silencio se hizo en la habitación. Tras suspirar, continuó con voz quebrada: —A las 10 de la mañana de aquel 25 de febrero de 1874, bajamos a los mismísimos infiernos. Imagínese el fuego de decenasde cañones. Primero ves un fogonazo de luz envuelto en una enorme nube de humo, y seguido llega un estruendo ensordecedor. En toda nuestra línea se levantaron surtidores de tierra y roca mientras la metralla se esparcía en todas las direcciones. Eran los primeros disparos y quedaron largos o cortos, pero los artilleros no tardaron en afinar su condenada puntería.

Al poco, una de las granadas fue a caer en frente de donde nos encontrábamos. Un fuerte estallido y un hombre a mi izquierda salió despedido. Un fragmento de metralla le había decapitado limpiamente y su cabeza rebotaba ladera abajo, mientras todos permanecíamos paralizados de terror por la escena. Al mirar hacia el valle,vimos avanzar a todo el ejército enemigo y, como se ennegrecen los campos cuando se extiende estiércol, así se ennegrecieron, llenos de hombres, los campos que estaban al pie del Montaño.

Avanzaban en guerrillas, dispersos para evitar ser blanco fácil. De vez en cuando disparaban sus rifles, pero poco daño nos hacían. Otra cosa distinta era su maldita artillería: una y otra vez machacaban sin piedad nuestras posiciones, despedazando nuestras defensas, atravesando nuestros endebles parapetos. Y nosotros agazapados sin poder hacer nada: rezando algunos, otros llamando a sus madres. A media mañana ya habían tomado las casas que están en la ladera del Montañoy parecía que únicamente les frenaba lo escarpado del monte. Comenzamos a hacer fuego: 20, 19, 18,… iba contando cada vez que apretaba el gatillo. No conseguíamos hacerles retroceder. El sol invernal estaba ya alto. 14, 13, 12,… Nos mirábamos y solo veíamos el miedo reflejado. “Aurrera mutillak!”, gritaba algún oficial. 3, 2, 1. Me quedé sin munición, desesperado y con lágrimas en los ojos comencé a lanzar piedras. Vi que algún compañero arrojaba su inútil fusil y huía… y yo, hice lo mismo. Corrí como alma que lleva el diablo y ya estaba por el Montaño Chico cuando me encontré de bruces con una gran concentración de hombres. Uno de ellos,un enorme gastador frenó mi huida: —Nora zoaz mutiko? —Le miré con lágrimas resbalando por mi cara.—Kartutxoak?—negué con la cabeza—eta baioneta?—asentí compungido, —ba etorri nirekin—. Y agachando la cabeza le seguí.

Era un baztanés del 5º de Navarra. Me contó que habían llegado junto con el 1º y 2º de Navarra, situándose tras el Montaño y Mantres a la espera de órdenes. Destacaba entre sus oficiales uno bigotudo de pequeño tamaño, pero de gran presencia. Se detenía entre los grupos de hombres, interpelándoles por su nombre y bromeaba con ellos: —Diez minutos de descanso. El que tenga vino, que beba; y el que tenga tabaco, que fume—.No era otro que el famoso “Radica”.

En aquel lugar la lucha parecía lejos, pero tan solo estamos a escasos metros de la línea de fuego. El baztanés consiguió un puñado de cartuchos para mi giratorio. Lo cargó él mismo y me lo devolvió con una sonrisa. Comparado con el mosquetón Remington que él empuñaba, mi arma parecía un juguete. 

Al poco destacó la voz de Radica en una corta arenga, de la que no entendí nada, salvo la palabra “bayoneta”. Cientos de voluntarios sacaron de su tahalí aquellos largos y pavorosos metales, ensamblándolosa sus fusiles. Muchos parecían disfrutar al hacerlo. —¡Marchen! Aurrera!—. Todos se pusieron en movimiento dirigiéndose ala divisoria de aguas. Al otro lado, todavía ocultos a nuestra vista, los negros se constreñían en la depresión que queda entre el alto de San Andrés y Mantres. 

Pasamos junto a los voluntarios que desde sus parapetos seguían intentando detener su ascenso. Al comprobar que llegaban refuerzos, se dibujaban grandes sonrisas en sus rostros tiznados del negro humo que producía la percusión de los cartuchos. Por el contrario, debió ser una visión pavorosa para el enemigo,el comprobar cómo la línea del horizonte se llenaba de una hilera de figuras tocadas con chapelas y brillantes bayonetas caladas.

A mi derecha se escuchó un agudo irrinchi, secundado y vitoreado por cientos de gargantas, comenzado los hombres a cargar cuesta abajo en un loco frenesí. Las avanzadas del enemigo vacilaron ante aquella horda vociferante que se les echaba encima. La mayoría se dieron la vuelta y salieron huyendo.

No fui consciente de lo que estaba pasando hasta que en mi alocado trotar, vi girarse a un soldado liberal que corría varios metros por delante. Sin poder detener mi carrera, observé cómo amartillaba su fusil y lo dirigía hacia mí. Noté el aire que desplazó la bala al pasar ronzando mi cabeza mientras su figura se tornaba borrosa ante el humo que salía de la boca de su arma. Temblando de miedo, puse rodilla en tierra y apoyé la culata de mi giratorio en el hombro. En la cara de mi oponente se dibujó un rictus de terror, mientras hundía su mano izquierda en la canana buscando un nuevo cartucho. Me limité a apuntar. Él me miró y dejó caer los brazos con resignación. Apreté el gatillo y aquel beltza salió despedido. El impacto de un proyectil del 24 a escasa distancia era demoledor. Me acerqué al cuerpo. Era tan joven como yo. Su cara había quedado detenida en un gesto de asombro, con los ojos todavía abiertos mirando al infinito. Me arrodillé junto a él y le tomé la mano que permanecía fuertemente aferrada a algo. No era un cartucho. Era un reloj. Un reloj de bolsillo con una cadena. Lo sostuve ante mí mientras pendulaba y recobrando la noción de donde estaba, me volví a levantar guardando aquel objeto para seguir cargando. Les empujamos hasta el río. Muchos se lanzaron al agua y losvimos hundirse. Otros se arrodillaban pidiendo clemencia y a muchos no se les concedió. Yo lloraba. No me avergüenza confesarlo. Aquel día lloré como nunca he llorado.

Fue una gran victoria. Cientos de muertos, miles de bajas. No habían avanzado ni un solo metro. El río devolvió algunos cuerpos, otros acabaron apareciendo varados en las playas pasados varios días. En las laderas del Montaño enterramos a varios y muchos debajo de Mantres. Busqué al muchacho. No le encontré. Los habían amontonado y no me vi capaz de buscarle en aquellos cúmulos de cuerpos desmadejados.Y pensar que aquello no era más que el principio… Después de ese día llegaron corresponsales de todo el mundo para dar a conocer lo que estaba sucediendo en los campos de Somorrostro.

—¿Guarda el reloj?—Interrumpió el joven. La pregunta desconcertó al anciano y con delicadeza sacó un pequeño reloj de uno de sus bolsillos. El anticuario alargó la mano hacia el objeto: —¿puedo?—y casi con reverencia el joven pulsó el botón que abría la tapa. Leyó en alto la inscripción que contenía: —“Juan José López de Aguileta. Tus padres en tu 18 cumpleaños”—y cerrando de nuevo la tapa, retornó el reloj al anciano con un cierto temblor en sus manos.

La conversación se alargó durante horas y anochecía cuando un viejo carlista acompañaba a un joven anticuario a la puerta de su caserío: —¿Quién iba a decirme que acabaría vendiendo mi vida? —y agregó resignado —Nos diluimos en el tiempo. No somos más que simples “notas al pie” en los libros de historia. 

El anticuario negó con la cabeza: —¿Notas al pie? No lo creo. Demasiado tiempo dando la tabarra con su dichoso lema—aseveró con una sonrisa —, la lucha entre lo “Nuevo” y lo “Viejo” continua ahí fuera. Los tiempos han cambiado, pero algunas cosas, permanecen inmutables. Ojalá me equivoque, pero huele otra vez a guerra, y esta vez será mucho peor —concluyó con tristeza mientras se ajustaba el caro bombín y se colocaba el gabán en el frío de aquel atardecer. Con una inclinación de cabeza se despidió del anciano y justo antes de atravesar la puerta de sillería,el joven se volvió y preguntó: —Por cierto, ¿y la cicatriz?

El anciano se tocó la añosa herida: —¿Esto? Un recuerdo de Las Filipinas.

El anticuario le miró asintiendo: —Comprendo, ¿otra nota al pie?

—Sí joven, otra nota al pie—respondió el carlista.

El anticuario avanzaba con paso firme, mientras el crepúsculo arrojaba sombras alargadas sobre el sendero empedrado. La voz del anciano se escuchó en la lejanía: —¡Joven! ¡No ha llegado a decirme su nombre!

El interpelado se giró:—¿Mi nombre?— y alzando la voz grito: —¡Carlos! ¡Carlos López de Aguileta!

FIN

Nota: La batalla del Montaño, ocurrida el 25 de febrero de 1874, es la acción de guerra peor conocida dentro de la extensa campaña de Somorrostro. Este relato se sustenta en hechos narrados por veteranos que participaron en la contienda y que fueron recogidos por el Padre Apalategui a comienzos del siglo XX.

Las ilustraciones son obra de inteligencia artificial, así que no esperemos rigor histórico.




viernes, 16 de junio de 2023

Barakaldo y el Alzamiento Carlista de 1860

He obtenido el permiso de la coordinadora de la revista K-Barakaldo para publicitar en el blog el artículo "Barakaldo y el Alzamiento Carlista de 1860". Está incluido en el número 6 de esta publicación, cuyo objetivos pasan por la investigación, conocimiento y difusión de la historia del municipio de Barakaldo en Bizkaia. 

La revista se puede descargar digitalmente pinchando en los enlaces antes indicados, por lo que el lector interesado en la misma podrá disponer del todos los números de la revista al completo y, por supuesto, de este artículo en una trabajada maquetación que incluye citas y bibliografía utilizada en su confección y que se omiten en el ámbito del blog.

“Los Tercios Vascongados en la jornada de Wad-Ras”.
 Modificado de la revista Nuevo Mundo.
Como podéis imaginar, se trata de un estudio muy focalizado y específico, pero que hace referencia a una hecho fundamental para la comprensión del siglo XIX en las provincias forales: la existencia de lo que se denominó "el oasis foral".

Por otro lado, con esta publicación pongo fin a una notable seguía de material de la que adolece el blog; sequía sobrevenida, que no deseada, pero que espero paliar con la pronta publicación de la segunda parte del monográfico de la artillería carlista.

Y sin más preámbulos.....

Introducción

La trayectoria del carlismo, especialmente en el siglo XIX, estuvo marcada por una clara tendencia insurreccional, siendo los levantamientos una constante desde que finalizara la I Guerra Carlista. Esta inclinación por el conflicto armado fomentado por los propios pretendientes al trono, no fue más que un reflejo de la especial situación histórica de Las Españas decimonónicas; allí donde el “pronunciamiento militar” se había convertido en un recurso comúnmente utilizado para dar soporte a los cambios de gobierno.

A pesar de las múltiples intentonas, su éxito fue muy limitado. Ni tan siquiera en aquellos ámbitos geográficos donde “Dios, Patria, Rey (y Fueros)” se habían convertido en herencia familiar, el apego a las vías violentas fue proporcional a la situación socio-económica del momento. De hecho, no todos los pretendientes despertaron el mismo entusiasmo, no siempre el carlismo capitalizó correctamente el descontento social y, en no pocas ocasiones, el momento elegido distó de ser el adecuado para que una insurrección armada pudiera calar y propagarse.

Enmarcado en uno de los episodios de sedición tradicionalista, en abril de 1860, el topónimo “Baracaldo” irrumpirá en los diarios provinciales y nacionales relacionado con unos luctuosos sucesos, que habían dado comienzo en una noche de Jueves Santo. Aquella madrugada, una partida carlista que había secundado la llamada a las armas de su rey, por aquel entonces Carlos VI, quedará bautizada con el nombre de la localidad donde, aparentemente, comenzaron sus desmanes.

A lo largo de varios meses, "Baracaldo" acaparará sin proponérselo y posiblemente, sin merecérselo, la atención política y periodística del país, en un momento donde las pretensiones dinásticas del tradicionalismo se enfrentaron, no solo a un estado liberal, sino a la propia existencia de un “oasis foral” en el que se encontraban cómodamente asentados los territorios vasco-navarros.

El “oasis foral”

Tras la finalización de la I Guerra Carlista en el Norte con la firma del Convenio de Vergara en 1839, las provincias forales habían alcanzado una ansiada paz sustentada bajo los términos de “paz y fueros”.

Unos pocos años después, y con la real sanción del Decreto del 4 de julio de 1844, se consiguió un complicado encaje constitucional de “las Viejas Leyes” dentro del moderantismo liberal monárquico. La reina Isabel II se convirtió en garante de las mismas y Madrid acabó considerando el “problema foral” como una enfermedad de asumible cronificación. Gracias a ello, la sociedad de los territorios vasco-navarros pudo vertebrarse en torno a dos pilares: los Fueros y la Religión, en un ambiente de estabilidad social y política que contrastaba con el estado de perpetua zozobra del resto de la nación, donde el liberalismo imperante se ahogaba en sus propias miserias.

Retrato del Conde de Montemolín.
Modificada de Euskariana
De fracaso en fracaso

Mientras, el derrotado carlismo trataba de retornar a la liza contando con la presencia de Carlos Luis María Fernando de Borbón y Braganza, Conde de Montemolín, que desde 1845 optaba al trono de Las Españas bajo el título de Carlos VI.

Sin embargo, la anodina figura del nuevo pretendiente y el propio devenir histórico de acontecimientos parecía dar una y otra vez la espalda a las pretensiones carlistas. Así, el “alzamiento Montemolinista” o “Guerra de los Matiners” (Madrugadores) de 1846, o el levantamiento de 1855 se tornarán en fiascos que dejarán en nuestra geografía pequeños grupúsculos de hombres que lanzan arengas que nadie secunda, mientras son perseguidos por unas fuerzas del orden forales empeñadas en hacer prevalecer el espíritu de “paz y fueros”.

En 1858, mientras comenzaba en Madrid el que iba a ser conocido como “gobierno largo” de Leopoldo O’Donnell, el carlismo inició un arduo proceso de reorganización. Así se fue entretejiendo una intrincada red de simpatizantes a lo largo y ancho del sistema político y militar de Las Españas. Todo parecía presagiar un inminente regreso de Carlos VI a la península para reclamar su trono. Sin embargo, los desvelos de la Junta iban a ser condenados al fracaso ante la imposición de un plan excesivamente azaroso, gestado en un mal momento y sumado a una inconmensurable precipitación.

La Guerra de Marruecos

Los continuos problemas que tenía España con Marruecos habían sido inteligentemente magnificados y, el 22 de octubre de 1859, O’Donnell propuso en el Congreso la Declaración de Guerra. Esta “guerra de prestigio” iba a asumir al país en un estado de frenética actividad y ardor patriótico, donde la posibilidad de volver a tener en frente al enemigo secular por antonomasia, permitirá aparcar durante un tiempo las desavenencias de las dispares corrientes ideológicas de Las Españas.

Las provincias forales no permanecieron ajenas a este conflicto, pactando una contribución a la guerra con un donativo de 4 millones de reales y una tropa de 3.000 hombres equipadas por ellas mismas. Con no pocas dificultades, el 27 de febrero los Tercios Vascongados llegarán a África.

Mientras la atención pública mantenía sus ojos en los hijos y esposos destinados a la guerra de Marruecos, Carlos VI regresaba a la Península para ponerse al frente de sus seguidores.

El desembarco de San Carlos de la Rápita

Muchas incógnitas rodean este fallido intento de levantamiento carlista, descrito por algún historiador como una “gran conjura envuelta en misterio”. El peso de la acción recaía sobre los hombros del general Jaime Ortega Olleta, Capitán General de Baleares, definido posteriormente como “aventurero de espíritu fogoso” y liberal moderado reconvertido en ferviente carlista. El proyecto de sublevación, excesivamente simple de concepción, consistía en tomar las fuerzas bajo su mando acantonadas en Mallorca, trasladarlas a la Península y, en un golpe de efecto, hacer aparecer a Carlos VI entre ellas. Este acto debería bastar para enardecer sus espíritus y hacerles avanzar triunfantes hacia un desprotegido Madrid.

Pero la intentona nacía viciada. Prominentes figuras del carlismo eran tremendamente críticas o, directamente, se negaban a formar parte de semejante dislate. Sin embargo, el proyecto siguió adelante con el único beneplácito de Carlos VI y algunos pocos de sus acólitos.

En Marsella, el 24 de marzo de 1860, embarcó de incógnito el pretendiente, arribando a Palma de Mallorca cinco días después. Recibidos por el general Ortega, transbordaron a los buques atestados con un pequeño ejército.

“¡Fuera de camino, todo se ha perdido!” 
(General Ortega a Carlos VI).
  Modificado de Asociación Cultural el Patiaz
Descartado el atraque en Valencia por el tiempo borrascoso, fue San Carlos de la Rápita en la costa de Tarragona el destino de los buques. Mientras desembarcaban las tropas, se remitieron órdenes para que todas las Juntas carlistas en las distintas provincias secundasen el alzamiento.

Sin embargo, los oficiales de Ortega comenzaron a recelar de la actitud de su general y el 3 de abril le interpelaron, mostrando éste sus verdaderas intenciones. La reacción de sus hombres fue inmediata con vivas a la Reina. Todo había fracasado. El carruaje que mantenía oculto en su interior al rey carlista fue advertido por el propio Ortega para que huyese, y la desbandada entre los conjurados se hizo tangible.

“Disturbios en Baracaldo”

Ajenos al brusco final de la aventura de su pretendiente, los rescoldos habían sido suficientemente avivados y, en distintas partes de la Península, impacientes carlistas habían recibido con entusiasmo la real orden de tomar las armas. Entre los contados lugares donde la llamada al alzamiento tuvo eco, se encontraba la vizcaína población de Barakaldo.

La anteiglesia de San Vicente de Baracaldo, que había salido notablemente maltrecha de la I Guerra Carlista, no respondía de forma estricta a la Bizkaia nuclear de carácter agropecuario. Al igual que otras poblaciones de la margen izquierda, Barakaldo había comenzado su trasformación de sociedad eminentemente rural a una típicamente industrial, con una población en crecimiento que superaba ya las 2.000 almas. La gran fábrica “Nuestra Señora del Carmen” a orillas de la ría, construida por ilustres de apellido Ybarra y preludio de los Altos Hornos de Bilbao, era el principal artífice del cambio socio-económico que se estaba produciendo.

En este ámbito poblacional, a medio camino entre pueblo y barrio obrero, pero donde la base ideológica seguía siendo mayoritariamente tradicionalista, fue donde los diarios registraron el comienzo de unos “disturbios” que derivarán en una espiral de violencia de importantes repercusiones políticas y mediáticas.

Habían transcurrido dos días del desembarco de Ortega y siguiendo las crónicas recogidas en los periódicos bilbaínos, en el atardecer del Jueves Santo fue el propio alcalde de Barakaldo quién comunicó a un cabo de carabineros del Desierto que, en una taberna de su municipio, “algunos mozos ebrios”, habían comenzado a pedir armas.

Lo cierto era que los estamentos políticos y militares del Señorío, tanto gubernamentales como forales ya se encontraban prevenidos. En el momento que se había difundido la noticia de lo ocurrido en San Carlos de la Rápita se procedió a proteger la capital, concentrando en Bilbao a “todos los destacamentos de carabineros y de guardia civil diseminados por el Señorío y cuya ocupación no era de imprescindible necesidad”. De igual forma, se dirigieron “las ordenes convenientes a las autoridades locales para que den parte de cualquier suceso que pudiera ocurrir”. Tampoco faltaron las vigilancias estrechas y visitas a conocidos carlistas, en la búsqueda de actividades ilícitas.

El carabinero trasladó a su vez los hechos a su superior en Portugalete, así como al comandante del cuerpo, “Sr. Acebedo”, que residía en Bilbao. Se formó seguidamente una fuerza compuesta por 20 carabineros a la que se unieron 15 guardias civiles que se “encaminaron al punto de reunión de los amotinados”. No se encontró rastro alguno de los revoltosos mozos en Barakaldo y, tras registrar algunas casas y la iglesia “sin ningún resultado, se dispuso la detención de algunas personas que parecían sospechosas”.

Partida carlista.
Modificado de Álbum Siglo XIX
Finalizadas las pesquisas y tomadas las declaraciones que se consideraron oportunas, se procedió a dejar el grueso de la fuerza en el lugar, mientras el comandante de carabineros, acompañado de 4 de sus hombres, regresaba a Bilbao conduciendo a los reos a la cárcel de la villa. Según relatan las crónicas, fue en este retorno a “altas horas de la noche”, cuando se toparon con “algunos hombres armados” que estaban apostados en Bidebitarte” (Anteiglesia de Abando).

Probablemente, este pequeño piquete, formado por unos cuatro o cinco hombres, trataba de evitar que los tomados presos llegasen a Bilbao. Tras “una ligera lucha”, donde los carabineros salieron mejor parados, “consiguieron dispersar a los agresores y traerse a Bilbao tres de estos, uno de ellos herido”, huyendo el quinto “merced a la oscuridad de la noche y a su ligereza”.

Los rumores de un cruce de fuego con una partida carlista tan cerca de la villa, generó una notable alarma en Bilbao y, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos, se remitieron disposiciones para proceder a la inmediata detención de sospechosos colaboracionistas con el alzamiento. Paralelamente, el Gobernador Militar Interino, el castreño Ramon Salazar Mazarredo, se apresuró a ordenar que una patrulla de guardia civil de unos 30 hombres, auxiliados por otros tantos carabineros y una compañía de tropa del ejército, batiera la zona donde se había producido este nuevo altercado.

La fuerza se desplazó “tomando el camino viejo que va desde Basurto y al llegar al inmediato punto llamado Entrambasaguas”, en la “jurisdicción de Abando” los hombres de avanzada recibieron “una descarga a quemarropa”. Algunas crónicas describirán que las tropas habían sorprendido a la partida carlista en pleno proceso de organización y distribución de “armas, dinero y prendas de vestuario”, mientras que otras, hablarán de una emboscada planificada.

Allí quedo muerto, “atravesado por varios balazos” el guardia civil Juan Muguira de 29 años, un vizcaíno de Navarniz. Dejaba viuda a María Catalina Urgoitia y un huérfano de 3 años. Y prosiguiendo con el relato de los acontecimientos, tras verse superados, la partida carlista se dispersó “huyendo a lo más escabroso del terreno”, dejando atrás muchos de sus pertrechos que fueron recogidos y escrupulosamente catalogados: “31 fusiles, 9 pistolas, 2 pantalones encarnados, 2 zamarras nuevas, 2 boinas, 2 cinturones para oficiales, 1 pañuelo de seda usado, 1 casquete, 1 bolsa de vinagre, 1 saco de noche, 1 cajón de municiones, 1 saco de balas sueltas, 4 panes, ½ pellejo de vino, 1 botella de aguardiente”.

Al día siguiente, un 6 de abril de Viernes Santo, la noticia del pequeño combate comenzaba a propagarse en los diarios vizcaínos, indicando las editoriales que no tenían “palabras bastantes para reprobar tal atentado” y afirmando que “el país entero lo rechaza y no dudamos que, dispuesto a ayudar eficazmente a las dignas autoridades secundando sus acertadas disipaciones, muy pronto los traidores habrán sufrido el castigo que su crimen merece”. Por su parte, los despachos oficiales informaban que “una corta partida de tropas” de la guarnición de Bilbao había “salido y dispersado completamente en la noche última la gavilla de 18 a 20 latro-facciosos que, capitaneada por dos oficiales carlistas, se acababa de organizar a una legua de distancia de esta capital”.

Atendiendo a los telegramas que el Gobernador de Bizkaia remitió al Ministro de Gobernación en Madrid, no fueron éstos los únicos altercados en el Señorío. Otro guardia civil fue herido de gravedad en Güeñes en el momento de detener a un hombre que, según indicaba el gobernador, “debía ponerse por la noche al frente de la partida”. Posteriormente será identificado “como N. Gutiérrez, antiguo comandante carlista y hoy administrador de una mina de calamina que se explota cerca de Sodupe”.

Diputación Foral y Gobernación Civil se apresuraron a emitir una circular conjunta de repulsa: “Cuando tantos hijos de este ilustre Señorío están cumpliendo en África el generoso compromiso contraído en las últimas juntas generales extraordinarias, defendiendo con valor el buen nombre del país y sellando con su sangre el juramento de lealtad de esta tierra a S. M. la Reina Nuestra Señora, una veintena de hombres excitados por cuatro viciosos y mal avenidos con la paz y tranquilidad que disfruta este solar, ha cometido anoche al favor de la oscuridad en las inmediaciones de esta villa, un atentado criminal siempre, y vergonzoso en las actuales circunstancias, disparando las armas contra las tropas nacionales. […] han sido dispersados los criminales, huyendo a ocultarse en lo escabroso del terreno. Estos deben desaparecer completamente y la suscrita Diputación está resuelta a contribuir a ello por cuantos medios estén a su alcance […]. Así se conservará la paz pública tan necesaria para la felicidad de este ilustre solar”.

Tras su fuga, la partida parecía haberse fragmentado y las noticias de su localización se tornaron confusas, concediéndoles una notable ubicuidad. Algunos paisanos decían haberles visto en las cercanías de Bilbao “por los montes de Pagazarri y San Roque en Abando”. Otras noticas parecían dar fe de su presencia en el “valle del Cadagua”, donde un correo gubernamental había sido interceptado y conminado a pasarse a los sublevados.

Intercalados con las noticias que llegaban de la Guerra en África y las crónicas del desembarco de San Carlos de la Rápita, los diarios nacionales se fueron poblando de reseñas referidas al alzamiento en el Señorío. Trascurridos tres días del levantamiento, todavía se especulaba con el número real de efectivos de la partida de Barakaldo, que parecía no superar los 40 individuos, el nombre de sus mandos, si bien sonaba ya el de Aniceto Llaguno, o la procedencia de sus armas, afirmando que contaban con flamantes carabinas salidas de las fábricas en Eibar.

Paralelamente, Bilbao se blindaba con la llegada de nuevos efectivos militares procedentes de “Vitoria y algunos soldados más de Santoña”, además de levantar una propia leva de voluntarios: “En Bilbao gran entusiasmo en favor de S. M. y del gobierno. En dicha plaza se está armando 70 hombres de garantías para mantener el orden interior”.

Además de circulares, la Diputación Foral del Señorío se apresuró a trasmitir de forma directa al Gobierno en Madrid en boca de su diputado general en la capital del reino, D. Manuel de Gogeascochea, “la lealtad inquebrantable del señorío de Vizcaya, su constante adhesión al trono y al gobierno”. Todo ello “como prueba inequívoca de su nunca desmentida lealtad, adhesión y amor a su señora y reina (Q. D. G.), en quien y en su beneficio e ilustrado gobierno tienen depositada toda su confianza de que les serán garantizados los antiguos y venerados fueros que siempre han formado la proverbial felicidad de este ilustre solar”. Y para refrendar esta voluntad, se expidió una carta explicativa a la propia Isabel II, una prerrogativa exclusiva de las provincias forales: “[…] una veintena de hombres seducidos por cuatro díscolos son concepto no prestigio en el país ni fuera de él, dieron a las altas horas de la noche del 5 al 6 del corriente el grito de rebelión en las cercanías de esta villa de Bilbao, haciendo armas contra la fuerza que el momento fue destacada para sofocarla. No podía esta Diputación, Señora, permanecer pasiva al tener noticia de execrable hecho […]”.

Los “Infelices de Baracaldo”

Desde Vitoria, el general José María Marchessi y Oleaga, General en jefe del 5° Ejército y Distrito que comprendía las “provincias Vascongadas, Navarra y Burgos” ponía el acento en la pronta destrucción de la facción carlista: “Me sobran medios para exterminar la partida facciosa que ha dado el grito de rebelión carlista en la provincia de Vizcaya; muy pronto caerá la espada de la ley sobre los culpables […]”. Y la misma mañana del viernes 6, comunicaba con sucinta marcialidad al Ministro de la Guerra el breve futuro de alguno de los carlistas tomados presos: “Doy orden que los prisioneros sean fusilados”.

Y efectivamente, en un acto sumario, a las 9 y media de la mañana del día 10 de abril, dos prisioneros fueron fusilados en el paseo de Miraflores. De nada sirvieron las suplicas de estamentos oficiales de la Diputación o del ayuntamiento de Bilbao, “que solicitaron al general en jefe del distrito se suspendiera la ejecución”. Incluso se intentó hacer llegar el suplicatorio de clemencia a la propia Isabel II, “pero al recibirse en Madrid su exposición, los presos habían sido ya ejecutados”.

Acta de defunción de Jose María Mendizabal.
Archivo Histórico Eclesiástico de Bizkaia
Los “fusilados de Baracaldo”, los “facciosos de Baracaldo”, los “infelices de Baracaldo” o los “desgraciados de Baracaldo”, serán algunos de los apodos con los que pasarán a la historia. Curiosamente, ninguno de ellos era baracaldés: José María Mendizabal Esnaola que había nacido en algún caserío del barrio de Astigarreta en Beasain, no tenía cumplidos los 23 años de edad y acababa de casarse en Bilbao el 12 de febrero con Ana Bautista Arzallus Mugica. El otro joven, José Antonio Barrenechea Garmendia, tenía unos pocos años más, acabando de cumplir los 26 en febrero, siendo natural de Orendain. Mendizabal fue conducido a su patíbulo herido, habiendo permanecido en el hospital civil hasta que el día anterior se le dio traslado a la cárcel. Allí, junto a su compañero de infortunio, se les comunicó su sentencia, pasando sus últimas horas en “capilla”, “mostrándose ambos muy resignados con su desgracia”.

Poco más trascendió de la vida de estos jóvenes. Algunos recogerán que eran “infelices trabajadores de las minas de Baracaldo”; otros les señalarán como contrabandistas que “trabajaban en una fábrica de algodón de Guipúzcoa, y a veces se dedicaban a lo que en aquel país llaman paqueteros, conductores de contrabando”.

En un nuevo y frio telegrama, Marchesi comunicó a Madrid haber pasado “por las armas a dos de los facciosos de la gavilla levantada en Baracaldo, según mis instrucciones. No ocurre novedad”.

Estas muertes fueron consideradas por la prensa como un brutal acto ejemplarizante, deseando que “esta terrible justicia sea el último periodo de la sublevación de Baracaldo y que la sangre ayer derramada sea la única que corra en nuestro país”. Sin embargo, la depuración continuará: al ajusticiamiento de los dos jóvenes se sumará tres días después el fusilamiento en Palencia de otro alzado, el coronel Epifanio Carrión, alias Villoldo. Y el 18 de abril, se pondrá fin a la vida del general Ortega, principal conjurado del fallido intento de poner en el trono a Carlos VI.

La aparente premura de ajusticiamiento y el pertinaz silencio que mantuvo Ortega hasta el final sobre posibles compañeros de conspiración, hacían sospechar que el gobierno deseaba pasar página rápidamente: “¿A qué tanta prisa? El país no tenía sed de víctimas; el país las hubiese aceptado, siempre con dolor, cuando al fallo de la justicia hubiese precedido el esclarecimiento, […] de las conexiones que con el delito puedan tener otras personas que tal vez gozan de la más completa impunidad mientras muere Ortega en Tortosa, Carrión en Palencia, y en las Provincias los carlistas de Baracaldo”.

No fueron pocos los opinadores que afilaron sus plumas con estas muertes, las más de las veces, criticando su premura y las irregularidades con las que se desarrollaron los Consejos de Guerra: “¿Qué necesidad había de tal prisa en la ejecución de los culpables, cuando era notorio haberse frustrado completamente la tentativa de Amposta, cuya primera noticia pudo provocar y cuya prolongación pudiera haber continuado produciendo actos insurreccionales como el de Baracaldo? ¿Se hallan las provincias de España declaradas en estado de sitio?”.

Otros articulistas de lustre, como Román Lacunza, incidían en la necesidad de llegar al fondo de la conspiración: “No queremos el derramamiento de sangre; pero será bueno que el gobierno tenga en cuenta que la nación observa su conducta, y que será juzgado muy severa- mente si, contentándose con ejecuciones como las de los desgraciados de Baracaldo no pone de manifiesto la extensión de ese plan diabólico de los conspiradores, […]. porque más que castigar, más que derramar sangre, lo que importa al país es inhabilitar a los conspiradores; lo que le interesa es quitar máscaras”.

La persecución

La actividad del reducido grupo de rebeldes vizcaínos parecía haberse trasladado al valle de Arratia. De allí llegará la noticia del intento de secuestro del alcalde de Aranzazu por parte de 9 hombres, a los que los periodistas no dudaban en identificar como de “la partida de amotinados de Baracaldo, que corriéndose hacia el valle de Arratia intentan huir de la activa persecución de las tropas, o tentar fortuna por él”.

Miqueletes y guías persiguiendo a la partida.
Modificado de Biblioteca Auñamendi

La Diputación Foral, colaborador activo en la persecución, puso al frente de sus fuerzas a un miquelete de reconocido prestigio, como era Juan de Andechaga, a la sazón, sobrino del famoso Castor Andechaga, que había sido (y será) un referente del carlismo en el Señorío. Juan procedió a distribuir sus fuerzas tanto al valle de Arratia como al del Cadagua, límites territoriales por los que la partida se desplazaba. El territorio por cubrir era extenso, pero en el agreste paraje del Yermo de Santa Lucia, cerca del Llodio, se llegaron a localizar “tres hermosos cigarros puros esparramados por el suelo y las huellas de calzado que no pisa comúnmente esos vericuetos”. Pero ni rastro de los hombres que las portaban.

La colaboración ciudadana, ya fuera espontanea u obligada, será fundamental en esta etapa, donde no faltarán las detenciones e interrogatorios: “Anteayer se pusieron buen recaudo a dos hombres, uno desde Valmaseda y otro de Güeñes, así como a la mujer de Aniceto Llaguno”, del que ya se decía que era uno de los jefes de la partida.

Mientras la búsqueda continuaba, el general Marchesi haciendo valer el refrán “dar una de cal y otra de arena”, difundió un decreto de indulto: “[…] concedo tres días de término a contar desde el día catorce, hasta las doce de la noche del diez y seis a todos los individuos del partido carlista que han levantado el pendón de rebelión, para que se presenten y sean indultados de la pena de muerte. […] pero pasados los tres días fijados serán fusilados los que fuesen aprehendidos”.

Otaola “el barbero de Bilbao”

Antes que finalizase ese ultimátum, el 13 de abril, los desvelos de las fuerzas del orden forales darán su fruto. Ese día, el comandante Juan Andechaga, notificaba que, tras seguir las indicaciones del alcalde Llodio que daba fe de una docena de hombres armados que se dirigían hacia Luyando, había dado con la partida en la frontera entre Las Encartaciones y el valle de Ayala.

En la pequeña barrida de Undio, ya en tierra alavesa, Juan sorprendió a varios de los supuestos alzados. En un intento de coparles, un fortuito disparo les puso en fuga, no sin antes hacerles “un prisionero, y dejando en nuestro poder tres fusiles […]”. El cautivo se llamaba “José de Otaola, de oficio barbero, que tenía su residencia fijada en Bilbao”. Según constará en la causa criminal por rebelión contra su persona, Otaola se entregó sin oponer resistencia “presentándose a dos miqueletes, solo, desarmado y pidiendo cuartel”.

Se trataba de José Otaola Urquijo, que había nacido en Oquendo en 1829 y residía en Bilbao junto a su mujer María Bautista Pagarizabal Mendiola con quien se había casado diez años antes, siendo padre de una hija de 8 años de nombre Manuela Eloísa. Otaola dará muestras de colaboración con sus aprehensores, declarando que “no se hallan más partidas en Vizcaya que la de ellos” y procediendo a poner nombre, apellidos y origen a todos lo que le acompañaban en ese momento, confirmando que “José Ocerin y Aniceto Llaguno” actuaban como jefes de la misma.

Prisioneros carlistas de una partida.
Modificado de Euskariana

Trasladado a Bilbao, su entrada en la villa se convirtió en todo un acontecimiento: “escoltado por dos miqueletes y dos guardias civiles. Vestía pantalón y gabán oscuros y boina. Al atravesar el puente de Isabel y sobre todo el Boulevart, se agolpaba a su paso un crecido gentío. Ocultando su emoción y cubriéndose el rostro con un pañuelo, fue trasladado a la cárcel donde se halla incomunicado”.

Habiendo sido identificados por su compañero, pocas alternativas quedaban a los fugitivos. El Desembarco de San Carlos de la Rapita había fracasado, Ortega fusilado, Carlos VI en busca y captura y, de los “alzados de Baracaldo”, únicamente subsistía un grupúsculo de montaraces, a los que los diarios les hacía en desbandada, buscando alcanzar la frontera francesa: “Los fugitivos de Baracaldo, incesantemente perseguidos, se dirigían anteanoche hacia la frontera francesa; pero su duda que puedan conseguirlo, porque las tropas iban muy cerca”.

Carta del alcalde de Barakaldo

Habiendo trascurrido 9 días desde el inicio de aquella noche de “borrachera”, el 14 de ese mes, el entonces alcalde de Barakaldo, Cosme Gorostiza, escribirá una larga carta a los diarios vizcaínos de mayor tirada. En ella expresaba su profundo malestar “contra la insistencia con que se ha supuesto que en aquella anteiglesia apareció la exterminada faccioncilla de Vizcaya”. Gorostiza argumentaba que los encuentros armados no habían sucedido en su jurisdicción administrativa, sino en Basurto o Abando y, que estando su persona “en la iglesia casi todos el Jueves Santo con la mayor parte de ayuntamiento y secretario, no tuvo no pudo tener noticia” de ninguna reunión de mozos, poniendo en duda que “se celebrase en ninguna taberna” de Barakaldo. Continuaba corrigiendo que, según le constaba, fue el alcalde Sestao, el que emitió el aviso que dio como resultado la llegada de fuerzas del orden a su anteiglesia.

La carta provocará una agria polémica entre los editores del Irurac bat y el propio alcalde, profundizando en las desavenencias que anteiglesias y villa presentaban, pero a partir de ese momento, los grandes noticieros vizcaínos cambiaron en sus crónicas el topónimo “Baracaldo” por el de “Basurto”. Sin embargo, a nivel nacional no hubo rectificación alguna y Barakaldo siguió definiendo a alzados y fusilados carlistas.

Fin de la partida

Pocos días después del apresamiento de Otaola, se entregaban “a indulto” otros integrantes de la partida y según se vaticinaba “antes de terminar el plazo señalado por la autoridad militar, se someterán indudablemente todos los individuos que la componían. Según se van presentando a la autoridad son conducidos a la cárcel de Bilbao y puestos a disposición del juzgado de primera instancia que entiende de la causa”.

Para el 21 abril, los diarios comunicaban que ya se hallaba en “Bilbao casi toda la partida carlista levantada en Baracaldo en la noche del Jueves Santo” exceptuando los que “se decían jefes de ella: José Ocerin y Aniceto Llaguno”. Configuraba el listado un exiguo y heterogéneo grupo, donde únicamente dos eran barakaldeses: José Sasia de Güeñes, Ignacio Sauto de Sopuerta, Francisco Ganchegui de Abando, Juan Bautista Otamendi de Barakaldo. Fernando Abasólo de Abando, Pablo Uanamuno de Durango, Francisco de Zabala de Durango, Vicente de Lejarreta de Durango, Pedro Orue de Begoña, José Zalvidegoitia teniente alcalde de Miravalles, Manuel García de Galdames, Vicente Otaola de Arrankudiaga, Manuel Jauffret de Bilbao, Cosme Damian de Santa Cecilia de Mena, Francisco de Urculu de Barakaldo, José María Gondra de Abando. De los jefes de la partida se decía que “Ocerin y Llaguno después de arrojar las armas andan errantes por esas breñas, y es muy posible que se dirijan al extranjero a ocultarse de la persecución de la justicia”.

José Otaola, completaba la camarilla, pero al contario que el resto, lo hacía en calidad de “prisionero” y no de “acogido a indulto”. Esta sutil diferencia tenía una importante repercusión para su persona, ya que pendía sobre él la posibilidad de acabar como sus compañeros guipuzcoanos. Tras pasar por la cárcel de Bilbao, fue trasladado a Durango, para continuar su periplo hasta Vitoria donde iba a ser sometido a un consejo de guerra.

El ayuntamiento de Bilbao, junto a la Diputación del Señorío, trató de conseguir su perdón; e incluso su mujer, Maria Pagarizabal, apeló a los diarios para desmentir que su marido fuera “jefe de la partida”. Según parece, este cargo le habían sido impuesto por ostentar en el momento de su detención “un bastón”, “malamente entendido de mando, que usó su anciano padre para caminar con menos trabajo”. Por suerte para “el barbero”, los diarios aseguraban que el propio “señor Ministro de la Guerra ha dado orden para que no se fusile á Otaola”.

Pocos días después, con la sublevación carlista erradicada, el general Marchessi agradecía al “Ayuntamiento de Bilbao, gobernador civil y vecindario de la misma” su colaboración en la extinción de la misma y justificando que “[…] sin castigos ejemplares crea V.E no se hubiese cortado tan pronto el germen de rebelión. […] Afortunadamente para todos, los que seguían la caduca bandera, se acogieron al indulto ofrecido”.

Prisión y amnistía para el pretendiente

Pero no solo los escasos levantiscos carlistas que se echaron al monte eran cercados. En Cataluña el ejército y fuerzas del orden buscaban sin descanso a Carlos VI, el cual, tras su fuga facilitada por Ortega, había quedado bajo el amparo de unos pocos fieles. El 21 de abril será finalmente detenido en la localidad tarraconense de Ulldecona.

Su apresamiento generó un gran revuelo en la corte y en un gobierno, que tuvo que dirimir, en un breve espacio de tiempo, el futuro inmediato de tan regia figura. Si bien no faltaron voces que solicitaban la misma pena capital que algunos de sus seguidores habían recibido, el gobierno optó por la vía de la amnistía, previa renuncia de sus derechos al trono de las Españas. Así, un Carlos VI preso en Tortosa tomará la decisión, “libre y espontánea” de desistir de sus pretensiones dinásticas el 23 de abril de 1860: “[…], y deseando que por mi parte, ni invocando mi nombre, vuelva a turbarse la paz, la tranquilidad y el sosiego de mi patria, cuya felicidad anhelo, motu propio y con libre y espontánea voluntad, para que en nada obste la reclusión en que me hallo, renuncio solemnemente y para siempre a los enunciados derechos […]”.

Los que esperaban que sangre real carlista, tan real y borbónica como la de Isabel II, fuera a teñir el suelo, quedaron tremendamente desencantados. El republicano Emilio Castelar alzará su voz en contundentes escritos: “En esta sublevación ha habido ya víctimas, que han espiado con la vida una falta mucho más leve que la cometida por los príncipes rebeldes. Todo el mundo ha visto con asombro que los infelices de Baracaldo fueron presos y fusilados en un momento. Pues bien: esos hombres no han sido más que instrumentos. Los principales rebeldes, los que no tienen escusa, los que han dirigido la sublevación, son D. Carlos y D. Fernando de Borbón. […] vosotros, por pobres, por miserables, por desgraciados, merecéis un cadalso, mientras que la cabeza que ha ideado y el brazo que ha ejecutado el crimen de que sois instrumento, serán respetados, serán halagados, […]”.

En igual sentido se manifestarán otros editores como Román Lacunza o Patricio de Escosura, críticos con el gobierno y su doble rasero a la hora de aplicar las leyes: “No queremos entrar en las consideraciones filosóficas a que se presta la diferente conducta del gobierno respecto al general Ortega, Villoldo, los infelices alucinados de Baracaldo y los ex-infantes; no queremos deducir las consecuencias que naturalmente se deducen de haber fusilado a unos y no considerar a los otros dignos de juicio […]”.

Del final de una guerra y de “presos políticos”

El tratado de Wad Ras del 26 de abril puso fin a la guerra de prestigio con Marruecos. La contundente victoria de las tropas españolas, a cuya cabeza estaba el presidente/ capitán general O’Donnell, maquilló ante la opinión pública las penurias que habían padecido las tropas expedicionarias y la patente debilidad militar de Las Españas frente a otras potencias.

Recibimiento en Madrid del general Leopoldo O’Donnell.
Modificado de Álbum Siglo XIX
O’Donnell retornará a la Península encumbrado con el título de Duque de Tetuán, para hacerse cargo de sus labores gubernamentales. Pocas cosas podían enturbiar el aparente éxito en el que se había instalado su mandato, habiendo conseguido en un breve espacio de tiempo finalizar una guerra y cercenar una intentona carlista.

Coincidiendo prácticamente con el regreso de los Tercios Vascongados, el 2 de mayo de 1860 se promulgó la amnistía general para todos aquellos que hubieran tomado parte en la conspiración carlista. Mientras los supervivientes de los Tercios eran aclamados como héroes en las provincias forales, los alzados sufrían su propio escarnio: “[…] Mientras España alcanzaba tantos laureles y obtenía como consecuencia de ellos una paz honrosa, españoles indignos de serlo, quisieron su- mirla otra vez en una guerra civil. Tan loca tentativa solo ha servido para poner de manifiesto su ridícula impotencia, y para hacer público el desprecio con que la Nación los mira […]”.

Pero el decreto de amnistía no iba a llegar todos los conspiradores con la misma celeridad. La práctica totalidad de la partida de Barakaldo/Basurto seguía presa en Vitoria-Gasteiz, incluidos sus famosos jefes: José Ocerín y Aniceto Llaguno.

El propio Ocerín dejará constancia de su propio periplo en una carta escrita el 3 de junio desde la cárcel y destinada a los periódicos: “yo gané la frontera de Francia y fui amnistiado en Bayona por el cónsul es- pañol en aquella plaza”. Con ese indulto, regresó a Bilbao “con el pasaporte debida regla” presentándose ante “el juez de primera instancia de Bilbao” que confirmó su amnistía el 8 de mayo. Pero lejos de quedar en libertad “se nos amarró con cadenas y argollas, y de esta suerte fuimos conducidos a esta cárcel”. Junto con él, viajarán desde el presidio de Bilbao al de Vitoria “esposados y custodiados por tres parejas de la Guardia Civil con su sargento: Aniceto Llaguno, Pedro Echevester, Andres Hormaeche (a) Butron, José Ocerin y Leandro Menendez, a quien se tenía por jefes de la partida últimamente sofocada”.

La prisión incondicional para estos hombres, reconocidos carlistas, parecía no estar fundamentada en su intento de rebelión, hecho del que se suponían amnistiados, sino por estar imputados de una larga serie de “delitos comunes” que incluía: “asesinatos, robos y alzamiento de caudales públicos”. Sin embargo, Ocerín argüía que, en los 26 días que llevaban en prisión, nadie les había tomado “declaración, ni nadie ha venido a decirnos el motivo de nuestra prisión”. Es por ello que comenzase su misiva describiéndose como “preso político”, condición que hacía extensible a otros 17 encarcelados por idénticos motivos.

Algunas editoriales, especialmente aquellas de tendencias tradicionalistas, protestaron contra de la “caprichosa e injusta manera con que por las autoridades superiores de aquella provincia se interpreta la soberana voluntad de S. M. consignada en el decreto de amnistía”.

“Asesinatos jurídicos”

Fusilamiento de prisioneros carlistas.
Modificado de Álbum Siglo XIX 
Pero no solo el componente tradicionalista criticaba el proceder del gobierno centrista. El lunes 11 de junio, tomaba la palabra en el Congreso el diputado progresista Salustiano de Olózaga Almandoz en defensa de una enmienda de grupo. En su discurso destacaba que “el país se ha salvado de un gran peligro, gracias a la decisión y lealtad del ejército y de sus naturales”, para seguidamente criticar la actuación del gobierno y preguntar si “los dos jóvenes de Baracaldo fueron ejecutados por orden del gobierno, calificando su muerte del más escandaloso asesinato jurídico”.

La contestación por parte de presidente de la cámara, el propio O’Donnell, fue tajante: “Señores, cuando estalla un movimiento, es necesario que el gobierno sea enérgico, duro, si es necesario cruel, hasta dominar la situación. Después debe ser clemente. Los desdichados de Baracaldo y Palencia se hallaron en el primer período; si como fueron tres hubieran sido quinientos, lo repito, el gobierno hubiera sido duro en ese período para salvar la sociedad y el trono”. La sesión continuó, volviéndose tensa por momentos, en el animado debate entre Olazaga y O’Donnell.

Libertad tardía

Finalmente, el 16 de junio, dos semanas después que Ocerín escribiese su carta a los diarios, quedaron en libertad los integrantes de la partida de Barakaldo/Basurto y el resto de detenidos que todavía permanecían en prisión. Su retorno a Bilbao se tornó noticia destacada: “Los individuos de la partida de Basurto, que estaban presos en Vitoria, han sido puestos en libertad. El 18 llegaron a Bilbao, Ocerín, Llaguno, Otaola y otros”. Para algunos, su puesta en libertad fue “una justa satisfacción dada por el Gobierno de S. M. á las unánimes y enérgicas reclamaciones de la prensa, y sobre todo un desagravio de la justicia, la que se estaba violando con la detención de unos individuos, comprendidos a todas luces en el decreto de amnistía. […] Pero ahora, para el verdadero esclarecimiento de la verdad y para la debida reparación de las leyes, un momento olvidadas, ralla saber una cosa. ¿Por qué han estado presos Ocerín, Llaguno, Menéndez y consortes? Esto es preciso saber. No basta haberlos devuelto a la libertad, en cumplimiento de un decreto de amplía amnistía; conviene saber qué razones ha habido para su detención, o cuál es el pretexto que se da”.

La tardía libertad de los conjurados se sumó a la lista de reprobaciones que algunos diarios siguieron vertiendo contra la actuación del gobierno en lo relacionado con el ya extinto levantamiento carlista. Entre otras cosas, destacaban la falta de criterio para la aplicación de la amnistía, la nula voluntad de investigar las ramificaciones de la conspiración, la premura en los fusilamientos de Ortega y Carrión o la ejemplarizante muerte de los “alzados de Baracaldo”. Por supuesto, cada uno incidiendo en un punto o en otro, en función de su afinidad política.

Además, para un no desdeñable sector, se tenía la sensación de haber perdido la posibilidad de cercenar, de una vez por todas, las aspiraciones carlistas. A falta de un castigo mayor, se había optado por expulsar del país al pretendiente con una simple reprimenda y una firma en una carta que pronto sería papel mojado: “El gobierno, que no ha querido saber lo que se ocultaba bajo el velo de la conspiración carlista; el gobierno, que ha dejado impunes los delitos más graves contra la Constitución y la patria; el gobierno, que ha procedido con tanta debilidad en asunto de tamaña importancia, es el que más remordimientos debe tener al considerar cuánto espíritu han cobrado los príncipes proscriptos. ¡Oh torpeza!”.

Varios meses después del infructuoso alzamiento, el intento de erosión al gobierno persistía: “La mejor manera de cumplir la igualdad ante la ley, ha sido fusilar a los de Baracaldo, á Carrión, a Ortega, y perdonar a los príncipes, porque eran criminales de sangre real. El mejor sistema es ese liberalismo hipócrita de la unión liberal, destinado a corromper el partido liberal con la peor de las corrupciones, con el escepticismo”.

Un continuará

Ninguno fueron los réditos de aquel lamentable y oscuro levantamiento de 1860 para los intereses carlistas. Paradójicamente, el único éxito de la rebelión en el Señorío fue el que su famélica partida fuera desmantelada mediante métodos tan expeditivos; siendo utilizado como elemento de crítica hacia el gobierno. El Señorío, mayoritariamente, se había mantenido fiel a los postulados de “paz y fueros” y defendió su statuquo con el resultado de un guardia civil muerto, otro herido de gravedad, dos jóvenes fusilados, dos viudas, un huérfano y al menos 32 personas que pasaron “por la cárcel pública de Bilbao”.

Respecto a la famosa partida de Barakaldo, poco importó que únicamente dos de sus componentes fueran barakaldeses, o que el nombre de bautismo se debiera a un error perpetuado por la prensa. La ya fabril Barakaldo mantuvo durante largo tiempo el dudoso privilegio de ser origen de un foco rebelde.

Voluntarios carlistas.
Modificado de Álbum Siglo XIX
El gobierno de Leopoldo O’Donnell apenas sufrió desgaste por las críticas que le llegaron por su actuación en el aplastamiento del alzamiento carlista. Completará 3 años adicionales de su “gobierno largo”, uno de los pocos momentos de desarrollo y crecimiento económico en el siglo XIX, antes de dimitir, en un nuevo bandazo de la política nacional.

Por su parte, el Señorío de Bizkaia seguirá defendiendo su “oasis foral” 8 años más, hasta que el moderantismo isabelino se agote. Con la llegada de la revolución de septiembre de 1868, el enfrentamiento entre el tradicionalismo-carlista y liberalismo moderado fuerista, mayoritarios en su sociedad, acabará por resquebrajar la unidad de acción en torno a los fueros y la religión.

Comenzaba una divergencia donde el carlismo capitalizará el descontento de los grupos reaccionarios, con un nuevo y carismático líder, Carlos VII, que volvía hacer valer el lema de “Dios, Patria, Rey y Fueros”.

A su llamada acudirán suficientes voluntarios como para levantar un ejército y, entre ellos, encontraremos a hombres de inquebrantable determinación, hombres que una vez formaron parte de aquella famosa “partida de Baracaldo”.

Agradecimientos

A Aloña Intxaurrandieta coordinadora de la revista K-Barakaldo y Javier Barrio director del Museo de Las Encartaciones.


jueves, 28 de abril de 2022

“El Convenio de Amorebieta: la paz que avivó una guerra”

Entrada actualizada: 02/07/2022

Este mes de abril hemos cumplido la efeméride del comienzo de nuestra última gran guerra civil del siglo XIX, el conflicto bélico que nutre muchas de las entradas de este blog. Y por supuesto, y no menos importante, el 24 de mayo de 2022 habrán transcurrido 150 años del “Convenio de Amorebieta”.

Un lustro y un siglo nos separan de la mesa, que situada en la casa Belausteguigoitia de la anteiglesia de Amorebieta en Bizkaia, sirvió como soporte para formalizar un convenio de paz. La historia más generalista ha tratado este pacto como un episodio casi anecdótico, afirmando que únicamente sirvió para postergar durante unos meses la guerra. Sin embargo, una mirada más detallada, observará que fue precisamente su firma y, especialmente, los sucesos que desencadenó, lo que favoreció un conflicto bélico de 4 largos años de duración.

Tras aquel “papel mojado” que debiera haber evitado un derramamiento de sangre y sufrimiento innecesario, subyacen un buen número de incógnitas y puntos no clarificados. Aproximarnos el convenio de Amorebieta nos obliga a bucear en los entresijos de nuestra sociedad de finales del siglo XIX. Una sociedad sumida en una lucha intestina entre las corrientes revolucionarias y contrarrevolucionarias. Una sociedad, que habiendo entrado con paso firme en la era de la industrialización, mantenía una resistencia enconada al cambio. Una sociedad que había encontrado en sus viejos usos y costumbres su tabla de salvación, para no verse arrastrada por la vorágine de los acelerados cambios que se estaban produciendo a su alrededor.


Un libro

En este último año he abandonado la publicación digital para sumergirme en los primeros meses del alzamiento de 1872, en las motivaciones de unos y otros, en comprender la guerra política que se vivía en Madrid o en las razones por las que un pacto que cumplía a rajatabla con el lema de “paz y fueros” no apaciguó, esta vez, las tierras forales. Una acto estéril, baldío, cuya trascendencia y protagonismo en nuestra historia fue infinitamente mayor, que aquel que la historia más generalista le ha conferido.

Gracias a la oportunidad brindada por Patxi González y con la necesaria e inestimable colaboración del ayuntamiento de Amorebieta-Etxano, he sido participe de los actos de conmemoración del Convenio de Amorebieta que tendrán lugar a lo largo del próximo mes de mayo.

Entre este elenco de actividades se encuentra el resultado de los muchos desvelos y las largas horas de trabajo nocturno, que concluyeron hace bien poco con la impresión del manuscrito “El Convenio de Amorebieta: la paz que avivó una guerra”.

Para aquellos que tengáis la suficiente valentía como para afrontar sus más de 270 páginas, espero que os resulte interesante y novedoso, ya que contienen algunos apartados inéditos o poco conocidos que han sido desarrollados gracias a los fondos de archivo de Víctor Sierra-Sesúmaga.

Desde aquí, quiero agradecer a todos aquellos que en mayor o menor medida habéis colaborado en alguno de los apartados de redacción y que, por la sencilla y única razón de espacio que limita el papel, no encontrareis vuestro nombre reflejados en él. Sin ir más lejos: Iban Roldan, Gorka Martin, José Angel Brena, Biblio, Rafa Palacio y un largo etc. de amigos y colaboradores. 

Y para aquellos que podáis acercaros a Amorebieta, os dejo el listado de actividades culturales y lúdico-festivas que podréis encontrar a lo largo del mes de mayo, recomendándoos, como no puede ser de otro modo, el ciclo de conferencias y la obra de teatro “La Paz Estéril”. Una obra de teatro creada específicamente para esta conmemoración y que a buen seguro no os dejará indiferentes.

Tras focalizar mi escaso tiempo libre durante largos meses en la consecución de este tangible objetivo, tengo ganas de volver a la intangibilidad del blog, a la libertad de espacio y elección de tema y retomar aquello que dejé inconcluso, como la 2ª parte de “¡Artillería al frente!".

Mientras tanto, un pequeño respiro y un alto en el camino para tomar impulso.

Actualización del 02/07/2022: Para aquellos interesados, el libro "El Convenio de Amorebieta: La Paz que avivó una Guerra", únicamente se puede adquirir en la Casa de Cultura "Zelaieta" de Amorebieta. Normalmente tiene un horario de lunes a viernes de 08:30 a 21:30 (946300650).